Por supuesto, había un traidora bordo. Ella había colocado un trozo de hierro en la bitácora, y una vez más él se había encontrado calculando mal los indicios de que disponía. Pero lo que antes tenía menos importancia, e incluso daba emoción al juego, ahora, en la incertidumbre de la recalada próxima, parecía inquietante. Todas las luces de alarma parpadeaban, rojas, en el instinto marino de Coy mientras caminaba por el pantalán de Marina Bay, entre los yates amarrados en las cercanías de la pista del aeropuerto. Había una brisa de levante que corría sobre el istmo y campanilleaba contra los mástiles en las drizas de los veleros, poniendo fondo a la voz tranquila de Tánger. Ella hablaba de esmeraldas, y lo hacía con una serenidad increíble, tan fría como si aquél fuese un tema corriente que hubieran estado sacando a colación a cada momento. Había escuchado las recriminaciones de Coy en silencio, sin responder a los sarcasmos que éste preparó en la caminata desde la oficina de Nino Palermo hasta el puerto deportivo donde ella aguardaba noticias. Después, cuando él hubo agotado sus argumentos y se quedó mirándola apenas contenido y muy furioso, en demanda de una explicación que le impidiera liar el petate y largarse de allí en el acto, Tánger se había puesto a hablar de esmeraldas con la mayor naturalidad del mundo, como si durante aquellos días sólo hubiera estado esperando la pregunta de Coy para contárselo todo. Aunque vete a saber, pensaba él, si aquel”todo” era esta vez realmente “todo”.
– Esmeraldas -había dicho a modo de introducción, reflexiva, como si la palabra le recordase algo. Y luego estuvo un rato callada, contemplando el mar que se extendía como un semicírculo de ese mismo color por la bahía de Algeciras. Después, antes de que Col blasfemara por tercera vez, se había puesto a hablar de la más preciosa y la más delicada de las piedras. La más frágil y la que con más dificultad reunía los atributos necesarios: color, limpieza, brillo y tamaño. Aún tuvo tiempo de explicar que con el diamante, el zafiro y el rubí constituía el grupo de las cuatro principales piedras preciosas, y que era, como las otras, carbón convertido en formaciones de cristal inalterable; pero mientras el diamante tenía color blanco, y el zafiro azul, y el rubí rojo, el color de la esmeralda era un verde tan extraordinario y singular que para definirlo era preciso recurrir a su propio nombre.
Después que ella dijo todo eso, Coy se detuvo y fue cuando blasfemó por tercera vez. Una grosera blasfemia de marino, rotunda y seca, que recurría al nombre de Dios en vano.
– Y eres una jodida embustera -añadió.
Se lo quedó mirando fijamente, con mucha atención. Parecía sopesar una a una aquellas cinco palabras. Los ojos eran otra vez duros, no como la frágil piedra que acababa de describir con plena sangre fría, sino como la piedra oscura, afilada como un puñal, que vela entre las rompientes. Después ella miró hacia un lado, al extremo del pantalán, donde el mástil del”Carpanta” se alzaba entre los otros, con la vela mayor cuidadosamente aferrada en la botavara. Cuando volvieron a Coy, sus ojos eran distintos. La brisa le agitaba el pelo sobre la cara moteada.
– El bergantín transportaba esmeraldas, seleccionadas en las minas que los jesuitas controlaban en los yacimientos colombianos de Muzo y Coscuez… Fueron embarcadas en Cartagena de Indias para La Habana, y después llevadas a bordo con todo secreto.
Coy bajó la vista hacia sus pies, luego al suelo de tablas del pantalán, y dio unos pasos al azar antes de quedarse quieto de nuevo. Miraba el mar. Las proas de los barcos anclados en la bahía borneaban lentamente hacia la brisa del Atlántico. Movió la cabeza a uno y otro lado, como negando algo. Estaba tan asombrado que seguía resistiéndose a admitir su propia estupidez.
– La esmeralda -proseguía ella tiene dos puntos débiles: su fragilidad, que la hace vulnerable altallado, y el jardín: zonas opacas, puntos de carbón sin cristalizar que a veces aparecen en su interior, afeando la piedra… Eso significa, por ejemplo, que una pieza de un quilate vale más que una de dos quilates si la primera tiene mejores atributos.
Ahora hablaba con suavidad, casi con dulzura. Igual que quien explica algo complicado a un muchacho torpe. Un avión militar despegó de la cercana pista del aeropuerto, atronando el aire con sus motores. El ruido cubrió unos instantes las palabras de Tánger.
– … Para la talla en facetas que hacen después los joyeros especializados. Y de ese modo, una esmeralda de veinte quilates, desprovista de jardines, es una de las más valiosas y buscadas que existen -hizo una pausa, y añadió-: Puede valer un cuarto de millón de dólares.
Coy todavía contemplaba el mar, sobre el que el avión tomaba lentamente altura. Al otro lado del arco de la bahía humeaban las chimeneas de la refinería de Algeciras.
– El “Dei Gloria” -dijo Tánger- transportaba doscientas esmeraldas perfectas, de veinte a treinta quilates cada una.
Hizo una nueva pausa. Se movía, colocándose frente a él. Ahora lo miraba muy de cerca.
– Esmeraldas sin tallar -insistió-. Grandes como nueces.
Coy habría podido jurar que esta vez su voz temblaba ligeramente. Grandes como nueces. Fue sólo una impresión pasajera, pues cuando prestó atención la vio tan dueña de sí como siempre. Seguía indiferente a los reproches, sin necesidad de pronunciar una sola palabra de descargo. Era su juego y eran sus reglas. Así fue siempre, desde el principio, y ella sabía que Coy lo sabía. Te mentiré y te traicionaré. En aquella isla de los caballeros y los escuderos, nadie había prometido que el juego fuese limpio.
– Ese cargamento -precisó ella- valía el rescate de un monarca… O, para ser más exactos, el rescate de los jesuitas españoles. El padre Escobar quería comprar al duque de Aranda. Talvez también al gabinete de la Pesquisa Secreta… Quizás al mismo rey.
Casi a su pesar, Coy sentía que la curiosidad iba ocupando el lugar de su furia. La pregunta surgió antes incluso de que pensara en formularla.
– ¿Están allá abajo, en el fondo?
– Pueden estar.
– ¿Cómo lo sabes?
– No lo sé. Tenemos que bajar hasta el bergantín para averiguarlo.
“Tenemos”. Aquel plural sonaba como bálsamo en una herida, y Coy era consciente de ello.
– Te lo iba a contar cuando estuviéramos allí… ¿No lo comprendes?
– No. No lo comprendo.
– Escucha. Tú conoces los riesgos. Con toda esa gente detrás, yo no sabía qué podía ocurrir contigo… Ni siquiera ahora losé. No puedes reprocharme eso.
– Nino Palermo lo sabe. Todo cristo parece saberlo.
– Exageras.
– Exagero una mierda. Soy el último en enterarme, como los maridos.
Palermo piensa que hay esmeraldas, pero ignora cuántas. Tampoco sabe cómo son ni por qué estaban en el bergantín. Sólo ha oído campanas.
– Pues a mí me parece muy bien informado.
– Oye. He pasado años con ese barco en la cabeza, incluso antes de confirmar su existencia. Ni Palermo ni nadie sabe sobre el ”Dei Gloria” lo que yo sé… ¿Quieres que te cuente mi historia?
No quiero que me cuentes otra sarta de mentiras, tuvo Coy a flor de labios. Pero calló, porque realmente quería escuchar. Necesitaba más piezas, nuevas notas que dibujasen con más precisión la melodía extraña que ella trazaba en el silencio. Y de ese modo, inmóvil en el pantalán y con la brisa de levante que soplaba a su espalda y seguía agitando el cabello de la mujer, se dispuso a escuchar la historia de Tánger Soto.
Había una carta, dijo ella. Una simple carta, un folio amarillento escrito por ambas caras. Fue enviada por un jesuita a otro, y luego, olvidada por todos, quedó revuelta con un montón de papeles requisados cuando la disolución dela Compañía de Jesús. La carta estaba escrita en clave e iba con su transcripción, realizada por mano anónima, posiblemente la de un funcionario encargado de indagar en los documentos incautados a la Compañía. Y junto a muchas otras de temas diversos y con similares transcripciones, había dormido un sueño de dos siglos en el fondo de un archivo catalogado como”Clero”, ”Jesuitas”, ”Varios n. o 356”. Ella lo encontró por casualidad, cuando investigaba en el Archivo Histórico Nacional preparando un trabajo universitario sobre la Machinada de Guipúzcoa en 1766. La carta iba firmada por el padre Nicolás Escobar, nombre que en aquel momento no significaba nada para ella, y se dirigía a otro jesuita, el padre Isidro López: