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VIII. EL PUNTO DE ESTIMA

Se llama punto de estima

a aquel en que resulta se

halla la nave por un juicio

prudente, o por datos en que

cabe mucha incertidumbre.

Gabriel Ciscar.

“Curso de navegación”

Relucían los pulidos cañoncitos de la plaza. La terraza del Ungry Friar estaba llena de gente, y había grupos de turistas anglosajones fotografiando el relevo de la guardia en el Convento, visiblemente encantados de que Britania aún tuviera colonias desde donde gobernar los mares. Bajo la bandera que ondeaba perezosa en el mástil, un centinela permanecía firme como una estatua, cuadrado con su fusil Enfield en la arcada gótica, fiel a la escena y al decorado, mientras el sargento encargado del relevo le voceaba las órdenes reglamentarias en jerga castrense, a grito pelado, a un palmo de la cara: consigna, santo y seña y cosas así. Hasta la última gota de tu sangre, e Inglaterra espera que cumplas con tu deber, supuso Coy, que los observaba. Después estiró las piernas bajo la mesa antes de inclinarse a apurar el resto de su vaso de cerveza y mirar hacia arriba guiñando los ojos. El sol rondaba su cénit y hacía mucho calor, pero en lo alto del Peñón el penacho de nubes empezaba a deshacerse: el viento había rolado de levante a poniente, y en un par de horas la temperatura sería más soportable. Pagó la cerveza y se puso en pie, cruzando entre la gente que llenaba la plaza, hacia la esquina de Main Street. Sudoroso, enfocado por docenas de cámaras de vídeo y objetivos fotográficos, el sargento seguía dándole tremendas voces marciales al impasible centinela. Mientras se alejaba de allí, Coy hizo una mueca guasona para sus adentros. Esta mañana, se dijo, le ha tocado hacer guardia al sordo.

Anduvo por la calle principal de Gibraltar, con la multitud que deambulaba ante la sucesión de comercios: pijamas chinos, camisetas con imágenes del Peñón y de los monos, mantillas, radios, licores, cámaras fotográficas, perfumes, porcelanas de Lladró y Capodimonte, cabezas reducidas de cerámica Bossom. Coy había amarrado en Gibraltar en otro tiempo, cuando la colonia británica era todavía un puerto convencional, chapado a la antigua, base de contrabandistas de tabaco y de hachís marroquí a través del Estrecho, y aún no se había convertido en colmena turística y retaguardia financiera de los traficantes de droga a gran escala y de los miles de ingleses afincados en la Costa del Sol. En realidad, cualquier sitio próximo al Mediterráneo era, a aquellas alturas, un desafuero turístico; pero en Gibraltar, junto a las hamburgueserías y los restaurantes de comida rápida y bebida en vasos de plástico, los comercios propiedad de hindúes y hebreos alternaban a lo largo de Main Street con fachadas de bancos y casas de discretas chapas atornilladas junto a la puerta, bufetes de abogados, sociedades inmobiliarias, sociedades export-import, sociedades anónimas, sociedades limitadas, sociedades fantasmas -había más de diez mil registradas allí-, donde se blanqueaba dinero español e inglés y se hacía todo tipo de negocios. La bandera azul con estrellas de la Comunidad Europea ondeaba en la frontera, turismo y triquiñuelas de paraíso fiscal habían desplazado al contrabando como fuente principal de ingresos, leguleyos jóvenes que hablaban perfecto inglés con acento andaluz tomaban el relevo a los capos mafiosos locales, y la vieja chusma de toda la vida, lobos de mar con aros de oro en las orejas y brazos tatuados, última escoria pirata del Mediterráneo occidental, languidecía en cárceles españolas o marroquíes, servía hamburguesas en los McDonald.s o haraganeaba en el puerto, mirando con añoranza las quince millas que separaban Europa de África; distancia que una década atrás, en las noches sin luna, cruzaba con fuerabordas de 90 caballos que hacían planear sus Phantom pintadas de negro a cuarenta nudos sobre las olas, entre Punta Carnero y Punta Cires.

Coy caminó por la acera que más sombra ofrecía, con la camisa pegada a la espalda por el sudor, mirando los números de las casas. Tánger había cumplido su palabra, al menos en parte. Entre Cádiz y Gibraltar, mientras él conducía el Renault de alquiler por las vueltas y revueltas de la carretera que remontaba las alturas de Tarifa y los acantilados sobre el Estrecho, ella terminó de contar la historia de los jesuitas y el “Dei Gloria”. O al menos la porción de historia que creía conveniente darle a conocer: por qué el bergantín viajó a América y por qué regresaba de La Habana.

– Querían parar el golpe -resumió.

Después, con los ojos fijos en la carretera, expuso su teoría en honor de Coy. El gabinete de la Pesquisa Secreta no fue tan secreto, después de todo. Hubo una filtración, un indicio de lo que se preparaba. Tal vez los jesuitas tenían allí un informador, o intuyeron la maniobra.

– De todos los miembros del gabinete -explicó Tánger-, sólo uno de ellos no era “tomista” puro: el conde de Aranda podía ser considerado, si no “amigo del cuarto voto”, sí más favorable a los ignacianos que los radicales Roda, Campomanes y los otros. Quizá fue él mismo quien dejó caer las palabras oportunas en el oído de su contertulio, el padre Nicolás Escobar… No debió de pasar de una confidencia, o una palabra. Pero entre aquella gente hecha de astucias y diplomacias, hasta un silencio podía leerse como un mensaje.

Tánger calló unos instantes, dejando a Coy el trabajo de imaginar época y personajes. Su mano izquierda descansaba encima de la rodilla izquierda, sobre la falda de algodón azul, a escasos centímetros del cambio de marchas. Coy la rozaba a veces, al pasar de cuarta a quinta en las rectas, o cuando reducía antes de girar el volante.

– Y entonces -prosiguió ella- la dirección de los jesuitas españoles ideó un plan.

Volvió a callar de nuevo, con aquello en el aire. Debería escribir novelas, pensó él, admirado. Maneja como nadie los puntos suspensivos. Y además, no sé lo que habrá de real en sus certezas, pero nunca vi a nadie afirmarlas con ese aplomo. Sin contar el modo de soltar sedal poco a poco: lo justo de flojo para que no escape el pez, lo justo de tenso para que se mantenga enganchado hasta clavarle un arpón en las agallas. -continuó al fin Tánger que ni siquiera garantizaba el éxito… Pero que se basaba en el conocimiento de la condición humana y de la situación política española. Por supuesto, también en el conocimiento de Pedro Pablo Abarca, duque de Aranda.

En pocas palabras, con el tono objetivo de quien enumera datos, sin apartar los ojos de la cinta de asfalto que parecía ondular ante ellos por efecto del calor, Tánger había definido al ministro de Carlos III: aristócrata con derechos de sangre, brillante carrera militar y diplomática, afrancesado por razones intelectuales y sociales, pragmático, ilustrado, enérgico, impetuoso, algo insolente. Una gran cabeza al frente del Consejo de Castilla y del gabinete para la Pesquisa Secreta. También amigo del lujo, de las carrozas caras con espléndido tiro y criados de librea, teatro y toros en coche descubierto, popular, ambicioso, derrochador, amigo de sus amigos. Rico, y sin embargo siempre necesitado de más fondos para sostener un alto tren de vida que a veces rozaba la extravagancia.

– Ésas eran las palabras -prosiguió Tánger-: Dinero y poder. Aranda resultaba sensible a ellas, y los jesuitas lo sabían. No en balde había sido su alumno, y era íntimo de sus dirigentes.

El plan, continuó ella, fue concebido con minuciosa audacia. El mejor barco de la Compañía, el más rápido y seguro, con su mejor capitán, zarpó secretamente rumbo a América. Llevaba al padre Escobar como pasajero. No había constancia oficial de su salida de Valencia, pues no se conservaron los documentos de embarque del “Dei Gloria” para esa etapa del viaje; pero el jesuita sí figuraba a bordo en el viaje de vuelta. Sus iniciales, con las del otro acompañante, el padre José Luis Tolosa, constaban en el manifiesto del bergantín -N. E. y J. L. T.- cuando salió de La Habana, el 1 de enero de 1767. Y con ellos traían algo: documentos, objetos. Claves para influir en la voluntad del conde de Aranda.

Con las manos en el volante, Coy rió bajito.