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– ¿Cuándo y dónde?

– Aquí en Gibraltar le parece bien. Pero no vendrá a la oficina. Prefiere un terreno neutral.

La escueta sonrisa mostró ahora un par de dientes muy sanos y blancos. El tiburón nadaba enaguas propias, pensó Coy. Olfateando.

– ¿Y qué entiende ésa por terreno neutral?

– El mirador del Peñón que da sobre el aeropuerto estaría bien.

Palermo reflexionaba.

– ¿Old Willis?… Por qué no. ¿A qué hora?

– Hoy, a las nueve.

El otro le echó un vistazo al reloj y meditó un poco más. La sonrisa cruel empezó a despuntar de nuevo.

– Dígale que estaré allí… ¿También irá usted?

– Lo sabrá cuando vaya.

Los ojos poco amistosos estudiaron a Coy de arriba abajo, y el cazador de tesoros se rió de formades agradable. No parecía impresionado en absoluto.

– Te crees un muchacho duro, ¿no es cierto?… -el brusco tuteo hacía el tono mucho más desagradable-. Por Dios. Eres un títere, como todos. Eso es lo que eres. Ellas nos usan como… Usar y tirar, eso es. Así lo hacen. Y tú… Conozco tu situación. Tengo medios para investigar… Bueno. Ya me entiendes. Conozco tu problema. Después de Madrid me ocupé de averiguarlo. Aquel barco en el Índico. Dos años de suspensión es mucho tiempo, ¿verdad? Yo, sin embargo… Quiero decir que tengo amigos con barcos que necesitan oficiales. Podría ayudarte.

Coy frunció el ceño. Todo aquello le causaba la impresión de un intruso revolviendo sus cajones. Volverse hacia la ventana y comprobar que alguien está allí, espiando.

– No necesito ayuda.

– Hum. Ya veo -Palermo lo observaba con mucha atención-. Pero no engañas a nadie, ¿sabes?… Debes de creerte un tipo original, pero… Por Dios. Te he visto ya cien veces antes. Entérate. A ver si te crees el único que leyó libros y fue al cine. Pero éstos no son los puertos de Asia, ni tú eres… Ni siquiera valdrías para una película mediocre. Peter O. Toole tenía mucha más clase. Y cuando ella… Bueno. Te dejará al garete, como esos barcos fantasmas saqueados y sin tripulantes… En esta novela no hay segundas oportunidades, a ver si te enteras. En este misterio del barco perdido, el capitán pierde el título definitivamente. Y la chica… Joder. Esa perra le escupe a la cara… No, no me mires así. No tengo dotes de adivino. Sólo ocurre que lo tuyo es tan elemental que da risa.

No se rió, sin embargo. Estaba sombrío, todavía en el borde de la mesa, con una mano a cada lado. Los ojos pardo y verde apuntaban más allá de Coy, absortos.

– Las conozco bien -dijo-. Zorras.

Ahora movía la cabeza. Estuvo así un poco, sin abrir la boca. Luego miró alrededor, como reconociendo el lugar en donde estaba. Su propio despacho.

– Juegan con armas -añadió- que nosotros incluso ignoramos que existen. Y son… Por Dios. Son mucho más listas que nosotros. Mientras pasábamos siglos hablando en voz alta y bebiendo cerveza, yéndonos a las Cruzadas o al fútbol con los amigotes, ellas estaban allí atrás, cosiendo, cocinando, observando…

El oro le tintineó mientras iba hasta un armarito y sacaba una botella de Cutty Sark y dos vasos anchos y chatos, de pesado cristal. Puso hielo de una cubitera, echó una generosa porción de whisky encada uno y volvió con ellos.

– Yo comprendo lo que te pasa -dijo.

Conservó un vaso en la mano y puso el otro en la mesa, ante Coy.

– Han sido y son todavía nuestros rehenes, ¿comprendes? -bebió un trago y luego otro, sin dejar de observarlo por encima del vaso-… Eso hace que su moral y la nuestra sean… No sé. Distintas. Tú y yo podemos ser crueles por ambición, por lujuria, por estupidez o ignorancia… Para ellas, sin embargo… Llámalo cálculo, si quieres. O necesidad… Un arma defensiva, a ver si me entiendes. Son malas porque se la juegan, y necesitan sobrevivir. Por eso pelean a muerte, cuando lo hacen. Esas putas no tienen retaguardia.

Había recuperado la sonrisa de escualo. Se apuntó una muñeca con el índice de la otra mano.

– Imagínate un reloj… Un reloj que sea preciso detener. Tú y yo lo pararíamos como cualquier hombre: dándole martillazos. La mujer no. Cuando tiene la oportunidad, lo que hace es desmontarte pieza a pieza. Sacarlo todo a la luz, de modo que nadie vuelva a ser capaz de recomponerlo. Que no vuelva a dar la hora jamás… Por Dios. Las he visto… Sí. Desmontan para siempre el mecanismo de hombres hechos y derechos con un gesto, una mirada o una simple palabra.

Bebió de nuevo, y torcía la boca al hacerlo. Una tintorera rencorosa. Sedienta.

– Ellas te matan y sigues andando y no sabes que estás muerto.

Coy reprimió el impulso de alargar la mano hacia el vaso que seguía intacto sobre la mesa. No por el simple hecho de beber, que era lo de menos, sino para hacerlo con el hombre que tenía delante. La Tripulación Sanders estaba demasiado lejos, el viejo ritual masculino lo tentaba, y después de todo, reflexionó, resultaba lógico que así fuera. En ese momento añoraba otra vez, desesperadamente, bares llenos de tipos que pronunciaban palabras incoherentes con la lengua entumecida por el alcohol, botellas vacías boca abajo en los cubos de hielo, mujeres que no soñaban con barcos hundidos o habían dejado de creer en ellos. Rubias que no eran jóvenes pero sí audaces, como en la canción del Marinero y el Capitán, bailando solas sin que les importara que se las echaran a suertes. Refugios y olvidos a tanto la hora. Mujeres sin fotos de niñas en marcos de plata, cuando la tierra firme se convertía en lugar habitable durante un rato, a modo de escala, esperando el momento de regresar, entre las grúas y los tinglados grises por la madrugada, hasta cualquier barco apunto de largar amarras, mientras los gatos y las ratas jugaban a las cuatro esquinas en el muelle. Bajé a tierra, había dicho una vez en Veracruz el Torpedero Tucumán.

Bajé a tierra y sólo llegué hasta el primer bar.

– A las nueve, en el mirador -dijo Coy.

Albergaba una furia desolada, incómoda, dirigida contra sí mismo. Apretó los dientes, sintiendo endurecérsele los músculos de las mandíbulas. Entonces giró sobre sus talones, encaminándose a la puerta.

– ¿Crees que te miento? -preguntó Palermo a su espalda-… Por Dios. Pronto verás… Maldita sea. Debiste seguir en el mar. Éste no es sitio para ti. Y lo pagarás, naturalmente -ahora su voz sonaba exasperada-. Todos pagamos tarde o temprano, y te llegará el turno. Pagarás por lo del Palace, y pagarás por no haber querido escucharme. Pagarás por haber creído en esa puta embustera. Y entonces ya no será cuestión de encontrar barco, sino de encontrar un agujero donde meterte… Cuando ella por su parte, y yo por la mía, hayamos terminado contigo.

Coy abrió la puerta. Sólo hay un viaje que harás gratis, recordó. El bereber estaba allí quieto y amenazador, cortándole el paso. La secretaria atisbaba curiosa desde su mesa, y al fondo, sentado en la silla, Kiskoros se pulía las uñas como si nada de aquello fuese con él. Tras consultar a su jefe, inquisitivo y silencioso, el bereber se hizo a un lado. Mientras cruzaba el vestíbulo camino de la calle, Coy todavía oyó las últimas palabras del cazador de tesoros:

– Sigues sin creerme, ¿verdad?… Pues pregúntale por las esmeraldas del “Dei Gloria”. So imbécil.

Punto de estima, decían los manuales de navegación, era cuando todos los instrumentos de a bordo se iban al diablo, y no había sextante, ni luna, ni estrellas, y era preciso situar la posición del barco mediante la última posición conocida, el compás, la velocidad y las millas recorridas. Dic Sand, el capitán de quince años ideado por Julio Verne, había tenido que gobernar de ese modo la goleta ”Pilgrim” en el transcurso de su accidentado viaje de Auckland a Valparaíso. Pero el traidor Negoro colocó un trozo de hierro en la bitácora, desviando la aguja; y de ese modo el joven Dick, entre furiosos temporales, había pasado junto al cabo de Hornos sin verlo, y confundiendo Tristán da Cunha con la isla de Pascua, terminaba encallado en la costa de Angola creyendo estar en Bolivia. Un error de estima semejante no conocía parangón en los anales del mar; y Julio Verne, había decidido Coy cuando leyó aquel libro siendo alumno de náutica, no tenía ni la más remota idea de la práctica dela navegación. Pero el recuerdo lejano de esa lectura le vino ahora a la cabeza con la fuerza de una advertencia. Navegar a ciegas, basándose en la estima, no planteaba demasiados problemas si el Piloto era capaz de situarse a partir de la distancia recorrida, el abatimiento y la deriva, llevándolos a la carta para establecer el lugar supuesto en que uno se hallaba. El problema, relativo en alta mar, se convertía en grave a la hora de acercarse a tierra: la recalada. Aveces los barcos se perdían en el mar, pero mucho más a menudo los barcos y los hombres se perdían entierra. Uno colocaba el lápiz sobre un punto de la carta, decía estoy aquí, y en realidad estaba allí, sobre un bajo, unos arrecifes, una costa a sotavento, y de pronto escuchaba el crujido del casco abriéndose bajo sus pies. Crac. Y allí terminaba todo.