Era como en esas películas que le gustaban a ella, concluyó Coy, admirado: Henry Fonda apoyado en la cerca bajo un amanecer en blanco y negro, disponiéndose a caminar hasta el O. K. Corral. Y sin embargo, había algo tan endiabladamente real en su actitud, tan firme en aquel modo de encender de nuevo el motor y subir por la cuesta del Peñón, pasando junto al hotel Rock y reduciendo marchas a medida que la inclinación de la carretera se hacía más pronunciada, que quitaba cualquier posible artificio ala situación. Aquello era del todo real, y Tánger no interpretaba papel alguno en su honor. No pretendía impresionarlo. Era ella misma quien conducía, quien procuraba mantener el coche lejos del peligroso bordillo y los precipicios, quien tomaba las estrechas curvas con una calma fría, segura, una mano en el volante y otra en la palanca de cambios, mirando de vez en cuando hacia lo alto de la montaña con gesto atento. Y al fin, al llegar arriba, en la pequeña explanada junto al mirador, todavía maniobró el coche hasta dejarlo vuelto de nuevo hacia la carretera, cuesta abajo. Listo para salir zumbando, pensó inquieto Coy, mientras ella abría la portezuela y salía afuera con el suéter anudado a la cintura y el bolso entre las manos.
Había un Rover estacionado cerca, junto a la muralla del antiguo baluarte. Fue lo primero que vio Coy al salir del coche: el Rover y el chófer bereber apoyado en el capó. Después su mirada describió un arco hacia la izquierda, la carretera de los túneles, la cuesta hacia la cima escarpada del Peñón, las casamatas abandonadas y el balcón sobre el aeropuerto, con el istmo y España al fondo, montañas sombrías, cielo oscuro, mar gris al oeste y negro al este, y el alumbrado de La Línea encendiéndose abajo, entre dos luces. Feo sitio para conversar, se dijo. Y luego miró hacia la barandilla del mirador, donde Nino Palermo los esperaba.
Tánger ya estaba allí. Fue tras ella aspirando el aroma que anunciaba el Mediterráneo, sal, tomillo y resina, en la brisa que movía débilmente los arbustos y las copas de los árboles. Echó otro vistazo alrededor, sin ver a Horacio Kiskoros por ninguna parte. Palermo permanecía recostado en la barandilla, las manos en los bolsillos de una cazadora ligera, sin cuello. Aquella prenda lo hacía parecer aún más corpulento de lo que era.
– Buenas noches -dijo.
Coy murmuró un ‘buenas noches’automático, y Tánger no dijo nada. Estaba inmóvil ante el buscador de tesoros, observándolo.
– ¿Cuál es la propuesta? -preguntó.
Como si ella no estuviera allí, Palermo se dirigió a Coy.
– Las hay que van al grano, ¿verdad?
Coy calló, negándose a aceptarla complicidad que le ofrecía. Se quedó atrás, un poco alejado pero atento, escuchando. Ella era la jefa, y aquella noche él oficiaba más de guardaespaldas que de otra cosa. Sentía el peso de la navaja en el bolsillo de atrás, y se dijo que el bereber no era un tipo muy eficaz, después de todo, vigilándolos desde lejos. Lo cacheaba cuando iba de vacío, y no lo cacheaba precisamente cuando lo debía cachear. Tal vez ahora acataba órdenes de Palermo, a quien convenía mostrarse diplomático.
El cazador de tesoros volvió a mirar a Tánger. La luz decreciente empezaba a borrarle los rasgos de la cara.
– Es ridículo jugar al escondite -dijo-. Estamos gastando pólvora en salvas, cuando al final vamos a encontrarnos todos en el mismo sitio.
– ¿Qué sitio es ése? -preguntó Tánger.
La voz le salía serena, ni provocadora ni inquieta. Palermo rió un poco por lo bajo.
– El pecio, naturalmente. Y sino estoy yo, estará la policía. La legislación vigente…
– Conozco la legislación vigente.
Palermo hizo un movimiento con los hombros, dando a entender que en tal caso había poco que añadir.
– Usted tiene una propuesta -dijo Tánger.
– Eso es. Tengo… Por Dios. Claro que tengo una propuesta. Borrón y cuenta nueva, señorita. Usted me ha jodido y yo la he jodido a usted -hizo una pausa-. En sentido metafórico, se entiende. Estamos en paz.
– No sé de dónde saca la idea de que estemos en paz.
Había hablado en voz tan baja que el otro hizo un gesto hacia adelante, inclinando un poco la cabeza para oír mejor. Aquel gesto le daba un inesperado aire cortés.
– Tengo medios que ustedes no tendrán nunca -dijo-. Experiencia. Tecnología. Contactos adecuados.
– Pero no sabe dónde está el”Dei Gloria”.
Esta vez ella había hablado alto y claro. Palermo soltó un bufido.
– Lo sabría si no se hubiera dedicado a ponerme chinitas en los zapatos. A bloquearme el paso entre esa mafia de archiveros y bibliotecarios… Maldita sea. Se aprovechó de mi buena fe.
– Usted no ha tenido buena fe desde que le retiraron el biberón.
El cazador de naufragios se volvió a Coy.
– ¿La oyes? -dijo-… Podría gustarme esta tía, te lo juro. Yo… Por Dios. ¿Ya habéis…? Diablos -se burlaba entre dientes, con el ruido de un mastín sofocado tras una larga carrera-. Aprovéchate, amigo, antes de que también te exprima como un limón y te deje tirado.
Las estrellas empezaban a encenderse en el cielo como si alguien estuviera accionando interruptores. Las sombras se cerraban cada vez más sobre el rostro del cazador de tesoros, y ahora era el resplandor de las luces de La Línea, abajo y a su espalda, lo que oscurecía su silueta sobre la barandilla.
– Esmeraldas, entérate -siguió diciéndole a Coy-. El tesoro delos jesuitas. Supongo que a estas alturas, ella no ha tenido más remedio que contártelo… Un cargamento de esmeraldas vale… Dios. Una fortuna en cualquier sitio, incluido el mercado negro. Eso, claro, si ella logra hacerse con él y sacarlo de aguas españolas sin que le caiga encima el Estado.
La misma claridad que silueteaba las anchas espaldas de Palermo iluminaba el rostro de Tánger desde el mentón. Eso endurecía sus rasgos, recortándole el perfil entre la cortina clara del cabello.
– De ser cierto eso -dijo arrogante-, no tendría por qué compartir nada con usted.
– Olvida que yo la puse sobre la pista -protestó el otro-. Y que llevo trabajando en esto mucho tiempo. Olvida que tengo medios para imponer una asociación provechosa para todos… Y olvida que la ambición fastidió a la ratita sabia.
Sobre ellos, como un telón perforado por alfilerazos luminosos, el cielo era ya completamente negro. El sol debía de encontrarse unos quince grados bajo el horizonte, calculó Coy, viendo definirse la Osa Menor sobre la cabeza de Palermo y la Osa Mayor sobre el hombro derecho.
– Oigan -estaba diciendo el cazador de naufragios-. Quiero proponer algo… Por Dios. Algo razonable. La caza de tesoros no es llegar y abrir el cofre: Mel Fisher tardó veinte años en encontrar el “Atocha”… Yo pongo mis medios y mis contactos. Eso incluye los enlaces y los sobornos para que nadie interfiera… Hasta tengo mercado para las esmeraldas. Eso significa… ¿Se da cuenta? -ahora se dirigía sólo a Tánger-. Muchísimo dinero para nosotros. Para todos nosotros.
– ¿En qué términos?
– El cincuenta por ciento. Mitad para mí y mitad para usted.
Ella volvió el rostro a medias hacia Coy.
– ¿Y él?
– Él es… Bueno. Asunto suyo, ¿verdad?… A mí no me corresponde retribuirlo.
Se burló de nuevo en tono bajo, otra vez la risa de perro grande y exhausto. Seguía inmóvil en la barandilla, con las luces lejanas abajo, a su espalda.
– Sólo tiene que proporcionarme dos datos: latitud y longitud, para situarlos sobre las cartas esféricas del Urrutia… Acompañados, naturalmente, del manifiesto de carga y el informe oficial sobre el naufragio.
Tánger se quedó callada un momento. Parecía considerar la propuesta.
– Todo eso puede consultarlo en los archivos -dijo.
Palermo blasfemó sin el menor complejo.
– Sabe que… Maldita sea su sangre. Me han vedado el acceso a los archivos, del mismo modo que en Barcelona me quitó el Urrutia en las narices. Aun así, pude conseguir una reproducción dela carta. También fui a informarme sobre los malditos archivos, y me dijeron… -retuvo aireen los pulmones y suspiró ruidosamente-. Ya sabe. Esos documentos han desaparecido… Retirados para estudio, dicen las fichas. Y punto.
– Es una lástima.
Palermo estaba lejos de apreciar aquel pésame.
– No -dijo irritado-. Es una maniobra sucia de la que usted es responsable.
– ¿Eso es lo que buscaban en mi casa?