Era una buena pregunta. Su tono ya no sonaba furioso, sino concentrado; mucho más tranquilo y lleno de curiosidad. Al menos eso le pareció a Coy, que tampoco perdía de vista al chófer por el rabillo del ojo.
– Esto es… Por Dios -concluyó el otro, al ver que guardaba silencio-. Lárguese de aquí.
Ahora ella dice lo mismo, imaginó Coy. Ahora ella se muestra de acuerdo con este individuo y pregunta quién te ha dado vela en este entierro, y pide que sigas adelante y no metas el morro donde no te llaman. Y tú balbuceas una disculpa con las orejas coloradas, vas y doblas la esquina, y te cortas las venas, por gilipollas. Ahora ella va y dice que…
Pero la mujer no dijo nada. Estaba tan silenciosa como el propio Coy. Tanto como si ya no estuviese allí y se hubiera largado hacía rato; y él siguió quieto y sin decir palabra, entre los dos, mirando los ojos bicolores que tenía enfrente, un paso ante sí y dos palmos más arriba de los suyos. Tampoco es que se le ocurriera otra cosa, y si hablaba iba a perder la mínima ventaja que conservaba. Sabía por experiencia que un hombre callado intimida más que el hablador, porque es difícil adivinar lo que tiene en la cabeza. Tal vez el de la coleta era de la misma opinión, pues lo miraba reflexivo. Al cabo, Coy creyó vislumbrar incertidumbre en sus ojos de dálmata.
– Vaya -dijo el otro-. Nos ha salido… ¿Verdad? Un héroe de serie B.
Siguió Coy mirándolo sin decir ni pío. Si espabilo, pensaba, podría darle una patada en la bisectriz antes de probar fortuna con el
bereber. La cuestión es ella. Me pregunto qué coño hará ella.
El de la coleta exhaló aire de pronto, con una especie de suspiro que parecía una risa agria, exagerada.
– Esto es ridículo -dijo.
Parecía sinceramente confuso con aquella situación, fuera la que fuese. Coy alzó despacio la mano izquierda para rascarse la nariz, que le picaba; siempre hacía eso al reflexionar. La rodilla, meditaba. Diré cualquier cosa para que se distraiga con eso, y antes de acabar le pegaré un rodillazo en los huevos. El problema va a ser el otro, que vendrá prevenido. Y con muy mala leche.
Pasó una ambulancia por la calle, con destellos de color naranja. Pensando que pronto iba a necesitar otra para él mismo, Coy echó un discreto vistazo alrededor, sin encontrar nada a lo que echar mano. Así que acercó los dedos al bolsillo de los tejanos, rozando con el pulgar el bulto de las llaves de la pensión. Siempre podía intentar pegarle al chófer un tajo en la cara con las llaves, como había hecho una vez con cierto alemán borracho en la puerta del club
Mamma Silvana de La Spezia, hola y adiós, cuando lo vio venírsele encima. Porque seguro que este hijoputa se le iba a venir.
Entonces el hombre que tenía delante se llevó una mano a la frente y hacia atrás, como si quisiera alisarse más el pelo recogido en la coleta, antes de mover de nuevo la cabeza a un lado y a otro. Tenía una sonrisa extraña y apenada en la boca, y Coy decidió que le gustaba mucho más cuando estaba serio.
– Ya tendrá noticias mías -le dijo a la mujer por encima del hombro de Coy-… Por supuesto que las tendrá.
En el mismo instante miró al chófer, que ya daba unos pasos hacia ellos. Como si aquello fuese una orden, el otro se detuvo. Y Coy, que había entrevisto el movimiento y tensaba los músculos bombeando adrenalina, se relajó con disimulado alivio. El de la coleta lo miró de nuevo muy atento, como si quisiera grabárselo en la memoria: una mirada siniestra con subtítulos en español. Alzó la mano de los anillos y apuntó con el índice a su pecho, del mismo modo que había hecho antes con la mujer, pero sin llegar a tocarlo. Se limitó a dejar el dedo así, apuntándole en el aire igual que una amenaza, y después giró sobre sus talones y se fue como si acabara de recordar que tenía una cita urgente.
Luego todo se resolvió en una breve sucesión de imágenes que Coy observó atento: una mirada de la secretaria desde el asiento trasero del coche, el cigarrillo de ésta que describió un arco antes de caer en la acera, el portazo del hombre de la coleta al sentarse a su lado, y la última ojeada del chófer, de pie en el bordillo: un vistazo que le dirigió largo y prometedor, más elocuente que el de su jefe, antes del sonido de otro portazo y el suave ronroneo del motor de arranque. Sólo con lo que ese coche gasta al arrancar, pensó tristemente Coy, yo podría comer caliente un par de días.
– Gracias -dijo una voz de mujer detrás de él.
Pese a las apariencias, Coy no era un tipo pesimista; para serlo resulta imprescindible verse desposeído de la fe en la condición humana, y él había nacido ya sin aquella fe. Se limitaba a contemplar el mundo de tierra firme como un espectáculo inestable, lamentable e inevitable; y su único afán era mantenerse lejos para limitar los daños. Pese a todo, aún había cierta inocencia en él, por ese tiempo: una inocencia parcial, referida a las cosas y los territorios ajenos a su profesión. Cuatro meses en dique seco no bastaban para arrebatarle cierto candor propio de su mundo acuático: el distanciamiento absorto, un poco ausente, que algunos marinos mantienen respecto a las gentes que sienten suelo firme bajo los pies. Entonces él todavía miraba determinadas cosas desde lejos, o desde afuera, con una ingenua capacidad de sorpresa; parecida a la que, cuando era niño, lo llevaba a pegar la nariz a los escaparates de las jugueterías en vísperas de Navidad. Pero ahora con la certeza, más próxima al alivio que a la decepción, de que ninguna de aquellas inquietantes maravillas le estaba destinada. En su caso, saberse fuera del circuito, conocer la ausencia de su nombre en la lista de los Reyes Magos, lo tranquilizaba. Era bueno no esperar nada de la gente, y que la bolsa de viaje fuese lo bastante ligera como para echársela al hombro y caminar hasta el puerto más próximo sin lamentar lo que se dejaba atrás. Bienvenidos a bordo. Desde hacía miles de años, antes incluso de que las cóncavas naves zarparan rumbo a Troya, hubo hombres con arrugas en torno a la boca y lluviosos corazones de noviembre -aquellos cuya naturaleza los decide tarde o temprano a mirar con interés el agujero negro de una pistola- para quienes el mar significó una solución y siempre adivinaron cuándo era hora de largarse. E incluso antes de saberse uno de ellos, Coy lo era ya por vocación y por instinto. Una vez, en una cantina de Veracruz, una mujer -siempre eran mujeres las que formulaban esa clase de preguntas- le había preguntado por qué era marino, y no abogado, o dentista; y él se limitó a encogerse de hombros antes de responder al cabo de un rato, cuando ella no esperaba ya contestación: ‹El mar es limpio‹. Y era cierto. En alta mar el aire era fresco, las heridas cicatrizaban antes, y el silencio se tornaba lo bastante intenso como para hacer soportables las preguntas sin respuesta y justificar los propios silencios. En otra ocasión, en el restaurante Sunderland de Rosario, Coy había conocido al único superviviente de un naufragio: uno de diecinueve. Vía de agua a las tres de la madrugada, fondeados en mitad del río, todos durmiendo, y el barco abajo en cinco minutos. Glú, glú. Pero lo que le había impresionado del individuo era su silencio. Alguien preguntó cómo era posible: dieciocho hombres al fondo sin enterarse. Y el otro lo miraba callado, incómodo, como si todo fuese tan obvio que no valiera la pena explicar nada; y se llevaba a la boca su jarra de cerveza. A Coy las ciudades, con sus aceras llenas de gente y tan iluminadas como los escaparates de su infancia, lo hacían sentirse también incómodo; torpe y fuera de lugar como un pato lejos del agua, o como aquel tipo de Rosario, tan callado como los otros dieciocho que estaban más callados todavía. El mundo era una estructura muy compleja que únicamente podía contemplarse desde el mar; y la tierra firme sólo adquiría proporciones tranquilizadoras de noche, durante el cuarto de guardia, cuando el timonel era una sombra muda, y de las entrañas del barco llegaba la suave trepidación de las máquinas. Cuando las ciudades quedaban reducidas a pequeñas líneas de luces en la distancia, y la tierra era el resplandor trémulo de un faro entrevisto en la marejada. Destellos que alertaban, que repetían una y otra vez: cuidado, atención, manténte lejos, peligro. Peligro.
No vio esos destellos en los ojos de la mujer cuando regresó a su lado con un vaso en cada mano, entre la gente que se agolpaba en la barra de Boadas; y ése fue el tercer error de la noche. Porque no hay libros de faros y peligros y señales para navegar tierra adentro. No hay derroteros específicos, cartas actualizadas, trazados de veriles en metros o brazas, enfilaciones a tal o cual cabo, balizas rojas, verdes o amarillas, ni reglamentos de abordaje, ni horizontes limpios para calcular una recta de altura. En tierra siempre se navega por estima, a ciegas, y sólo es posible advertir los arrecifes cuando oyes su rumor a un cable de tu proa y ves clarear la oscuridad en la mancha blanca de la mar que rompe en las rocas a flor de agua. O cuando escuchas la piedra inesperada -todos los marinos saben que existe una piedra con su nombre acechándolos en alguna parte-, la roca asesina, arañar el casco con chirrido que hace estremecerse los mamparos, en ese momento terrible en que cualquier hombre al mando de un buque prefiere estar muerto.