Tánger y Coy se habían detenido en una punta del pantalán, junto a la proa de una pequeña goleta. Ella miraba la bahía, a cuyo extremo se destacaban nítidos los edificios de Algeciras. El agua estaba tranquila, de un azul verdoso apenas rizado por la brisa de poniente. Ahora había más nubes en el cielo, moviéndose despacio hacia el Mediterráneo. Frente al puerto, bajo la masa de roca, los barcos fondeados punteaban el agua. Quizá el “Chergui” había salido de allí mismo para su último viaje, después de aguardar al amparo de las baterías inglesas del Peñón. Un vigía con un catalejo arriba, una vela avistada en el horizonte, en dirección oeste-este, un ancla levada con rapidez y sigilo. Y la caza.
– Nino Palermo sabe que hay esmeraldas -concluyó Tánger-. No cuántas ni cómo son, pero lo sabe. Ha visto algunos de los documentos que he visto yo. Es inteligente, conoce su oficio y sabe atar cabos… Pero ignora todo lo que yo sé.
– Al menos sabe que lo engañaste.
– No seas ridículo. A tipos como él no se les engaña. Te bates contra ellos con sus propias armas.
Se volvió hacia el otro extremo del pantalán, donde estaba amarrado el “Carpanta”. Entre los mástiles y aparejos de los barcos vecinos, Coy podía ver la cabeza del Piloto trajinando en cubierta. Había llegado por la mañana, soñoliento y sin afeitar, con su piel morena y cuarteada por el sol, las manos rudas, ásperas al estrecharlas, y los ojos que siempre parecían del color del mar en invierno. Tres días de navegación desde Cartagena. Los vapores, contaba -el Piloto siempre llamaba vapores a los mercantes-, no le habían dejado pegar ojo en todo el viaje. Ya iba estando mayor para navegar solo. Demasiado mayor.
– Yo lo averigüé, ¿entiendes? -proseguía Tánger-. Palermo no hizo más que, accidentalmente, producir el clic mental que puso cada cosa en su sitio. Ordenar en mi cabeza cosas que estaban ahí, esperando… Esos datos que, por alguna razón, intuyes que un día significarán algo, y hasta entonces los guardas en un rincón de tu memoria.
Ahora era sincera, y Coy sedaba cuenta. Ahora ella había contado su historia real, y aún hablaba sobre eso; y al menos en lo que se refería a hechos concretos, no quedaba nada que ocultar. Él ya poseía las claves, la relación delos sucesos, lo que yacía en el fondo del mar y del misterio. Sin embargo, no estaba del todo tranquilo, ni aliviado. Te mentiré y te traicionaré. Una nota desconocida, sin identificar, vibraba en alguna parte, como el cambio casi imperceptible de revoluciones en un motor diesel o la intervención melódica de un instrumento cuya oportunidad no es posible establecer de inmediato, deliberado o improvisado, misterioso hasta que llega el final y es posible situarlo adecuadamente. Le recordaba una pieza del Thelonius Monk Quartet, un blues clásico que se llamaba precisamente así: “Misterioso”.
– Intuición, Coy -dijo ella-. Ésa es la palabra… Sueños que tienes la certeza de que un día se materializarán -seguía contemplando el mar como si resumiera aquel sueño, la falda agitándose en la brisa, los pies calzados con sandalias, el pelo sobre la cara-… Yo trabajé en eso, incluso antes de saber adónde me conducía, con un tesón que no puedes imaginar. Me quemé las pestañas. Y de pronto, un día, plaf. Todo cobró sentido.
Se volvió, y había una sonrisa en su boca. Una sonrisa reflexiva, casi expectante, cuando lo miró entornando un poco los ojos por efecto de la luz. Una sonrisa hecha de piel moteada en torno a la boca y los pómulos, tan tibia que podía percibirse su calor expandiéndose por el cuello y los hombros y los brazos, y bajo la ropa.
– Como un pintor -añadió- que llevara un mundo a cuestas, y de pronto una persona, una frase, una imagen fugaz, trazasen todo un cuadro en su cabeza.
Sonreía con aquel gesto de hembra hermosa y sabia, serena por consciente de sí misma. Había carne bajo aquella sonrisa, pensó él, inquieto. Había una curva que enlazaba con otras líneas perfectas, prodigio de complicadas combinaciones genéticas. Una cintura. Unos muslos cálidos que escondían el único de los reales misterios.
– Ésa era mi historia -concluyó Tánger-. Estaba destinada a mí, y toda mi vida, mis estudios, mi trabajo en el Museo Naval, me encaminaban a ella antes de que yo misma lo supiera… Por eso Palermo no es más que un intruso. Para él se trata sólo de un barco, un tesoro posible entre muchos -apartó la vista de Coy para contemplar de nuevo el mar-. Para mí es el sueño de toda una vida.
Él se rascó, torpe, el mentón sin afeitar. Luego se rascó la nuca y al fin se tocó la nariz. Buscaba palabras. Algo común, cotidiano, que alejase de su propia carne la impresión de aquella sonrisa.
– Aunque lo encuentres -apuntó-, no podrás quedarte con el tesoro. Hay leyes. Nadie puede rescatar un naufragio así como así.
Tánger continuaba atenta a la bahía. Las nubes que seguían moviéndose hacia el este agrisaban poco a poco el mar. Una mancha de claridad solar se deslizó sobre ellos antes de alejarse sobre el agua de los muelles, con tonos de esmeralda.
– El “Dei Gloria” me pertenece -dijo ella-. Y nadie me lo va a quitar. Es mi halcón maltés.
IX. MUJERES DE CASTILLO DE PROA
No hay nada que yo ame
tanto como lo que odio este
juego.
John MacPhee.
“Buscando barco”
– Es la hora -dijo Tánger.
Abrió los ojos y la vio junto a él, esperando. Estaba sentada en uno de los bancos de teca de la bañera del “Carpanta” y lo miraba atenta, como si hubiera pasado un rato observándolo antes de tocarle un hombro. Coy se hallaba tumbado en el otro banco, cubierto con su chaqueta, la cabeza en dirección a la proa y los pies junto al timón y la bitácora. No había viento, y sólo sonaba el chapaleo suave de la marejadilla entre los cascos de los barcos amarrados al pantalán de Marina Bay. Arriba, en el cielo y más allá del mástil que oscilaba muy suavemente, los cúmulos más altos adquirían tonos rosados.
– Vale -respondió, ronco.
Conservaba la costumbre de despertarse en el acto, plenamente lúcido. Muchos turnos de guardia lo habían habituado a eso. Se incorporó, apartando la chaqueta, e hizo unos movimientos para desentumecer el cuello dolorido. Luego bajó a echarse agua por la cara y el pelo y subió peinándoselo hacia atrás con las manos, entre sacudidas de perro mojado. La barba le raspaba en el mentón; con la larga siesta, conveniente pues se proponían navegar de noche, había olvidado afeitarse. Ella seguía en el mismo sitio, y ahora oteaba hacia lo alto del Peñón con el aire preocupado de un montañero que se dispusiera a escalar la roca. Había cambiado la falda larga de algodón azul por unos tejanos y una camiseta, y llevaba un suéter negro anudado en torno a la cintura. Coy salió a cubierta rodeado por los gritos de las gaviotas en el atardecer. Allí vio al Piloto frotando los bronces y el latón de los herrajes, con un paño y las manos negras de Sidol -cuida el barco, solía decir, y él te cuidará a ti-:El “Carpanta” era un velero clásico de bañera central, de un solo palo, construido en La Rochela cuando el plástico no había desplazado todavía al iroko, la teca y el cobre.
– Piloto -dijo.
Los ojos grises, rodeados de cientos de arrugas morenas, lo miraron bajo las pobladas cejas con un guiño amistoso y tranquilo. Según sus propias palabras, aunque no era muy dado a ellas, el Piloto navegaba hacia los sesenta años con el viento en la aleta. Había sido cornetín de órdenes del crucero”Canarias” cuando en los cruceros se daban las órdenes con cornetín, y también pescador, marino, contrabandista y buzo. Tenía el pelo del mismo color plomizo que los ojos, rizado, muy corto, la piel curtida como cuero viejo, y unas manos ásperas y hábiles. Menos de diez años atrás aún era tan apuesto que habría podido encarnar a un galán de cine en una película de aventuras, pescadores de esponjas o piratas, con Gilbert Roland y Alan Ladd. Ahora había engordado un poco, pero conservaba los hombros anchos, la cintura razonablemente estrecha y los brazos fuertes. En su juventud fue un excelente bailarín, y por aquel tiempo, las mujeres de los bares del Molinete competían por bailar con él un bolero o un pasodoble. Todavía, a las turistas maduras que alquilaban el”Carpanta” para ir de pesca, bañarse o dar una vuelta por los alrededores del puerto de Cartagena, les temblaban las piernas cuando hacía un huequecito entre sus brazos para que cogieran el timón.