Se le iba la cabeza y todo empezaba a darle vueltas. Entonces oyó la voz de Tánger y pensó: pobrecilla, le ha llegado el turno. Todavía quiso ponerse en pie, una vez más, para echarle una mano a aquella bruja piruja. Para impedir que le tocaran un pelo de la ropa mientras él conservara fuerzas para cerrar los puños. El problema era que ya no estaba en condiciones de cerrar los puños, ni de cerrar nada que no fuera el ojo machacado y tumbarse boca arriba, como un boxeador fuera de combate. Pero no podía dejarla tal cual. No en manos de Palermo y el bereber; aunque en su estilo ella fuera peor que los dos juntos. Así que con un último y supremo esfuerzo, resignado, desesperado, ahogó un gemido mientras lograba ponerse al fin en pie. Entonces se acordó de la navaja del Piloto, tanteó el bolsillo de atrás buscándola mientras paseaba la vista alrededor con gesto de púgil sonado, y vio a los dos fulanos el uno junto al otro. Miraban a Tánger, que seguía quieta junto a la barandilla, y ellos también estaban muy quietos, igual que si algo atrajera poderosamente su atención. Coy se fijó más, con el ojo sano. Lo que tanto atraía el interés de aquellos dos era un objeto que Tánger tenía en la mano, como si se lo estuviera enseñando. Y él se dijo que debía de estar muy mal, muy sonado, porque aquel objeto tenía reflejos metálicos y parecía -no se atrevió a aseverar del todo semejante barbaridad- un pistolón amenazador, enorme.
Ella no dijo nada hasta que volvieron a pasar por la rotonda desierta, frente al cementerio de Trafalgar. O al menos no dijo nada dirigido expresamente a Coy, después de las breves palabras que había pronunciado arriba, en el mirador, mientras se alejaba con él hacia el coche dejando a los otros en la barandilla como pastorcitos de Belén, ejemplarmente petrificados ante la visión de la herramienta que Tánger había terminado exhibiendo casi con desgana. Y por tu culpa, informó a Coy, menos entono de reproche que de simple información, mientras manejaba el volante y el cambio de marchas cuesta abajo con el bolso en el regazo, y los faros iluminaban las curvas cerradísimas en las laderas del Peñón, y él tosía como los tuberculosos de las películas, cof, cof; tosía como Margarita Gautier, y unas gotitas de la sangre que se le coagulaba en la boca huían entre el kleenex e iban aparar al parabrisas. Un bruto. Era un bruto y nada de todo aquello resultaba necesario, había añadido ella luego. No era necesario en absoluto, y además complicaba las cosas. Coy arrugaba el ceño cuando se lo permitían los hematomas, enfurruñado. En cuanto a los últimos párrafos del diálogo que Tánger había mantenido con Nino Palermo ante la sombría nariz del bereber silencioso, éstos habían sido del tipo ese tío está loco, por parte del cazador de tesoros, mientras ella procuraba quitarle carga emocional al asunto. Coy es un tipo impulsivo y suele funcionara su aire, etcétera.
– Y usted, Palermo, es un imbécil.
El revólver, un 357 magnum pesado y chato que Coy no había visto nunca antes en manos de Tánger, ayudó al otro a digerir aquello sin torcer demasiado el semblante. Qué hay del trato, dijo entonces. Hay que debo pensar lo que hay, vino a responder ella. En ese momento, precisó, no podía decirle que sí, ni que no, sino todo lo contrario. Entonces Palermo, que parecía recobrar el uso de las efes y las bes, le dijo que fuera, por favor, a que se la follaran a ella y a su madre. Fue exactamente eso lo que dijo: a ella y a su madre, y esta vez parecía furioso de veras. A mí no me vas a llevar al huerto, perra, espetó desde la barandilla, perdiendo visiblemente los papeles ante la aprobación silenciosa de su chófer. Eso, vocalizado a un par de metros de un cañón de bolsillo con seis plomos del tamaño de bellotas en el tambor, situaba las agallas de Palermo en una cota admirable; casi digna. Y Coy, pese a estar aturdido y con la cara hecha un mapa, supo apreciar el gesto por simple reflejo de solidaridad masculina. Aun así le haré llegar mi respuesta, había dicho ella, muy correcta con su formal suéter negro en la cintura; y habría dado la impresión de no haber roto nunca un plato, de no seguir con aquel amenazador cacharro en la mano. Ella, recordó haber oído decir a Palermo una vez, era de las que mordían con la boca cerrada. Sostenía aquellos ochocientos gramos de hierro sin apuntar, el brazo caído, el cañón hacia el suelo, el aire casi desganado; yeso, curiosamente, le daba más credibilidad al gesto que si anduviera adoptando poses de película policíaca. Ya le diré si hay o no hay trato, dijo. Sea bueno y deme unos días. Y Palermo, que seguía sin creérselo y tal vez ya no se lo creyera nunca, o tal vez captaba el retintín, se había puesto a soltar una retahíla de imprecaciones muy barrocas y muy mediterráneas, sin duda emparentadas con su sangre maltesa. La más suave era que a su marinero loco le iba a cortar los aparejos. Todo quedó flotando en el aire a la espalda de TÁNGER mientras ésta caminaba hacia el Renault, tras ponerle a Coy la mano en un hombro y obtener un gruñido como respuesta a su pregunta de cómo se encontraba.
– Hecho una mierda -dijo él más tarde, cuando Tánger se lo preguntó por segunda vez, ya en la carretera ladera abajo. Y entonces, de pronto, ella había dejado de estar seria, echándose a reír. Una risa de muchacho contenida y alegre, casi feliz, que él escuchó con asombro mientras miraba con el ojo sano su perfil iluminado por el resplandor de los faros.
– Eres un tipo increíble -dijo-. Casi lo estropeas todo, pero eres un tipo increíble -se rió otra vez, y aún reía admirada cuando giró el rostro para dirigirle una rápida ojeada de simpatía-… A veces creo que me encanta verte pelear.
El reflejo de los faros ponía láminas de acero en sus ojos, pero ese acero relucía como bajo la luz del sol. Entonces ella apartó la mano del cambio de marchas y la apoyó en el cuello de Coy. Apoyó el dorso de los dedos, los nudillos, como si acariciara el mentón sin afeitar, entumecido por los golpes de Palermo y el bereber. Y Coy, exhausto, desconcertado, recostó la nuca en el reposacabezas del asiento. Sentía un calorcillo tibio donde ella mantenía su mano, y también donde las telenovelas dicen que se tiene el corazón. Y habría sonreído como un niño torpe, de permitírselo su boca hinchada.
Libre de la última amarra, el”Carpanta” se apartó despacio del pantalán. Después la cubierta vibró suavemente mientras el velero quedaba inmóvil entre los reflejos de luz en el agua, y el motor aumentó las revoluciones cuando el Piloto, al timón, dio avante poca. Las farolas del puerto desfilaban ahora lentas, quedando atrás a medida que la embarcación ganaba velocidad, proa al mar abierto, con las luces de La Línea, la refinería de San Roque y la ciudad de Algeciras balizando a lo lejos el contorno de la bahía. Coy terminó de adujar el cabo a proa, azocó bien el chicote y luego se dirigió a la bañera central, asiéndose a los obenques cuando, fuera ya de la protección del puerto, el barco se puso a cabecear en la marejadilla. Las luces de Gibraltar todavía iluminaban el velero, silueteando al Piloto en la rueda del timón, rojizos los trazos inferiores del rostro por el resplandor de la bitácora donde la aguja del compás giraba poco a poco hacia el sur.
Coy aspiraba la brisa con deleite, venteando la inminencia del mar abierto. Desde la primera vez que pisó la cubierta de un barco, el momento de la partida le producía siempre una sensación de calma singular, muy próxima a la felicidad. La tierra quedaba atrás, ytodo cuanto podía necesitar viajaba con él a bordo, circunscrito a los estrechos límites de la embarcación. En el mar, pensaba, los hombres viajan con la casa a cuestas, como la mochila de un explorador ola concha que se desplaza con el caracol. Bastaban unos litros de gasóleo y aceite, unas velas y el viento adecuado, para que todo cuanto la tierra firme contenía se tornara superfluo, prescindible. Voces, ruidos, gente, olores, tiranía del minutero del reloj dejaban aquí de tener sentido. Moverse hasta situar la costa muy atrás, por la popa, era ya un fin. Frente a la presencia amenazadora y mágica del mar omnipresente, dolores, anhelos, vínculos sentimentales, odios y esperanzas se diluían en la estela, amortiguándose hasta parecer distantes, sin sentido, porque el mar volvía a los seres humanos egoístas y absortos en sí mismos. Había cosas intolerables en tierra, pensamientos, ausencias, angustias, que sólo podían soportarse en la cubierta de un barco. Nunca existió analgésico tan potente como aquél; y él había visto sobrevivir, a bordo de barcos, a hombres que en otra parte habrían perdido para siempre la razón y la calma. Rumbo, viento, oleaje, posición, singladura, supervivencia: allí sólo esas palabras significaban algo. Porque era cierto que la verdadera libertad, la única posible, la verdadera paz de Dios empezaba a cinco millas de la costa más cercana.