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– Bonita ciudad -dijo Kiskoros, observando a los jóvenes con una sonrisa-. Me recuerda Buenos Aires.

Tánger estaba callada, en pie junto a Coy. Éste no se levantó.

– Creo que es usted marino, ¿verdad? -prosiguió el otro-… Yo también lo fui. Armada argentina. Suboficial retirado Horacio Kiskoros -fruncía el ceño con nostalgia, como atento a un sonido lejano y familiar que se le escapase-… También estuve en Malvinas, con los buzos tácticos.

– ¿Y qué coño haces tan lejos?

Los ojos saltones intensificaron su melancolía. El tipo se había metido una mano en el bolsillo del pantalón, mostrando un poco los tirantes, y de pronto Coy comprendió lo que significaban aquellas franjas azules y blanca: la bandera argentina. Aquel hijo de puta llevaba unos tirantes con la bandera argentina.

– Algunas cosas cambiaron en la patria.

Se había sentado junto a Coy, en el mismo peldaño de la escalinata; antes de hacerlo retiró un poco hacia arriba las rodilleras del pantalón, con mucho cuidado, para no abolsar la raya.

– ¿Oyó hablar de la guerra sucia?

Coy hizo una mueca sarcástica.

– Claro. Los tupamaros, y todo eso.

– Los montoneros -Kiskoros puntualizaba alzando un dedo-. Los tupamaros eran en Uruguay.

Lo oyó suspirar, evocador. Imposible establecer si lamentaba o añoraba aquello.

– El caso -añadió al cabo de un momento- es que había una guerra en la Argentina, aunque no fuese oficial. ¿Comprende?… Yo cumplí con mi laburo. Y eso hay quien no lo admite.

– A mí qué me cuentas -dijo Coy.

Kiskoros no parecía desanimarse por la actitud de su interlocutor.

– Me vi obligado a viajar -prosiguió-. Ya dije que tenía currículo como buzo… Conocí al señor Palermo durante los trabajos de rescate del “Agamemnon”, el barco de Nelson que se hundió en el Plata.

Coy se volvió, con dureza.

– Tu vida me importa un huevo.

Los ojos de ranita parpadearon, dolidos.

– Bueno, señor. Recién hace un rato, en aquel callejón, estuve a punto de matarlo a usted. Creí que…

– Anda y que te follen.

Kiskoros se quedó callado, rumiando la grosería. Coy se puso en pie. Tánger estaba frente a él, observándolo.

– Mató a “Zas” -dijo ella.

Hubo un largo silencio, mientras Coy evocaba en su brazo el aliento cálido del labrador. Entrevió -apenas había transcurrido una semana- su trufa húmeda y su mirada fiel. Después se interpuso, sombría, la imagen del perro inmóvil sobre la alfombra, los ojos vidriosos y entreabiertos. Aquello lo hizo removerse por dentro; sintió una extraña congoja y oteó alrededor, incómodo, las luces de la catedral y las farolas encendidas. A su lado, las notas de guitarra parecían deslizarse por los peldaños de la escalinata. La jovencita que antes había sonreído besaba a uno de los chicos. Otro puso la botella de cerveza en el suelo.

– Pues sí -Kiskoros se levantaba también, sacudiéndose los pantalones-. Y crea que lo lamento, señor. Aprecio… Se lo aseguro. Aprecio a los animales domésticos. Incluso tuve un dóberman.

Sobrevino más silencio. El argentino puso cara de circunstancias.

– A mi modo -insistió- sigo siendo un milico, ¿comprenden?… Tenía órdenes. Y eso incluía la casa de la señora.

Componía un rictus triste, en plan háganse cargo y todo eso.

“Mendieta”, dijo de pronto. Mi perro se llamaba “Mendieta”. Mientras tanto, Coy le echaba un vistazo a la botella que seguía cerca de sus pies, en la escalinata. Por un segundo se vio calculando las posibilidades de rompérsela al otro en la cara. Al levantar la vista encontró los ojos melancólicos del argentino.

– Es usted impulsivo, me parece -dijo Kiskoros en tono amable-. Eso trae problemas. La señora, en cambio, parece más dulce de carácter. De cualquier manera, no es bueno que una dama ande en estos quilombos… Recuerdo un caso en Buenos Aires. Una montonera mató a dos de mis compañeros cuando fuimos a buscarla. Esa mina se defendió como una loba, y sólo pudimos ultimarla tirándole granadas. Luego resultó que tenía un bebito oculto bajo el colchón de la cama…

Hizo una pausa y chasqueó la lengua, evocador. Bajo el bigote porteño apuntaba una mueca que tal vez fuera una sonrisa.

– Hay mujeres muy hombres, se lo aseguro -prosiguió-. Aunque luego, en la Esma, se ablandaban mucho: ya sabe a qué me refiero -analizó a Coy con atención-… No, creo que no lo sabe. Regio. Tal vez sea mejor así.

Los ojos de Coy se encontraron con los de Tánger, pero los de ella miraban sin ver, igual que si acabaran de contemplar horrores remotos. Al cabo de unos instantes parecieron enfocar la realidad, volviendo en sí, y en ellos quedó un vacío oscuro. La vio apretar contra el pecho su chaqueta, como si de pronto sintiera frío.

– La Esma -dijo ella- era la Escuela de Mecánica de la Armada… El centro de tortura de la Marina, durante la dictadura militar.

– Sí -concedió Kiskoros, oteando alrededor con aire distraído-. Me temo que algunos giles lo llaman de ese modo.

La batería de Shelly Manne había introducido suavemente “Man in Love”, y Eddie Heywood entraba ya al piano como primer solo. De pie, el torso desnudo, apoyado en la ventana abierta de su habitación del hotel de Francia y París, Coy adelantaba en su mente los compases de la melodía. Llevaba puestos los auriculares y movía un poco la cabeza al confirmar un pasaje esperado y grato. Tres pisos más abajo, la pequeña plaza estaba en sombras, apagadas las dos grandes farolas centrales, oscuras las copas de los naranjos, recogido el toldo del café Parisien. Todo parecía desierto, y se preguntó si Horacio Kiskoros seguiría rondando por allí. Pero en la vida real también los malos descansan, pensó. En la vida real no ocurre como en las novelas y en las películas. Quizá en ese momento el argentino roncaba a pierna suelta, en algún hotel o pensión cercana, con sus tirantes cuidadosamente colgados en una percha. Soñando con tiempos felices de bife de chorizo, Corrientes 348 y corrientes de 1.500 voltios a 50 ciclos en sótanos de la Esma.

Dong-dong, dong. Terminaba el segundo solo, el del bajo, y Coy aguardó expectante la entrada del tercero, el saxo tenor de Coleman Hawkins, que era lo mejor de aquella pieza con sus tiempos medios y rápidos, fuerte-ligero, fuerteligero, y las correspondientes sorpresas rítmicas cuando esa cadencia se rompía de modo esperadamente inesperado. “Man in Love”. Acababa de caer en la cuenta del título, y eso lo hizo sonreír a las sombras de la plaza antes de echar un vistazo hacia el techo. Tánger estaba allí, en el cuarto piso, en la habitación que quedaba exactamente sobre la suya. Tal vez dormía, y tal vez no. Quizás estaba como él, despierta ante la ventana, o sentada ante la mesa con sus notas, revisando las informaciones que les había proporcionado Lucio Gamboa. Considerando los pros y los contras de la propuesta de Nino Palermo.

Habían hablado antes. Lo hicieron largamente después que Horacio Kiskoros los despidiera con un ‘hasta la vista’ que habría sonado amistoso en quien desconociese la parte de sus antecedentes que ahora conocía Coy. Lo habían dejado viéndolos irse con sus ojillos equívocos de ranita melancólica; y cuando estaban a punto de abandonar la plaza todavía seguía en el mismo sitio, inmóvil ante la catedral, como un turista noctámbulo e inofensivo. Coy se había vuelto a mirar atrás, y luego alzó el rostro para leer el rótulo de la calle por la que se encaminaban: calle de la Compañía. En aquella ciudad, se dijo, todo eran señales y símbolos y marcas, lo mismo que en las cartas náuticas. La diferencia estribaba en que éstas, las que se referían al mar, eran mucho más precisas, con sus veriles coloreados y sus escalas de millas en los márgenes, en lugar de piedras viejas y encuentros en apariencia inesperados y rótulos con singulares nombres de calles en las esquinas. Sin duda señales y peligros estaban en ellas a la vista, como en las cartas impresas sobre papel; pero aquí siempre faltaban códigos para interpretarlas.