– Dicho en corto: querían comprarlo.
– O chantajearlo -repuso ella-. De una u otra forma, lo cierto es que la misión del “Dei Gloria”, del capitán Elezcano y de los dos jesuitas, era traer algo que cambiaría el curso de los acontecimientos.
– ¿De La Habana?
– Eso es.
– ¿Y qué pinta Cuba en todo esto?
– No lo sé. Pero allí embarcaron algo que podía convencer a Aranda para manipular la Pesquisa Secreta… Algo que detendría la tormenta que iba a descargar sobre la Compañía.
– Podría tratarse de dinero -opinó Coy-. El famoso tesoro.
Sonreía para quitar importancia a sus palabras, pero sintió un estremecimiento al pronunciar la palabra “tesoro”. Tánger seguía mirando al frente como una esfinge.
– Podría, en efecto -dijo ella al cabo de un instante-… Pero no siempre es dinero lo que anda de por medio.
– Y eso es lo que pretendes averiguar.
Continuaba volviéndose de vez en cuando para observarla, sin apartar del todo su atención de la carretera, antes de mirar de nuevo al frente. Ella mantenía los ojos fijos en el asfalto.
– Pretendo localizar el “Dei Gloria”, en primer lugar. Y luego, saber lo que transportaba… Lo que, por azar o por cálculo delos enemigos de la Compañía, nunca llegó a su destino.
Coy redujo la marcha ante una curva cerrada. Al otro lado de una acerca había toros de verdad, pastando bajo un cartel con un inmenso toro negro de mentira.
– ¿Quieres decir que ese jabeque corsario no apareció allí por casualidad?
– Cualquier cosa es posible. Tal vez el otro bando estaba al corriente de la operación y quiso adelantarse. Quizá el mismo Aranda jugaba con dos barajas… O, si el “Dei Gloria” traía algo utilizable contra él, pudo querer neutralizarlo.
– Pues según lo que sea, es posible que no resista dos siglos y medio en el fondo del mar. Lucio Gamboa dijo…
– Recuerdo perfectamente lo que dijo.
– Pues ya sabes. Tesoros, tal vez. Otra cosa, olvídate.
La carretera descendía ahora entre prados insólitamente verdes, antes de ascender de nuevo. Había un pueblo blanco arriba y a la derecha, colgado del pico de una montaña. Vejer de la Frontera, leyó Coy en un cartel indicador. Otra flecha señalaba hacia el mar: cabo Trafalgar, 16 kilómetros.
– Ojalá sea un tesoro -dijo-. Oro español. Plata en lingotes… Quizá ese Aranda era sobornable de verdad -se quedó un rato pensativo, mordiéndose el labio inferior-… ¿Cómo podríamos sacarlo sin que nadie se enterase?
Sonreía, divertido con la idea. El tesoro de los jesuitas. Barras de oro amontonándose en una bodega. Desembarcos nocturnos en una playa, entre el rumor de las piedras arrastradas por la resaca. Doblones, Deadman’s Chest y una botella de ron. Terminó riendo en voz alta. Tánger guardaba silencio, y él se volvió otras veces a mirarla, sin perder de vista la carretera por el rabillo del ojo.
– Seguro que ya tienes un plan -añadió-. Tú eres del tipo de gente que siempre tiene un plan.
Había rozado incidentalmente su mano al cambiar de marcha, y esta vez ella la retiró. Parecía irritada.
– Tú no sabes qué tipo de gente soy.
Él rió de nuevo. La idea del tesoro, de puro absurda, lo había puesto de buen humor. Rejuvenecía treinta años: Jim Hawkins le hacía muecas desde un estante lleno de libros, en la Posada del Almirante Benbow.
– A veces creo saberlo -dijo, sincero-, y a veces no lo sé. En cualquier caso, no te quito la vista de encima… Con tesoro o sin él. Y espero que hayas pensado en reservar mi parte. Socia.
– No somos socios. Trabajas para mí.
– Ah, coño. Lo había olvidado.
Coy silbó unos compases de ”Body and Soul”. Todo estaba en regla. Ella orquestaba el canto delas sirenas, el doblón de oro español relucía clavado en el mástil ante los ojos del marino sin barco, y mientras tanto el Renault alquilado dejaba atrás Tarifa, su viento perenne y las fantasmales aspas giratorias de sus torres de energía eólica. El motor se calentaba demasiado en las cuestas, así que se detuvieron en un mirador sobre el estrecho. El día era claro, y al otro lado de la franja azul divisaban la costa marroquí, y algo más lejos, a la izquierda, el monte Hacho y la ciudad de Ceuta. Coy observaba la lenta progresión de un petrolero que navegaba hacia el Atlántico: se había desviado un poco del dispositivo de separación de tráfico que regulaba en dos direcciones el paso, y sin duda tendría que alterar su rumbo para maniobrarle a un carguero que se acercaba por la proa, de vuelta encontrada. Imaginó al oficial de guardia en el puente -a esa hora sería el tercero de a bordo-, atento a la pantalla de radar, apurando hasta el último minuto por si tenía suerte y el otro se desviaba antes.
– Además, tú vas demasiado rápido, Coy. Yo nunca hablé de tesoros.
Había permanecido callada al menos cinco minutos. Ahora estaba fuera del coche, a su lado, mirando el mar y la cercana costa de África.
– Cierto -concedió él-. Pero se te acaba el tiempo. Tendrás que contarme el resto de la historia cuando estemos allí.
Abajo, en el Estrecho, la estela blanca del petrolero trazaba una leve curva hacia la orilla europea. El oficial de guardia había creído prudente darle resguardo al mercante próximo. Diez grados a estribor, calculó a ojo Coy. Ningún oficial tocaba las máquinas sino lo autorizaba el capitán; pero corregir diez grados y luego volver a rumbo resultaba razonable.
– Todavía -dijo ella en voz baja- no estamos allí.
Las oficinas de Deadman’s Chest Ltd. se hallaban en el número 42-2 de Main Street, en la planta baja de un edificio de aspecto colonial, con paredes blancas y ventanas pintadas de azul. Coy miró la placa atornillada en la puerta, y tras una breve vacilación pulsó el timbre que había debajo. No las tenía todas consigo, pero Tánger se negaba a entrevistarse con Nino Palermo en su despacho. Así que él estaba encargado de la misión exploratoria, y de establecer, si los signos eran favorables, una cita posterior aquel mismo día. Tánger le había dado instrucciones precisas, tan detalladas como para una operación militar.
– ¿Y si me parten la cara? -había preguntado, acordándose de la rotonda del Palace.
– Palermo antepone los negocios a las cuestiones personales -fue la respuesta-. No creo que pretenda ajustar cuentas. No todavía.
Así que allí estaba él, mirándose la cara mal afeitada en la placa de latón, aspirando aire como si se dispusiera a una zambullida peligrosa.
– Me espera el señor Palermo.
El bereber parecía peor encarado a la luz del día, al otro lado de la puerta abierta, con aquellos ojos fúnebres que diseccionaban a Coy, reconociéndolo, antes de hacerse a un lado para franquearle el paso. El vestíbulo era pequeño, forrado de maderas nobles, con algunos toques navales. Contenía una rueda de timón enorme, una escafandra de buzo, la maqueta de una trirreme romana en urna de cristal. También una mesa de diseño moderno que tenía al otro lado a la secretaria que Coy recordaba de la subasta de Barcelona y de la rotonda del Palace. También había una butaca y una mesita baja con las revistas “Yachting” y “Bateaux”, y una silla en un rincón. En lasilla estaba sentado Horacio Kiskoros.
No era una parroquia como para sonreír con el buenos días; así que Coy ni sonrió ni dijo buenos días, ni hizo otra cosa que permanecer quieto en el vestíbulo, a la expectativa, mientras el bereber cerraba la puerta a su espalda. Los tres pares de ojos fijos en él no transmitían excesivo calor humano. El bereber se le acercó por detrás, estólido, sin gestos amenazadores, y de modo mecánico y eficiente se inclinó hasta sus tobillos, haciéndole un rápido cacheo.
– Nunca lleva armas -adelantó Kiskoros desde su silla, en tono casi amable.
Y ahora es cuando empiezan a sacudirme, pensó Coy, recordando en sus costillas la sólida eficacia del bereber. Ahora empiezan a darme las mías y las del pulpo, tunda, tunda, hasta ponerme a punto para la parrilla, y me van a sacar de aquí, si es que salgo, con los dientes en un cucurucho hecho con papel de periódico. LDLDLT: Ley de Donde Las Dan Las Toman. Seguro que hasta ésa de las bragas negras me la tiene jurada.
– Vaya -dijo una voz.
Nino Palermo estaba en la puerta que acababa de abrirse al otro lado. Pantalón marrón, camisa a rayas azules con las mangas vueltas y sin corbata. Mocasines caros.