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– En ese caso, el capitán del “Dei Gloria” debía de ser hombre de mucho cuajo. Aguantar la persecución, no refugiarse en Cartagena y librar combate a tocapenoles con el “Chergui” no lo hubiera hecho cualquiera. Y ese viaje desde La Habana sin escalas… -estudió a Coy y luego a la mujer, sonriendo perspicaz-. Supongo que de eso se trata, ¿verdad?

Coy se echó hacia atrás en la silla, de cuyo respaldo colgaba su chaqueta. A mí qué me cuentas, decía su gesto. Es ella quien está al mando.

– Hay cosas que quiero aclarar -dijo Tánger tras un breve silencio-. Eso es todo.

Guardaba con mucho cuidado el papel con las notas en su bolso. Gamboa le dirigió una mirada penetrante. Por un momento la expresión plácida del director del observatorio pareció perder la inocencia.

– Un bonito trabajo, de cualquier modo -apuntó, cauto-. Además, tal vez había a bordo… No sé.

Buscaba su paquete de tabaco en el bolsillo del pantalón. Coy observó que empleaba en ello más tiempo del necesario, como si tuviese algo en la cabeza que dudaba contar.

– La verdad -dijo por fin- es que ni el barco, ni la derrota, ni la época son propios de tesoros.

– Nadie habla de tesoros -dijo muy lentamente ella.

– Claro que no. Tampoco me habló de eso Nino Palermo.

Hubo un silencio. Hasta ellos llegaban las voces de los pescadores que al pie de la terraza, en el muelle, trabajaban en los botes varados o remaban entre las pequeñas embarcaciones fondeadas proa al viento. Un perro corría por la playa, persiguiendo con ladridos a una gaviota que planeó impasible antes de alejarse en dirección al mar abierto.

– ¿Ha estado aquí Nino Palermo?

Tánger miraba alejarse la gaviota, y su pregunta sólo surgió cuando el ave estuvo muy lejos. Gamboa se inclinaba a encender un nuevo cigarrillo, protegiendo la llama del mechero con el cuenco de las manos. La brisa se llevó el humo de entre sus dedos mientras los ojos claros chispeaban, divertidos.

– Claro que ha estado aquí. Ja, ja. A tirarme de la lengua, como vosotros.

El sudoeste había refrescado un par de nudos, calculó Coy. Lo justo para levantar salpicaduras de espuma en la escollera que discurría al pie de la antigua muralla sur de la ciudad. Gamboa contaba su historia despacio, recreándose en la suerte. Era obvio que disfrutaba de la compañía y no tenía prisa. Fumaba y caminaba entre sus dos acompañantes, demorándose de vez en cuando para echar un vistazo al mar, a las casas del barrio de la Viña, a los pescadores que, inmóviles junto a sus cañas sujetas entre las piedras, contemplaban el Atlántico.

– Vino a verme hace cosa de un mes… Llegó como vienen ellos, todo muy ambiguo, con muchas cortinas de humo. Preguntando por el barco tal y el documento cuaclass="underline" cosas diversas que impiden hacerse idea exacta de lo que realmente buscan -a veces Gamboa le sonreía a Tánger, y sus incisivos separados acentuaban el gesto-. Trajo una lista de la compra muy extensa; y en ella, en octavo o noveno lugar, camuflado entre otras cosas, estaba el “Dei Gloria”… Yo sabía que tú andabas tras esto, pues habíamos hablado varias veces por teléfono. Y era evidente que Palermo resollaba tras una pista fresca.

Se quedó callado, mirando el pez que se debatía al extremo de un sedal. Una mojarra. El pescador, un tipo flaco de grandes patillas y camiseta blanca de tirantes, la desprendió delicadamente del anzuelo para echarla en un cubo, donde quedó agitándose con débiles coletazos entre otros reflejos de plata.

– Así que en cuanto Palermo mencionó el “Dei Gloria”, até cabos -Gamboa echó a andar de nuevo-… Luego dejé que me invitara a comer en El Faro, lo escuché atentamente, asentí con la cabeza, dije cuatro vaguedades, le di datos sobre lo que consideré menos importante de su lista, y me lo quité de encima.

– ¿Qué le dijiste del “Dei Gloria”? -preguntó Tánger.

El viento le pegaba la tela ligera de la falda a los muslos y hacía aletear el cuello de su blusa entreabierta. Estaba muy favorecida, pero no jugaba al personaje de chica atractiva, apreció Coy. Ni desvalida. Se la veía serena, competente. Franca de tú a tú con Gamboa: para qué vamos a engañarnos entre nosotros, colega, de compañera a compañero. Somos funcionarios en un mundo hostil, etcétera, qué puedo contar que tú no sepas. La vida es dura y cada quien navega como puede. Por supuesto que te tendré informado. Y te la debo.

Era lista, decidió. Era muy lista, o tal vez intuitiva hasta lo enfermizo, con un riguroso sentido de los mecanismos que rigen a los hombres. Recordó al capitán de fragata del Museo Naval de Madrid, su expresión al hablar con ella en el pasillo, frente al despacho. Sin duda una de los nuestros, almirante. Y saltaba a la vista que también con el director del observatorio las cosas funcionaban del mismo modo. Una de los nuestros.

Ahora Gamboa volvía a sonreír, como si la pregunta que ella había formulado estuviera de más.

– Le conté lo justo -dijo-. O sea, nada. Si me creyó, eso ya no lo sé… De cualquier modo, fue muy prudente al respecto -se volvió un poco hacia Coy, como si esperase confirmación a sus palabras-. Supongo que conoce a Nino Palermo.

– Lo conoce bien -dijo ella.

Demasiado rápida en puntualizar, se dijo mentalmente Coy. Observaba a Tánger y ella era consciente de que lo hacía, porque desvió con excesiva atención los ojos al mar. Tal vez yo conozca a Palermo, se repitió él, aunque no demasiado bien; pero tú lo has dicho algo pronto, preciosa. Lo has dicho tal vez un segundo antes de lo debido. Y eso no está bien. No en una chica lista como tú. Lástima que a estas alturas aún cometas ese tipo de errores. O que me tomes por gilipollas.

– No tanto -le respondió Coy a Gamboa-. En realidad no conozco a ese fulano tanto como quisiera.

– Pues debe de ser usted el único en este oficio.

– Él no es de este oficio -dijo Tánger.

El director del observatorio se los quedó mirando. De nuevo parecía reflexionar sobre la relación que se daba entre ellos dos. Por fin se dirigió a Coy:

– Gibraltareño de padre maltés y madre inglesa, o sea, tradición pirata total. Conozco a Palermo desde hace mucho, cuando yo trabajaba en ordenar los archivos del museo de Cádiz… Uno de los intentos de rescatar el “Santísima Trinidad”, tal vez el más serio, lo hizo él. El “Trinidad” fue en su tiempo el buque de guerra más grande del mundo, un navío de cuatro puentes y ciento cuarenta cañones, y se hundió cuando la batalla de Trafalgar, mientras los ingleses intentaban remolcarlo a Gibraltar -señaló un punto impreciso del mar, hacia el sudeste-… Está ahí mismo, a poca distancia de Punta Camarinal. Se quería hacer como los suecos con el “Wasa” o los ingleses con el “Mary Rose”; pero el intento, como la mayor parte de estas cosas, tropezó con la falta de entusiasmo de la Administración española, que es…

– Como el perro del hortelano -apuntó Tánger.

– Exacto. Ni come ni deja comer.

Gamboa tiró el cigarrillo consumido entre la espuma que batía las rocas de la escollera, y siguió contando. Palermo era todo un personaje en aquella zona; con ese toque mafioso, Coy entendería de qué hablaba, tan mediterráneo: Marruecos estaba cerca, a pocas millas, y desde Gibraltar y Tarifa podía verse en los días claros. Aquélla era la frontera de Europa. Palermo había fundado Deadman's Chest hacía seis u ocho años, y era conocido por su falta de escrúpulos. Tenía intereses en Ceuta, Marbella y Sotogrande, y trabajaba con gente peligrosa de ambos lados del Estrecho, asesorado por un bufete de especialistas en contrabando y sociedades fantasmas que le sacaban las castañas del fuego cuando llegaba demasiado lejos.

– No se ha podido probar; pero se le atribuye, entre otros desmanes, el saqueo clandestino de los restos del “Nuestra Señora de Cillas”, un galeón de Veracruz que naufragó en 1675 en la broa de Sanlúcar con un cargamento de lingotes de plata -Gamboa torció el gesto-. No era una gran fortuna; pero, al sacarla, sus buceadores destrozaron el barco, dejándolo inútil para cualquier rescate arqueológico serio… De esas canalladas le suponemos varias.

– ¿Es eficaz? -quiso saber Coy.

– ¿Palermo?… Eficacísimo -Gamboa miró a Tánger como si esperase que confirmara sus palabras, pero ella permaneció en silencio-… Tal vez el mejor de los que vemos moverse por aquí. Ha trabajado en naufragios de todo el mundo, e hizo dinero combinando esa actividad con el reflotamiento y desguace de buques hundidos… Hace tiempo quiso asociarse a uno de los intentos de la gente de Fisher, con quien estuvo de buzo en el rescate del “Atocha”. Pretendían hacer una campaña en la desembocadura del Guadalquivir, donde calcularon ochenta naufragios de barcos que iban a descargar a Sevilla con más oro dentro, ja, ja, que el Banco de España. Pero esto no es Florida: faltó la autorización oficial… También hubo otros problemas. Palermo es de los que defienden la doctrina clásica de los cazadores de tesoros: ya que el trabajo lo hacen ellos y el Estado sólo pone los permisos, ocho décimas partes del beneficio deben ser para el rescatador. Pero en Madrid dijeron que ni hablar, y tampoco hubo suerte con la Junta de Andalucía.