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– Éste era el sitio -dijo Tánger.

Desde que estaban de nuevo solos, su actitud parecía distinta. Más relajada y natural, como si bajase una guardia imaginaria. Ahora conversaba parándose de vez en cuando para señalar este o aquel lugar, colgado del hombro el bolso y sujeto bajo el codo, oscilante la amplia falda azul con la cadencia de sus pasos, por los callejones de paredes arruinadas. Cuando se volvía a mirarla, él veía relucir la luz indecisa de las farolas en sus iris oscuros.

– Aquí estaba el castillo de Guardiamarinas -dijo ella.

Se habían detenido en una calle en cuesta que ascendía hacia el teatro romano y la antigua muralla, junto a unos muros arruinados en los que se apoyaban columnas de piedra, y dos arcos ojivales que no sostenían ya techo alguno. Había un tercer arco de medio punto algo más arriba, haciendo de embocadura a un estrecho callejón. Olía a aire salobre del mar cercano, que podía oírse batir las murallas tras los edificios, y también a piedra vieja, a orín y suciedad. Olía, se dijo Coy, como los viejos rincones de los puertos en decadencia, aquellos que aún no se hallaban iluminados por baterías de luces halógenas al extremo de torres de cemento, y por donde la tecnología y el plástico parecían haber pasado de largo, enquistándolos en tiempos muertos como el agua inmóvil al pie de los muelles, entre gatos y cubos de basura, faroles rojizos, puntas de cigarrillos en la sombra, botellas rotas en el suelo, cocaína a buen precio, mujeres a tanto el cuarto de hora, la cama aparte. Ni siquiera el puerto de Cádiz, al otro lado de la ciudad, tenía ya nada que ver con todo aquello, y los antiguos burdeles y pensiones eran ocupados ahora por bares y hostales respetables. No había mondas de plátano junto a los tinglados y las grúas, ni tripulantes borrachos que buscaban su barco al amanecer, ni patrullas de policía naval, ni marineros yankis apuñalados en una esquina. Esos escenarios quedaban desplazados a otros lugares del mundo, e incluso allí las cosas eran diferentes. Todavía quedaban sitios como Buenaventura, con sus calles estrechas, los puestos de frutas, el bar Bamboo, los burdeles y las mestizas con trajes tan ajustados y ligeros que parecían pintados sobre sus cuerpos. O Guayaquil, con sus cócteles de langostinos y las iguanas trepando por los árboles en el centro de la ciudad al ritmo de las campanadas de los cuatro relojes de la catedral, y las tediosas guardias nocturnas con una linterna y una pistola de bengalas al cinto en previsión de asaltos piratas. Pero ésas eran las excepciones. Ahora, en su mayor parte, los puertos estaban lejos del centro de las ciudades y se habían convertido en explanadas de aparcar camiones; los barcos amarraban las horas precisas para descargar contenedores, y los marineros filipinos y ucranianos se quedaban a bordo viendo la tele, para ahorrar.

– Por donde ahora tenemos los pies pasaba el primer meridiano de Cádiz -explicó Tánger-. No se situó aquí de modo oficial más que durante veinte años a partir de 1776, antes de desplazarlo a San Fernando; pero, desde mediados de siglo, en las cartas de navegación españolas sustituía oficiosamente al meridiano tradicional de la isla de Hierro, que los franceses ya habían cambiado por París y los ingleses por Greenwich… Eso significa que, si la longitud que aquella mañana establecieron a bordo del “Dei Gloria” se refería a este lugar, el bergantín se hundió a cuatro grados y cincuenta y un minutos de donde nos encontramos ahora. Si aplicamos las correcciones de las tablas de Perona, exactamente a cinco grados y doce minutos, longitud este.

– Trescientas doce millas -dijo Coy.

– Eso es.

Dieron unos pasos, internándose bajo el arco. Una farola con el cristal roto derramaba luz amarillenta sobre una ventana enrejada. Al otro lado, a cielo abierto, Coy pudo distinguir muñones de columnas y más ruinas. Todo tenía aspecto de desolación y abandono.

– Fue Jorge Juan quien fundó aquí el primer observatorio astronómico -dijo ella-. En un torreón hoy desaparecido que estaba ahí, en la esquina que ocupa ese colegio…

Había hablado en voz baja, como si el lugar la intimidara. O tal vez era la oscuridad apenas atenuada por la maltrecha farola.

– Este arco -prosiguió- es cuanto queda del viejo castillo. Lo construyeron sobre el recinto de un antiguo anfiteatro romano, y albergaba la Compañía de Guardiamarinas… Sus profesores y los encargados del observatorio eran marinos ilustrados, hombres de ciencia: Jorge Juan y Antonio de Ulloa habían publicado sus trabajos sobre la medición de un grado de meridiano en el Ecuador, Mazarredo era un excelente táctico naval, Malaspina estaba a punto de realizar su famoso viaje, Tofiño se disponía a levantar el atlas hidrográfico definitivo de las costas españolas -giró sobre sí misma, atenta a su alrededor, y la voz sonó entristecida-… Todo acabó en Trafalgar.

Se internaron un poco en el callejón. Había ropa blanca tendida arriba, entre los balcones, como sudarios inmóviles en la noche.

– Pero en 1767 -prosiguió Tánger- este lugar significaba

algo. Por aquel tiempo cerraron el colegio de navegación que tenían los jesuitas, y la biblioteca náutica del observatorio se enriqueció con sus libros y con otros comprados en París y Londres.

– Los libros de esta mañana -dijo Coy.

– Ésos. Los viste allí, en sus vitrinas. Tratados de navegación, astronomía y viajes. Libros magníficos que todavía esconden secretos.

Sus sombras se tocaban en la pared, entre los ladrillos desnudos y las viejas piedras. Una gota de agua de una sábana tendida cayó en la cara de Coy. Alzó el rostro y vio una estrella solitaria brillando intensamente en el rectángulo negro azulado del cielo. Por la hora y la posición calculó que podía tratarse de Régulus, las garras delanteras del León, que en esa época del año ya debía de haber cruzado el eje norte-sur.

– El castillo -seguía contando Tánger- estuvo ocupado por los guardiamarinas hasta que se trasladaron a la isla de León, hay San Fernando; pero el observatorio siguió en este lugar unos años más, hasta 1798. Entonces el meridiano de Cádiz dejó de pasar por aquí, desplazándose veinte kilómetros al este.

Coy tocó una pared. El yeso se deshizo entre sus dedos.

– ¿Qué pasó con el castillo?

– Se convirtió en cuartel, y luego en cárcel. Por fin lo demolieron, y de él sólo quedan un par de viejos muros y un arco… Este arco.

Habían vuelto sobre sus pasos y contemplaban de nuevo la bóveda oscura y baja.

– ¿Qué es lo que buscas? -dijo él.

Oyó su risa suave, muy queda, entre las sombras que le velaban la cara.

– Ya lo sabes. El “Dei Gloria”.

– No me refiero a eso. Ni tampoco a tesoros ni cosas así… Lo que pregunto es qué buscas tú.

Aguardó la respuesta, pero no se produjo. Ella callaba, inmóvil. Al otro lado del arco, los faros de un automóvil iluminaron un trecho de la calle antes de alejarse de nuevo. El resplandor recortó un momento su perfil en la pared sombría.

– Tú sabes lo que busco -dijo por fin.

– Yo no sé nada -suspiró él.

– Sabes. Te he visto mirar mi casa. Te he visto mirarme a mí.

– No juegas limpio.

– ¿Y quién lo hace?

Se había movido como si fuese a alejarse bruscamente; pero al fin se mantuvo quieta. Estaba a un paso, y casi podía sentir la tibieza de su piel.

– Hay una vieja adivinanza -añadió ella tras un silencio-…

¿Eres bueno descifrando adivinanzas, Coy?

– No mucho.

– Yo sí lo soy. Y ésta es una de mis favoritas… Hay una isla. Un lugar habitado sólo por dos clases de personas: caballeros y escuderos. Los escuderos mienten y traicionan siempre, y los caballeros nunca… ¿Comprendes la situación?

– Claro. Caballeros y escuderos. Lo entiendo.

– Bien. Pues un habitante de esa isla le dice a otro: “te mentiré y te traicionaré”… ¿Comprendes? Te mentiré y te traicionaré. Y la pregunta es si quien habla es caballero o escudero… ¿Tú qué opinas?

Se tocó la nariz, perplejo.

– No sé. Tendría que pensarlo despacio.

– Claro -ella lo observaba con fijeza-. Piénsalo.

Seguía muy cerca. Coy sintió hormiguear la punta de sus dedos. La voz le sonaba ronca: