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– He de reconocer… -dijo, y observaba a Coy con sorpresa-. Por Dios. Tiene usted un par de huevos.

– ¿La esperaba a ella?

– Claro que la esperaba a ella.

La mirada bicolor del cazador de naufragios era adusta, con la fijeza de una serpiente. Coy observó que la nariz conservaba una leve hinchazón, con tenues cercos oscuros debajo de los ojos. Sintió a la espalda los pasos suaves del bereber y la ojeada que Palermo le dirigía sobre su hombro, y tensó involuntariamente los músculos. En la nuca, pensó. Ese cabrón me va a sacudir en la nuca.

– Pase -dijo Palermo.

Pasó, y su anfitrión cerró la puerta y fue a apoyarse en el borde de una mesa de caoba cubierta de libros, papeles y cartas náuticas llenas de anotaciones a lápiz que cubrió discretamente con el “Gibraltar Chronicle”. Había también, como pisapapeles, un lingote de plata antiguo, de un par de kilos. Coy se quedó de pie, mirando, por mirar algo que no fuese la cara de Palermo, el óleo colgado en la pared: una batalla naval entre un buque norteamericano y otro inglés. Dos fragatas cañoneándose con el aparejo destrozado. Tenía una placa en la parte inferior del marco. “Combate de la Java y la Constitución ”, leyó. El humo del cañoneo iba hacia el lado apropiado, acorde con las nubes, las olas y la orientación de las velas. Era un buen cuadro.

– ¿Por qué lo manda solo a usted?… Ella debería estar aquí.

El ojo verde y el ojo pardo lo observaban con más curiosidad que rencor. Coy no sabía a qué ojo dirigirse, así que terminó decidiéndose por el pardo. Le parecía menos inquietante.

– No se fía. Por eso he venido yo. Antes de verlo quiere saber qué pretende.

– ¿Está en Gibraltar?

– Está donde debe estar.

Palermo negó despacio con la cabeza. Había cogido una pequeña pelota de goma de encima dela mesa y la apretaba una y otra vez.

– Yo tampoco me fío de ella.

– Aquí nadie se fía de nadie.

– Usted es un… Por Dios -la mano izquierda, lastrada con los anillos y el enorme reloj de oro, tensaba a cada gesto los músculos del antebrazo-. Un idiota, eso es lo que es. Ella lo maneja como aun títere.

Coy seguía pendiente del ojo pardo.

– Métase en sus asuntos -dijo.

– Éste es mi asunto. Lo era, y sólo mío, hasta que esa zorra se entrometió. Mi buena voluntad…

– Deje de tocarme los cojones con su buena voluntad -Coy decidió pasar al ojo verde-. Vi lo que suena no le hizo al perro de ella.

Palermo dejó de abrir y cerrarla mano con la pelota y cambió de postura en el borde de la mesa. De pronto parecía incómodo.

– Le aseguro que yo, nunca… Por Dios. Horacio se extralimitó. Él está acostumbrado a modales… Allí, en Argentina… Bueno -se quedó mirando la pelota, como si de pronto le desagradara, y la dejó otra vez sobre la mesa, junto a un abrecartas de marfil cuyo mango era una mujer desnuda-. Creo que se le fue un poco la mano… Después hubo lo de Malvinas. Horacio salió en la portada de la revista “Time” con los ingleses prisioneros. Está muy orgulloso de esa portada, y siempre lleva encima una copia en color… Cuando la democracia, tuvo que… Imagine. Demasiada gente lo había reconocido, gracias a la dichosa foto, como el que les ponía electrodos en los genitales.

Se calló y después hizo un leve encogimiento de hombros, dando a entender que en aquella época Kiskoros no era asunto suyo. Coy asintió. El otro no le había ofrecido asiento, y seguía en pie.

– Y usted le dio trabajo.

– Era buen buzo -admitió Palermo-. Y ahí donde lo ve, tan pequeñito, un tío muy eficaz para cierta clase de… Bueno -volvió a cambiar de postura en el borde de la mesa, y tintinearon las cadenas de oro y las medallas-. Qué le voy a contar que usted no sepa. Además, siempre preferí contratara asalariados eficientes antes que a voluntarios entusiastas… Un mercenario al que pagas bien no te deja en la estacada.

– Depende de quién pague más.

– Yo pago más.

Hizo una pausa para contemplarse la moneda de oro que llevaba en el anillo de la mano derecha. Después la frotó con gesto maquinal contra la camisa.

– Horacio es un completo hijo de puta -prosiguió-. Un ex militar argentino de padre griego y madre italiana, que habla español y que se cree inglés… Pero es un hijo de puta muy correcto. Y a mí me gusta la gente correcta. Hasta tiene a su anciana madre en Río gallegos, y le manda dinero cada mes, a la viejita. Como en los tangos, ¿verdad?… Qué cosas.

Alzó unos milímetros la mano, como si fuera a tocarse la cara, pero detuvo el gesto apenas iniciado.

– Y en cuanto a usted…

Ahora el ojo pardo encerraba rencor, y el verde amenaza. Pero aquello duró sólo un instante.

– Escuche -prosiguió-. Todo esto se ha desbordado de un modo absurdo. Estamos llegando demasiado lejos, ¿vale?… Todos. Ella. Yo mismo, tal vez. Hasta Horacio mata perros, que ya es… Por Dios. El colmo. Y usted, desde luego. Usted…

El buscador de naufragios se quedó de nuevo en suspenso, intentando dar con un término que definiese el papel de Coy en aquel embrollo.

– Mire -había cogido una llave y abierto un cajón, sacando de él una moneda reluciente de plata que arrojó sobre la mesa-. ¿Sabe qué es eso?… Lo que en mi oficio llamamos un columnario: ocho reales de plata acuñados en Potosí en 1739 por orden del rey Felipe V… Tiene delante… Fíjese. Es una de las famosas ‘piezas de a ocho’ protagonistas de todas las historias de piratas y tesoros…

Sacó otra diferente, más grande, arrojándola junto a la anterior. Esta vez se trataba de una medalla conmemorativa: tres figuras, una de ellas arrodillada, con la inscripción: “The pride of Spain humbled by A. Vernon”. El orgullo de España humillado, tradujo Coy, tomándola entre los dedos. En el anverso, varios navíos y otra inscripción: “They took Carthagena April 1741”. Tomaron Cartagena-de Indias, -supuso Coy- en abril, etcétera. Puso la medalla en la mesa, junto a la pieza de a ocho.

– Era un farol, porque no la llegaron a tomar -explicó Palermo-. El almirante Vernon se retiró derrotado sin poder saquear la ciudad como pretendía… El supuesto arrodillado de la medalla es el español Blas de Lezo, que nunca llegó a arrodillarse, entre otras cosas porque era manco y cojo. Aun así defendió la ciudad con uñas y dientes, haciéndoles perder a los ingleses seis barcos y nueve mil hombres… Las medallas que Vernon traía ya acuñadas para el acontecimiento hubo que hacerlas desaparecer… Salvo las que se hundieron en la bahía. Difíciles de encontrar.

Metió la mano en el cajón y extrajo un puñado de monedas diversas, que sopesó antes de dejarlas caer otra vez con tintineo metálico. El oro y la plata relucían al derramarse entre sus dedos cargados de anillos.

– Yo saqué ésa de un barco inglés hundido -dijo el cazador de tesoros-… Ésa, éstas y muchas otras: piezas de plata de cuatro y ocho reales, columnarios, macuquinas, doblones de oro, lingotes, joyas… Soy un profesional, ¿comprende?… Conozco palmo a palmo los nueve kilómetros de estanterías que tiene el Archivo de Indias, y también los archivos del Almirantazgo inglés, el palacio de la Inquisición de Cartagena de Indias, Simancas, Viso del Marqués, Medina Sidonia… Y no estoy dispuesto a tolerar que un par de aficionados me… Por Dios. Revienten el trabajo de toda mi vida…

Cogió la pieza de a ocho y la medalla de Vernon, devolviéndolas al cajón. Su sonrisa era tan simpática como la de un tiburón blanco al que acabaran de contarle un chiste de náufragos.

– Por eso voy a ir hasta el final -anunció por fin-. Sin piedad y sin reparos. Voy a ir hasta… Se lo juro. Y cuando termine con esto, esa mujer… Ya verá. En cuanto a usted, debe de estar loco -cerró el cajón y se metió la llave en el bolsillo-. No tiene ni la más remota idea de las consecuencias.

Coy se rascó la cara sin afeitar.

– ¿Mandó a ese enano cabrón hasta Cádiz para hacernos venir y decirnos eso?

– No. Los hice llamar para proponerles un último arreglo. La última posibilidad. Pero usted…

Dejó sin terminar la frase, aunque estaba clara. No lo consideraba cualificado para esa negociación. Tampoco Coy se consideraba a sí mismo, y eso lo sabían ambos.

– Sólo he venido para ver cómo están las cosas -dijo-. Ella acepta que se vean.

Palermo entornó los ojos. Una luz de interés relucía tras sus párpados al acecho.