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Sintió una punzada en las costillas bajas del lado izquierdo, aún doloridas por los puños del chófer bereber. El incidente se había zanjado con treinta y dos horas en un calabozo de la comisaría de Retiro y una denuncia de la gerencia por escándalo y agresión, que se resolvería judicialmente en los próximos meses. Nada le impedía, por tanto, viajar hasta Cádiz con Tánger. En cuanto a Nino Palermo, tras abandonar la clínica donde le fue practicada una cura de urgencia en la nariz, que el parte facultativo definió como lesionada pero sin fractura, había tenido el detalle de no recurrir a sus abogados para plantear procedimiento legal alguno. Eso distaba de ser tranquilizador; pues, como dijo Tánger cuando Coy salió de la comisaría y se la encontró en la puerta esperándolo, Palermo era del tipo de gente que no necesita policías ni tribunales para arreglar sus asuntos.

Volvió a estudiarse la mano. A diferencia de Tánger, con aquella línea larga y precisa que le cruzaba la palma, sus líneas de la vida y de la muerte, del amor y de lo que maldito fuera todo lo demás, se entrecruzaban desordenadamente, al modo de las drizas de un velero tras una maniobra difícil con viento fuerte y marejada; como si alguien las hubiera agitado en un cubilete, echándolas después allí de cualquier manera. Así que apuntó una sonrisa hacia sus adentros: ni la gitana más perspicaz del mundo habría sacado nada en limpio de aquello. Las claves del viaje, fuese gratis o con puntual pago de su importe, no se ocultaban en esas líneas, sino en la mirada que sentía posarse en él de vez en cuando. Ése, concluyó resignado, era el verdadero periplo que le había dispuesto Atenea.

Miró bajo la mesa. Tánger tenía las piernas cruzadas entre la falda amplia y azul, y balanceaba lentamente uno de los pies calzados con sandalias de cuero. Observó los tobillos moteados y luego el perfil de la mujer, que en ese momento se inclinaba sobre el cuadernito donde tomaba notas con su lápiz de plata. Detrás de ella, dorándole casi hasta el blanco las puntas recortadas del cabello, el sol se hallaba en declive a una hora y media del horizonte sobre el Atlántico, frente a la playa de La Caleta, exactamente entre los castillos que la cerraban a uno y otro lado. Contempló los viejos muros con troneras vacías, las garitas de cúpula esférica emplazadas en los ángulos, la huella negra del agua, que la pleamar lamía en las piedras desgastadas por el oleaje. Dando prudente resguardo a la restinga de San Sebastián, una vela se movía despacio a lo lejos, en dirección norte, empujada por el sudoeste fresquito. Fuerza 5 en la escala de Beaufort, calculó al divisar los borreguillos que rizaban un poco el mar y levantaban pequeños rociones de espuma sobre el istmo que unía la tierra firme con el castillo, enhiesto el enorme faro tras los muros almenados de las antiguas baterías. Cielo y agua eran impecablemente azules, de una luminosidad que hería la vista, y pronto empezarían a teñirse con los tonos rojizos que preludiaban el ocaso.

– Hay un par de cosas -dijo Gamboa- muy poco usuales en vuestra historia.

Coy dejó de contemplar el mar y prestó atención. Tánger y el director del observatorio se conocían telefónicamente por motivos profesionales. Habían ido a verlo a San Fernando apenas llegados de Madrid, tren a Sevilla y coche alquilado hasta Cádiz, para que les proporcionase documentación sobre el “Dei Gloria” y el corsario “Chergui” y aclarase ciertos puntos oscuros. Después, Gamboa los acompañó a la ciudad vieja para invitarlos a unas tortillas de camarones en Ca Felipe, en la calle de La Palma, donde los pescados frescos se exponían a los clientes bajo el carteclass="underline" “Casi todos estos pescados actuaron de extras en las películas del comandante Cousteau”. Habían terminado frente al mar, en aquella terraza de La Caleta.

– Ojalá fueran sólo un par de cosas -suspiró Tánger.

Gamboa, que fumaba un cigarrillo, rió, y los ojos nórdicos le aniñaron el rostro barbudo. Tenía los dientes desparejos, amarillentos de nicotina, con los incisivos muy separados uno de otro. La suya era una risa fácil; reía por cualquier cosa y movía de arriba abajo la cabeza al hacerlo, como si todo pretexto fuese bueno. Pese a sus prejuicios de marino mercante respecto a la Armada, a Coy le gustaba Gamboa. Incluso su modo amable, desenfadado, de coquetear con Tánger -un gesto, una mirada, el modo de ofrecer cigarrillos que ella rechazaba-, resultaba inofensivo, simpático. Cuando lo visitaron a última hora de la mañana en su despacho del observatorio, Gamboa también rió complacido al descubrir, dijo sin rodeos, lo guapa que era la colega de Madrid con la que hasta entonces sólo había mantenido, para su desdicha, contacto telefónico y epistolar. Después observó con mucho detalle a Coy antes de estrechar largamente su mano, como si el contacto le permitiera calcular el género de relación que podía existir entre su colega del Museo Naval y aquel inesperado individuo silencioso, bajo y ancho de espaldas, de manos grandes y torpe andar, que la escoltaba. Ella se había limitado a presentarlo como un amigo que la ayudaba en la parte técnica del problema. Un marino con mucho tiempo libre.

– Ese bergantín -prosiguió Gamboa- venía de América sin escolta… Y es extraño, porque a causa de los ingleses, los corsarios y los piratas, las ordenanzas mandaban que todo buque mercante cruzase el Atlántico en convoy.

Hablaba casi siempre dirigiéndose a la mujer, aunque en ocasiones se volvía a Coy para evitar, quizás, que se sintiera desplazado. Supongo que no te importa, decía el gesto. No sé lo que pintas en esta historia, camarada, pero supongo que no te molesta que le hable a ella y le sonría. Hazte cargo: estáis de visita sólo un rato y ella es atractiva. Marino con tiempo libre o a dedicación completa o lo que seas, ignoro qué hay entre vosotros, pero sólo quiero disfrutarla un poco. Un par de cervezas y un par de risas, ya sabes, para cargar las baterías. Ja, ja. Es lo que pienso cobraros por mis servicios. Dentro de poco será de nuevo toda tuya, o lo que se tercie, y podrás seguir probando suerte. A fin de cuentas la vida es breve, y sólo de vez en cuando te pone delante mujeres como ésta. Por lo menos a mí no me las pone.

– Había paz con Inglaterra en ese momento -apuntó Tánger-. Quizá la escolta no era necesaria.

Gamboa, que acababa de encender su enésimo cigarrillo, dejó escapar el humo entre los incisivos y después hizo un gesto de asentimiento. Aparte su graduación militar, era historiador naval. Antes de ser destinado al observatorio había estado a cargo del patrimonio histórico de la Armada en Cádiz.

– Puede ser una explicación -concedió-. Pero sigo viéndolo extraño… En 1767, Cádiz tenía el monopolio del comercio americano. No fue hasta once años después que Carlos III, con la cédula de liberalización comercial, cambió la norma que designaba Cádiz como único puerto al que se podía venir en rumbo directo desde América… Así que el viaje de ese bergantín desde La Habana tuvo algo de ilegal, si tomamos las órdenes reales al pie de la letra. O al menos, de irregular -dio dos largas chupadas al cigarrillo, reflexivo-. Lo normal es que antes de seguir viaje a Valencia, o a donde fuera su destino final, hubiese hecho escala aquí -otra chupada-. Y por lo visto no la hizo.

Tánger tenía una respuesta para eso. De hecho, había comprendido Coy, parecía tener respuestas para casi todo. Era como si más que indagar nuevos datos, procurase confirmar los viejos.

– El “Dei Gloria” -explicó ella- se beneficiaba de un status especial. No olvides que pertenecía a los jesuitas, y éstos conservaban ciertos privilegios. Sus barcos tenían exenciones particulares, navegaban a América y Filipinas con capitanes, pilotos, derroteros y cartas náuticas de la Compañía, y se rodeaban de lo que hoy podríamos llamar opacidad fiscal… Ésa fue una de las cuestiones que se manejaron contra ellos en el proceso de expulsión que se preparaba en secreto.