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– ¡Coy!

El grito aumentó su cólera. Tánger quiso agarrarlo por un brazo y él se sacudió, violento. Al carajo. Alguien tenía que pagar, y aquel tipo era la persona adecuada. Después ella podría dar cuantas explicaciones quisiera: unas explicaciones que no estaba seguro de querer oír. Mientras luchara no habría oportunidad de palabras; así que le tiró una segunda patada al fulano; pero el otro se revolvió en un palmo de terreno, y Coy sintió la navaja rozarle como un rayo el brazo envuelto en la chaqueta. Había infravalorado al enano, comprendió de pronto. Era rápido, el tío. Y muy peligroso. De modo que retrocedió dos pasos y se tomó un respiro, considerando la situación. Tranquilo, marinero. Serénate, o ni siquiera el bote de espinacas te sacará de ésta. No importa la estatura: cualquier tipo, por bajito que sea, es bastante alto para seccionar una arteria. Y además, en cierta ocasión había visto a un enano de verdad, uno auténtico, escocés, enganchado con los dientes a la oreja de un estibador enorme que corría dando alaridos por el muelle de Aberdeen sin podérselo quitar de encima, como si fuera una garrapata. Así que mucho tiento, se dijo. No hay enemigo pequeño ni puñalada que no joda. Respiraba sofocado, y entre inhalación y exhalación escuchaba el resuello agitado del otro. Entonces lo vio alzar la navaja, como para mostrársela, y levantar también despacio la zurda, la palma abierta, el gesto conciliador.

– Traigo un mensaje -dijo el enano.

– Pues te lo puedes meter en el ojete.

El otro movió un poco la cabeza. No me has entendido bien, decía el gesto.

– Un mensaje del señor Palermo.

Así que era eso. Reunión de viejos conocidos. El club social de los buscadores de naufragios al completo. Aquello explicaba unas cuantas cosas y oscurecía otras. Inspiró aire una, dos veces, y dio un paso hacia su adversario, el puño otra vez listo para golpear.

– Coy.

De pronto Tánger se interponía cerrándole el paso, y lo miraba con fijeza. Estaba muy seria; dura y firme como no la había visto nunca. Coy abrió la boca para protestar; pero se quedó así, contemplándola estúpidamente. Abrumado de pronto. Indeciso, porque ella le tocaba la cara como quien intenta tranquilizar a un animal furioso, o a un niño fuera de sí. Y, por encima del hombro de la mujer, tras las puntas doradas de su cabello, vio que el enano melancólico cerraba la navaja.

Coy no tocó su cerveza. Con la chaqueta sobre los hombros, las manos en los bolsillos y recostado en el respaldo de la silla, miraba beber al hombre sentado frente a él.

– Tenía mucha sed -repitió el otro.

En el camino desde el callejón hasta la plaza, después que Tánger hubiera sujetado a Coy hasta lograr serenarlo y él terminase por acceder mecánicamente, con la sensación de estar moviéndose en una niebla irreal, el enano melancólico se había alisado de nuevo el pelo y retocado la indumentaria. Aparte de un leve desgarro en el bolsillo superior de la americana, que había descubierto con ojos doloridos y una mueca acusadora, volvía a tener una apariencia respetable, siempre algo excéntrica, con aquel aspecto meridional y estrafalariamente inglés.

– Traigo una propuesta del señor Palermo. Una propuesta razonable.

Su acento porteño era tan intenso que parecía adrede. Horacio Kiskoros, había dicho cuando las aguas volvieron a su cauce. Horacio Kiskoros, a su servicio. Esto último subrayado con una leve inclinación de cabeza, en un tono cortés desprovisto de ironía, cuando él y Coy estaban recobrando aliento tras la refriega. Se expresaba en el español concienzudo y algo anacrónico hablado por ciertos hispanoamericanos, con palabras que a este lado del Atlántico hacía tiempo que estaban fuera de uso. Utilizaba mucho señor, y disculpe, y sería tan amable de. El caso es que había dicho eso: a su servicio, mientras se repasaba la ropa descompuesta y ajustaba la pajarita que los zarandeos le habían torcido a un lado del cuello. Bajo la americana llevaba unos curiosos tirantes con franjas verticales: dos azules a los lados y una blanca en el centro.

– El señor Palermo quiere llegar a un acuerdo.

Coy se volvió a Tánger. Había caminado con ellos callada todo el tiempo, y ahora seguía sin pronunciar palabra. Evitaba, comprobó él, mirarlo a la cara que sólo unos minutos antes le había tocado por primera vez; quizá para no verse obligada a dar explicaciones ineludibles.

– Un acuerdo -matizó Kiskoros en términos razonables para todos -estudió a Coy e hizo un gesto hacia arriba con el pulgar, señalándose la nariz para recordarle la escena del Palace-. Sin rencores.

– No hay ninguna razón para acordar nada con nadie.

Ella había hablado por fin. Tan fría, observó Coy, como si la voz se le filtrara entre cubitos de hielo. Miraba directamente a los ojos saltones y tristes de Kiskoros, con la mano derecha apoyada en la mesa; el reloj de acero daba una insólita apariencia masculina a los dedos largos, de uñas irregulares y cortas.

– Él no lo cree así -respondió el argentino-. Dispone de recursos de los que ustedes carecen: medios técnicos, experiencia… Plata.

Un camarero trajo una fuente con calamares a la romana y huevas de pescado fritas, y el enano melancólico le dio las gracias con mucha educación.

– Bastante plata -repitió, comprobando el contenido de la fuente con interés.

– ¿Y qué espera a cambio?

Kiskoros había cogido un tenedor y pinchaba delicadamente un aro de calamar.

– Usted ha investigado mucho -masticó el bocado con deleite, hasta que dejó de tener la boca llena-. Posee datos valiosos, ¿verdad?… Detalles que el señor Palermo no ubica del todo. Eso le ha hecho pensar que una asociación sería bien piola para ambas partes.

– No me fío de él -dijo Tánger.

– Tampoco él se fía de usted. Podrán combinarse.

– Ni siquiera sabe qué estoy buscando.

Kiskoros parecía tener apetito. Había probado suerte con las huevas, y ahora volvía a los calamares entre sorbo y sorbo de cerveza. Se volvió un instante a medias, escuchando la música de guitarra que venía de la escalinata de la catedral, y después sonrió, complacido.

– Quizá conozca más de lo que cree -dijo-. Pero esos detalles deben discutirlos con él. Yo sólo soy un mensajero, como usted sabe.

Coy, que hasta entonces no había abierto la boca, se dirigió a Tánger.

– ¿Desde cuándo conoces a este tío?

Ella tardó tres segundos exactos en volver el rostro hacia él. La mano sobre la mesa había cerrado los dedos. La retiró despacio, llevándola al regazo, sobre la falda.

– Desde hace tiempo -dijo con mucha calma-. La primera vez que Palermo me amenazó, él lo acompañaba.

– Es cierto -confirmó Kiskoros.

– Lo ha estado usando para presionarme.

– Eso también es cierto.

Coy hizo caso omiso del argentino. Seguía pendiente de ella.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

El suspiro de Tánger apenas fue audible.

– Tú aceptaste jugar según mis reglas.

– ¿Qué otras cosas no me has dicho?

Ella contempló la mesa, y luego la plaza. Por fin se volvió de nuevo hacia Kiskoros.

– ¿Qué propone Palermo?

– Una entrevista -el argentino observó a Coy antes de proseguir, y éste creyó detectar un toque burlón en sus ojos de rana-. Negociar. En los términos que usted considere adecuados. Él se encuentra estos días en su oficina de Gibraltar -sacó del bolsillo una tarjeta, alargándosela por encima de la mesa-. Pueden ubicarlo allí.

Coy se levantó. Dejó la chaqueta colgada del respaldo, y sin volverse al uno ni a la otra anduvo por la plaza, en dirección a la escalinata de la catedral. Le ardía el cerebro, y crispaba, encolerizado, los puños en los bolsillos. Sin proponérselo anduvo cerca del grupo de chicos que tocaban la guitarra; se pasaban entre ellos una botella de cerveza. Había dos jovencitas y cuatro muchachos, con aspecto de estudiantes. El de la guitarra era flaco y guapo, flamenco, con un cigarrillo consumiéndosele en un extremo de la boca; una de las chicas seguía el compás de la música con movimientos de cintura, apoyada en su hombro. La otra se fijó en Coy, sonriéndole. Los demás lo observaron con recelo cuando ella le pasó la botella. Bebió un trago, dio las gracias y se quedó allí cerca, secándose la boca con el dorso de la mano, sentado en un peldaño de la escalinata; escuchando la música. El guitarrista era torpe, pero la melodía sonaba bien a aquellas horas de la noche, en la plaza medio vacía, con las palmeras y la catedral iluminada sobre sus cabezas. Miró el suelo. Tánger y Kiskoros habían dejado la mesa del bar y se acercaban. Ella traía en los brazos, doblada, la chaqueta de Coy. Menuda mierda, pensó él. Estoy metido hasta el cuello en esta mierda.