– Recuérdame alguna vez – dijo que te cuente las historias de tesoros que he oído en mi vida.
Coy bebía igual que el Piloto, con la bota en alto, procurando que el balanceo del barco no le derramase el vino encima. Reconocía el sabor. Era un clarete aromático y fresco, del campo de Cartagena.
– Esta historia no es inverosímil del todo -repuso antes del último trago-. Y creo que podemos localizar el naufragio.
– ¿Un naufragio de cuándo?
– Doscientos cincuenta años -tapó la bota y la colgó en su sitio-. Bahía de Mazarrón. En poca sonda.
El Piloto movía la cabeza, escéptico.
– Eso se habrá desintegrado. Los pescadores llevarán toda la vida enganchando redes en los restos, la arena lo habrá cubierto todo… Lo que haya que sacar, o lo sacaron ya o se habrá perdido.
– Eres hombre de poca fe, Piloto. Como tus colegas del lago Tiberíades. Hasta que no vieron al otro caminar sobre las aguas no se lo tomaron en serio.
– No te imagino caminando sobre las aguas.
– No. Supongo que no. Y yo a ella tampoco.
Se volvieron los dos a observarla, todavía inmóvil en la cubierta de popa, recortada en la claridad procedente de tierra. El Piloto había sacado un pitillo dela cazadora para ponérselo en la boca, sin encender.
– Además -dijo sin que viniera a cuento- me hago viejo.
O tal vez, pensó Coy, sí venía a cuento. El Piloto y el “Carpanta” se hacían viejos del mismo modo que aquella goleta se pudría en el puerto de Barcelona, o en el Cementerio de los Barcos Sin Nombre las estructuras de los mercantes desguazados se oxidaban bajo la lluvia y el sol, roídas por el salitre, lamidas por el agua en la arena sucia de la playa. Igual que el propio Coy se había estado pudriendo mientras vagaba por el puerto, arrojado a tierra desde una roca no señalada por las cartas en el océano Índico; pese a que, como el mismo Piloto -o tal vez ya no era el mismo- le había dicho veintitantos años atrás, los hombres y los barcos deberían quedarse para siempre en alta mar, y hundirse dignamente allí.
– No lo sé -dijo, sincero-. La verdad es que no lo sé. Puede que nos quedemos al final con un palmo de narices. Tú y yo, Piloto. Tal vez hasta ella.
El otro hizo un lento gesto afirmativo con la cabeza, como si aquella conclusión le pareciese la más lógica. Luego sacó el chisquero del bolsillo, golpeó la ruedecilla con la palma abierta, sopló la mecha y la acercó al extremo del cigarrillo que tenía en la boca.
– Pero no se trata de dinero, ¿verdad? -murmuró-… Al menos tú no estás aquí por eso.
Coy olía el tabaco mezclado con el humo acre de la mecha, que la brisa que empezaba a refrescar detrás de Punta Europa se llevaba con rapidez hacia poniente.
– Ella necesita… -calló de pronto, sintiéndose ridículo-. Bueno. Puede que ayuda no sea la palabra.
El Piloto aspiró una larga chupada de su cigarrillo.
– A lo mejor eres tú quien la necesita a ella.
En la bitácora, la aguja del compás señalaba 70º. El Piloto pulsó la tecla correspondiente en el repetidor del gobierno automático, transfiriéndole el rumbo.
– Conocí mujeres así -añadió-… Hum. Algunas conocí.
– Una mujer así… ¿Cómo es así?… No sabes nada de ella, Piloto. Yo mismo hay muchas cosas que no sé.
El otro no contestó. Había soltado la rueda del timón y comprobaba el comportamiento del gobierno automático. Bajo sus pies sentían el rumor del sistema de dirección corrigiendo el rumbo grado a grado en la marejadilla.
– Es mala, Piloto. Mala de cojones.
El patrón del “Carpanta” encogió los hombros, sentándose en el banco de teca para fumar protegido de la brisa que seguía refrescando en la proa. Se volvía hacia la figura inmóvil a popa.
– Lo mismo tiene frío, con sólo ese jersey.
– Ya se abrigará.
El Piloto estuvo un rato fumando en silencio. Coy seguía de pie recostado en la bitácora, un poco abiertas las piernas y las manos en los bolsillos. El relente de la noche empezaba a mojar la cubierta, filtrándose por las costuras descosidas en la espalda de su chaqueta, a la que había subido el cuello y las solapas. Pese a todo disfrutaba del balanceo familiar de la embarcación, y sólo lamentaba que el viento soplase a fil de roda, impidiéndoles largar las velas. Eso atenuaría el vaivén, eliminando el molesto ronroneo del motor.
– No hay mujeres malas -dijo de pronto el Piloto-. Igual que no hay barcos malos… Son los hombres a bordo quienes los hacen de una manera o de otra.
Coy no dijo nada, y el Piloto estuvo callado otro rato. Una luz verde se deslizaba con rapidez entre ellos y tierra, acercándose por la aleta de babor. Cuando estuvo en el contraluz del faro, Coy reconoció la silueta larga y baja de una turbo lancha Hache Jota de vigilancia aduanera española. Base en Algeciras, patrulla rutinaria a la caza de hachís de Marruecos y contrabandistas del Peñón.
– ¿Qué buscas de ella?
– Quiero contarle las pecas, Piloto. ¿Te has fijado?… Tiene miles, y quiero contárselas todas, una a una, recorriéndola con el dedo como si se tratara de una carta náutica. Quiero trazar rumbos de cabo a cabo, fondear en las ensenadas, barajarle la piel… ¿Comprendes?
– Comprendo. Quieres tirártela.
De la lancha aduanera brotó un haz de luz que buscó el nombre del”Carpanta”, su folio y matrícula escritos en los costados. Desde la popa, Tánger preguntó qué era aquello, y Coy se lo dijo.
– Puñeteros -murmuró el Piloto haciendo visera con la mano, deslumbrado.
Nunca hablaba mal, y Coy rara vez le había oído una mala palabra. Tenía la vieja educación de la gente humilde y honrada; pero no soportaba a los aduaneros. Había jugado demasiado con ellos al gato y al ratón, ya desde los tiempos lejanos en que remaba con su pequeño botecillo de vela latina, el”Santa Lucía”, para redondear el jornal recogiendo cajas de tabaco rubio que le arrojaban mercantes de paso a los que hacía señales con una linterna, oculto por fuera dela isla de Escombreras. Una parte para él, otra para los guardias civiles del muelle, la principal para quienes lo empleaban y jamás corrían riesgos. Al Piloto el tabaco podía haberlo hecho rico de trabajar por cuenta propia; pero siempre le bastó con que su mujer estrenase vestido el domingo de Ramos, o sacarla de la cocina para invitarla a una parrillada de pescado en los merenderos del puerto. Y a veces, cuando los amigos apretaban mucho y había demasiada sangre latiendo y demasiados diablos por echar afuera, el fruto de una noche entera de riesgo y trabajo, bregando en un mar infame, había llegado a quemarse en pocas horas, música, copas, caderas mercenarias y complacientes, en los bares de mala fama del Molinete.
– No es eso, Piloto -Coy seguía mirando a Tánger en la popa, iluminada ahora por el foco de los aduaneros-. Por lo menos, no es sólo eso.
– Claro que lo es. Y hasta que no te la tires no tendrás la toldilla clara… Suponiendo que alguna vez lo consigas.
– Ésta tiene un par de huevos. Te lo juro.
– Todas los tienen. Fíjate en mi. Cuando me duele algo, es mi mujer quien me lleva a la consulta del médico: ‘Siéntate aquí, Pedro, que ahora viene el doctor’… Ya la conoces. Sin embargo, ella puede reventar y se calla. Hay mujeres que si fueran terneras parirían toros bravos.
– No es sólo eso. Vi una vieja foto, ¿sabes?… Y una copa de plata abollada. También un perro me lamía la mano y ahora está muerto.
El Piloto se quitó el cigarrillo de la boca y chasqueó la lengua.
– Aquí sobra todo lo que no pueda apuntarse en un cuaderno de bitácora -dijo-… El resto hay que dejarlo en tierra. De lo contrario, se pierden los barcos y los hombres.
La lancha aduanera, terminada la inspección, cambiaba el rumbo. La luz verde de su costado se volvió blanca a popa, y luego roja cuando viró hasta mostrar la banda de babor, antes de apagarlas para proseguir la caza nocturna con más discreción. Instantes después no era más que una sombra que se movía rápidamente hacia el oeste, en dirección a Punta Carnero.
El barco dio un bandazo, y Tánger apareció en la bañera. Se movía con torpeza de parvulita en el balanceo de la marejada, procurando agarrarse con prudencia para mantener el equilibrio antes de dar cada paso. Al cruzar junto a ellos apoyó una mano en el hombro de Coy, y éste se preguntó si estaría mareándose. Por alguna perversa razón, la idea lo divirtió horrores.