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– ¿Qué quieres de mí?

– Que respondas a la adivinanza.

– No hablo de eso.

Tánger ladeó un poco la cabeza. Encogía los hombros.

– Quiero ayuda -apartó la vista-. No puedo hacerlo sola.

– Hay otros hombres en el mundo.

– Quizás -hizo una larga pausa-. Pero tú posees ciertas virtudes.

– ¿Virtudes? -la palabra lo desconcertaba. Intentó responder algo, mas encontró su mente en blanco-. Creo que…

Se quedó en eso, la boca entreabierta, frunciendo el ceño en las sombras. Entonces Tánger habló de nuevo:

– No eres peor que la mayor parte de los hombres que conozco.

Y tras una corta pausa añadió:

– … Y eres mejor que algunos de ellos.

No es ésta la conversación, pensó él, irritado. No era ésa la conversación que deseaba mantener en aquel momento. No lo era en absoluto; y en realidad, decidió, no quería mantener conversación alguna. Era mejor estar callado junto a ella, adivinando la tibieza de su carne moteada. Era mejor resguardarse a sotavento de los silencios; aunque ése, el del silencio, fuese un lenguaje que Tánger dominaba mucho más que él. Un lenguaje que ella hablaba desde hacía miles de años.

Se volvió, comprobando que lo observaba. Había dos reflejos azul marino en mitad de su rostro, bajo la mancha clara del cabello.

– ¿Y qué es lo que quieres tú, Coy?

– Tal vez te quiera a ti.

Sobrevino un largo silencio, y él descubrió que resultaba más fácil decirlo así, en aquella penumbra que velaba las caras y parecía que también velase las voces. Resultaba tan fácil que había escuchado sus propias palabras antes de pensar siquiera en pronunciarlas, y no sintió después más que un leve desconcierto de sí mismo. Un ligero rubor que sin duda Tánger no veía.

– Eres demasiado previsible -susurró ella.

Dijo aquello sin retroceder, firme incluso cuando lo vio moverse un poco hacia adelante y alzar despacio una mano hasta su rostro. Y luego pronunció su nombre igual que una advertencia; como una crucecita o una mota azul sobre el blanco de una carta náutica. Coy, dijo. Y luego repitió: Coy. Pero éste movió suavemente la cabeza, a un lado y otro, de un modo muy lento y muy triste.

– Iré contigo hasta el final -dijo él.

– Lo sé.

En ese momento, a punto ya de rozarle el cabello, miró por encima del hombro de ella, y se detuvo. Una silueta menuda y vagamente familiar se recortaba bajo el arco, al extremo del callejón. Estaba allí de pie, tranquila, esperando. Entonces los faros de otro automóvil iluminaron fugazmente la calle, la sombra osciló bajo el arco de pared a pared, y Coy reconoció sin dificultad al enano melancólico.

VII. EL DOBLÓN DE AHAB

Eso dirán en la resurrección, cuando lleguen a pescar este viejo mástil y encuentren un doblón de oro metido en él.

Hermann Melville.

“Moby Dick”

Cuando el camarero del bar-restaurante Terraza puso la cerveza sobre la mesa, Horacio Kiskoros se la llevó a los labios y dio un prudente sorbo, mirando de reojo a Coy. La espuma le blanqueaba el bigote.

– Tenía sed -dijo.

Después echó un vistazo satisfecho a la plaza. La catedral estaba ahora iluminada, y sus torres blancas y la gran cúpula del crucero destacaban en la oscuridad del cielo. Todavía quedaba gente paseando bajo las palmeras o sentada en las terrazas próximas. Un grupo de jóvenes bebía cerveza y tocaba la guitarra en la escalinata, bajo la estatua de fray Domingo de Silos. La música parecía interesar a Kiskoros, que de vez en cuando observaba al grupo y movía la cabeza, el aire nostálgico.

– Una noche magnífica -añadió.

Coy conocía su nombre desde hacía sólo un cuarto de hora, y resultaba difícil creer que estuviesen allí sentados los tres, bebiendo como viejos amigos. En ese breve espacio de tiempo, el enano melancólico había adquirido nombre, origen y carácter propio. Se llamaba Horacio Kiskoros, era de nacionalidad argentina, y tenía, según dijo en cuanto le fue posible hacerlo, un asunto urgente que plantear a la dama y al caballero. Todos esos detalles no surgieron de inmediato, pues su aparición inesperada bajo el arco de los Guardiamarinas precedió a una reacción de Coy que hasta el más favorable testigo habría calificado de violenta. Para ser exactos, cuando la oscilación de la sombra bajo los faros del automóvil le permitió reconocer al personaje, se había ido derecho a él sin más trámite, sin vacilar; ni siquiera cuando oyó a Tánger pronunciar su nombre a la espalda.

– Coy, por favor -llamaba ella-. Espera.

No esperó. En realidad no deseaba esperar, ni saber por qué diablos debía esperar, sino hacer exactamente lo que hizo: caminar ocho o diez pasos bombeando adrenalina, respirar hondo de camino unas cuantas veces, agarrar al otro por las solapas y llevárselo a rastras contra la pared más próxima, a la luz amarilla de la farola. Necesitaba con urgencia hacer eso, y no otra cosa. Necesitaba machacarle la cara a puñetazos antes de que se esfumara igual que en la gasolinera de Madrid. Por eso, ignorando las palabras de Tánger, obligó al otro a levantarse de puntillas, casi perdido el contacto con el suelo, y aplastándolo contra la pared con una mano levantó la otra, cerrado el puño, dispuesto a estrellárselo en la cara. Una cara donde, entre el brillo del pelo engominado hacia atrás y el espeso bigote negro, un par de ojos oscuros y saltones lo estudiaban con fijeza. Ya no parecían los de una ranita simpática. Había sorpresa en aquellos ojos, pensó. Incluso un apenado reproche.

– ¡Coy! -volvió a llamar ella.

Oyó el clic de la navaja automática abajo, a la izquierda, y al mirar vio el reflejo de acero desnudo junto a su costado. Un desagradable cosquilleo recorrió sus ingles: una puñalada de abajo arriba, a esa distancia, era la peor forma de terminar aquello. En semejante postura, suponía el argumento definitivo para soltar amarras sin viaje de vuelta. Pero a Coy ya habían querido apuñalarlo otras veces; de modo que, por instinto, antes siquiera de verse reflexionando sobre eso, hurtó el cuerpo y dio un manotazo en el brazo del otro, como si hubiera salido una cobra de su bolsillo.

– Ven aquí, cabrón -dijo.

Manos desnudas frente a la navaja; aquello sonaba bien. Por supuesto que jugaba de farol, pero estaba lo bastante irritado para sostenerlo. Se había quitado la chaqueta al modo que una vez, en Puerto Príncipe, le enseñó el Torpedero Tucumán: enrollándosela con un par de vueltas en torno al brazo izquierdo, y aguardaba a su adversario ligeramente encorvado el cuerpo hacia adelante, el brazo con la chaqueta extendido para protegerse el vientre, y el otro listo para golpear. Estaba furioso, y sentía los músculos de los hombros y la espalda anudados, tensos, duros de sangre batiendo rápida y acompasada en su interior. Como en los viejos tiempos.

– Ven aquí -repitió-. Para que te rompa los cuernos.

El otro sostenía la navaja y no le quitaba la vista de encima, pero parecía desconcertado. Con su baja estatura, el pelo y la ropa descompuestos en la escaramuza y empalidecido por aquella luz amarilla, se situaba a medio camino entre lo siniestro y lo grotesco. Sin navaja, decidió Coy, no tendría ni media hostia. Vio cómo el fulano se arreglaba un poco la chaqueta, tironeando el faldón, antes de pasarse una mano por el pelo, alisándolo hacia atrás. Después se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro, irguió un poco el cuerpo y bajó la mano armada.

– Negociemos -dijo.

Coy calculó distancias. Si lograba acercarse lo bastante para darle una patada en la entrepierna, el enano iba a negociar con su puta madre. Se movió un poco hacia un lado, y el otro retrocedió un paso, prudente. La hoja metálica seguía reluciendo en su mano.

– Coy -dijo Tánger.

Se había acercado por detrás y ahora estaba a su lado. La voz sonaba serena.

– Lo conozco -añadió ella.

Coy asintió con un gesto breve de la cabeza, sin dejar de vigilar al otro, y en el mismo instante lanzó la patada que estaba preparando y que el de la navaja sólo encajó a medias, pues previno el movimiento a la mitad y se estaba apartando para eludirla. Aun así resultó alcanzado en una rodilla y trastabilló, antes de girar sobre sí mismo y apoyarse en la pared. Entonces Coy aprovechó para ir sobre él, primero con el brazo envuelto en la chaqueta por delante, luego con un puñetazo que alcanzó al adversario en la base del cuello, haciéndolo caer de rodillas.