Como había pronosticado el Piloto, el viento roló un poco a popa antes del anochecer; y todavía lo hizo más cuando doblaron el cabo de Gata, ya entre dos luces y con el sol bajo el horizonte, el haz del faro iluminando a trechos las paredes rocosas de la montaña. Así que arriaron la vela mayor y siguieron con rumbo nordeste, floja la escota del génova amurado ahora a babor. Antes de que estuviese oscuro del todo, los dos marinos dispusieron el barco para la navegación nocturna: líneas de vida a lo largo de las bandas, chalecos salvavidas autoinflables con arneses de seguridad, prismáticos, linternas y bengalas blancas al alcance de la mano. Después, el Piloto preparó una cena rápida a base de fruta, encendió el radar, la lámpara roja de la mesa de cartas y las luces de navegación a vela, y se fue a dormir un rato, dejando a Coy de guardia en la bañera.
Tánger se quedó con él. Mecida por el balanceo del barco, las manos en los bolsillos del chaquetón del Piloto, el cuello subido, miraba las luces que a veces aparecían lejos punteando la costa de Almería, cuyo perfil escarpado podía adivinarse en la breve claridad del cielo de poniente. Al rato expresó su extrañeza al ver tan pocas luces, y Coy le dijo que aquel sector, del cabo de Gata al cabo de Palos, era el único del litoral mediterráneo español no invadido aún por la lepra de cemento de las urbanizaciones turísticas. Demasiadas montañas, costa rocosa y pocas carreteras obraban el milagro de mantenerlo casi virgen. De momento.
Mar adentro, por la banda opuesta a la de tierra, pequeños puntos de claridad tras el horizonte delataban la presencia de mercantes que seguían rumbos paralelos al “Carpanta”. Sus derrotas más abiertas que la del velero los mantenían lejos; pero Coy procuraba no perderlos de vista, y a intervalos tomaba marcaciones mentales de sus posiciones respectivas: demora constante y distancia acortándose, según el viejo principio marino, significaba colisión segura. Se inclinó sobre la bitácora para comprobar rumbo y corredera. El “Carpanta” navegaba con la proa apuntando a los 40º del compás, a cuatro nudos. Impulsado por el lebeche bonancible, con el rumor del agua a lo largo del casco, el barco se deslizaba muy a gusto sobre el mar rizado, bajo la bóveda oscura donde ya podían reconocerse las estrellas. La Polar estaba en su sitio, centinela inmutable del norte, en la vertical de la amura de babor. Tánger siguió su mirada hacia lo alto.
– ¿Cuántas estrellas conoces? -preguntó.
Coy encogió los hombros antes de responder que conocía treinta o cuarenta. Las imprescindibles para su trabajo. Aquélla era la estrella maestra; la Polar, dijo. A su izquierda podía verse la Osa Mayor, con su forma de cometa invertida, y un poco por encima estaba Cefeo. El grupo en forma de W era Casiopea. W de whisky.
– ¿Y cómo puedes localizarlas, entre tantas?
– A cierta hora, y según las épocas del año, unas son más visibles que otras… Si tomas la Polar como punto de partida y vas trazando líneas y triángulos imaginarios, puedes identificar las principales.
Tánger miraba arriba, interesada, apenas iluminado el rostro por la claridad rojiza que salía del tambucho. La luz de las estrellas se reflejaba en sus ojos, y Coy recordó una tonada de su juventud:
A cantar a una niña
yo la enseñaba…
Sonrió en la penumbra. Quién se lo hubiera dicho, veintitantos años atrás.
– Si formas un triángulo -dijo- con las dos estrellas bajas de la Osa Mayor y la Polar, en el tercer vértice, ¿ves?… encuentras Capella. Allí, sobre el horizonte. A esta hora todavía se la ve muy abajo, aunque luego ascenderá, porque esas estrellas giran hacia poniente alrededor de la Polar.
– ¿Y aquel montoncito luminoso?… Parece un racimo de uvas.
– Son las Pléyades. Brillarán más cuando estén arriba.
Ella repitió ‘las Pléyades’ en voz baja, contemplándolas largo rato. Aquellas lucecitas en las pupilas, pensó Coy, la hacían parecer sorprendentemente joven. De nuevo la foto en el marco, la copa abollada, vagaron por su memoria, envueltas en la vieja canción:
Nombres de las estrellas
saber quería.
– Ésa tan luminosa es Andrómeda -indicó-. Está junto al cuadrado de Pegaso, que los antiguos astrónomos imaginaban como un caballo alado visto al revés… Y allí mismo, si te fijas, un poco a la derecha, está la Nebulosa… ¿La ves?
– Sí… La veo.
Había una suave excitación en su voz; el descubrimiento de algo nuevo. De algo inútil, inesperado y hermoso.
Qué noche aquella,
en que le di mil nombres
a cada estrella.
Canturreaba Coy entre dientes, muy bajito. El balanceo del barco, la noche cada vez más intensa, la cercana presencia de ella lo sumían en un estado muy próximo a la felicidad. Uno va al mar, pensaba, para vivir momentos así. Le había pasado los prismáticos de 7’50 y Tánger observaba el cielo, las Pléyades, la Nebulosa, buscando puntos luminosos que él iba señalando con el dedo.
– Todavía no puede verse Orión, que es mi favorita… Orión es el Cazador, con su escudo, su cinturón y la vaina de su espada… Tiene unos hombros que se llaman Betelgeuse y Bellatrix y un pie que se llama Rigel.
– ¿Por qué es tu favorita?
– Resulta lo más impresionante que hay allá arriba. Más que la Vía Láctea. Y una vez me salvó la vida.
– Vaya. Cuéntame eso.
– No hay mucho que contar. Yo tendría trece o catorce años y había salido a pescar, con un botecito de vela. Se levantó mal tiempo, muy cerrado, y me pilló la noche en el mar. No llevaba brújula y no podía orientarme… De pronto se abrieron un poco las nubes y reconocí Orión. Puse rumbo y llegué a puerto.
Tánger se quedó un rato callada. Tal vez me imagina, aventuró Coy. Un niño perdido en el mar, buscando una estrella.
– El Cazador, el caballo Pegaso -ella volvía a recorrer el cielo-… ¿De veras eres capaz de ver todas esas figuras allá arriba?
– Claro. Resulta fácil cuando miras durante años y años… De cualquier modo, pronto las estrellas brillarán inútilmente sobre el mar, porque los hombres ya no las necesitan para buscar su camino.
– ¿Eso es malo?
– No sé si es malo. Sé que es triste.
Había una luz muy lejos frente a la proa, por la amura de estribor, que aparecía y desaparecía bajo la sombra oscura de la vela. Coy le echó un vistazo atento. Tal vez era un pesquero, o un mercante que navegaba cerca de la costa. Tánger miraba el cielo y él se quedó un rato pensando sobre luces: blancas, rojas, verdes, azules o de cualquier otro color, nadie ajeno al mar podía sospechar lo que significaban para un marino. La intensidad de su lenguaje de peligro, de aviso, de esperanza. Lo que suponía su búsqueda e identificación en noches difíciles, entre olas de temporal, en arribadas calmas, prismáticos pegados a la cara, intentando distinguir el centelleo de un faro o una baliza entre miles de odiosas, estúpidas, absurdas luces encendidas en tierra. Existían luces amigas y luces asesinas, e incluso luces vinculadas al remordimiento; como cierta vez que Coy, segundo oficial a bordo del petrolero “Palestine”, en ruta de Singapur al Pérsico, creyó ver a las tres de la madrugada dos bengalas rojas lanzadas muy lejos. Pese a no estar completamente seguro de que fueran señales de socorro, había despertado al capitán. Éste subió al puente a medio vestir, soñoliento, para echar un vistazo. Pero no hubo más bengalas, y el capitán, un guipuzcoano seco y eficiente llamado Etxegárate, no consideró oportuno desviarse de la ruta; ya habían perdido, dijo, demasiado tiempo dejando atrás el faro Raffles y el estrecho de Malaca con su tráfico endiablado. Aquella noche, Coy pasó el resto de la guardia atento al canal 16 de la radio, por si captaba la llamada de un barco en apuros. No hubo nada; pero nunca pudo olvidar las dos bengalas rojas, tal vez la provisión de emergencia que un marino angustiado disparaba en la oscuridad, a modo de última esperanza.
– Cuéntame -dijo Tánger- cómo fue aquella noche a bordo del “Dei Gloria”.
– Creí que lo sabías de sobra.
– Hay cosas que yo no puedo saber.
El tono de su voz no tenía nada que ver con el de otras veces. Para su sorpresa comprobó que sonaba muy próximo; casi dulce. Eso lo hizo removerse incómodo en el banco de teca, y al principio no supo qué responder. Ella aguardaba, paciente.