Regresó apresuradamente a la bañera. El Piloto ya estaba allí, preguntando qué pasaba. Coy señaló las luces a proa.
– Jesús -murmuró el Piloto.
Tánger los observaba desconcertada, con la gruesa banda roja del chaleco salvavidas ajustada sobre el chaquetón.
– ¿Es un barco?
– Es un hijo de puta y viene derecho.
Ella tenía el mosquetón del arnés de seguridad en la mano, y miraba a uno y otro como si no supiera qué hacer. A Coy le pareció insólitamente indefensa.
– No te enganches a nada -aconsejó-. Por si acaso.
No era bueno estar amarrado a un barco que pueda ser partido en dos. Volvió a meterse por el tambucho y se pegó a la pantalla de radar. Navegaban a vela y tenían teórica preferencia de paso, pero eso y nada era lo mismo. Por otra parte, estaban ya demasiado cerca para maniobrar alejándose de la derrota del otro. Y de lo que no cabía duda era de que se trataba de un barco grande. Demasiado grande. Maldecía de sí mismo por el descuido, por no haber previsto antes el peligro. Seguía sin ver luces rojas ni verdes, y sin embargo el mercante estaba allí, en línea recta hacia ellos, a una milla escasa. Sintió temblar el motor del “Carpanta” al ponerse en marcha. El Piloto acababa de encenderlo. Salió de nuevo afuera.
– No nos ve -dijo.
Y sin embargo llevaban sus luces de navegación encendidas, le habían hecho señales luminosas, y el “Carpanta” arbolaba en lo alto del palo un buen repetidor de señales de radar. Coy terminó de ajustarse el chaleco salvavidas. Estaba furioso y confundido. Furioso consigo mismo por haberse distraído con las estrellas y la conversación, y no prever el peligro. Confundido porque seguía sin ver las luces roja y verde de lo que se les venía encima.
– ¿No podéis avisarlo por radio? -preguntó Tánger.
– Ya no hay tiempo.
El Piloto había desconectado el automático y gobernaba a mano, pero Coy sabía cuál era el problema. La maniobra evasiva más lógica era a estribor, porque si el mercante los avistaba en el último momento, también él debería meter timón a su estribor. El problema era que, navegando tan cerca de la costa, el estribor de éste podría llevarlo demasiado cerca de tierra; y era posible que, en vista de eso, el oficial del puente hiciera la maniobra contraria, buscando su babor y mar abierto. LPPP: Ley de lo Peor que Puede Pasar. Así, al querer apartarse de la ruta del otro, el “Carpanta” terminaría exactamente en medio de ésta.
Tenían que hacerse ver. Coy cogió una de las bengalas blancas que había en la bañera y volvió a la proa. Las luces parecían una verbena, luces por todas partes, una claridad que debía de estar ya a menos de media milla. Del mar llegaba ahora un rumor sordo, constante y siniestro: el ruido de las máquinas del mercante. Se agarró al balcón de proa y echó un último vistazo, intentando comprender al menos lo que estaba ocurriendo, antes de que el otro les pasara por encima. Y entonces, a sólo dos cables de distancia, recortada como un fantasma sombrío en el resplandor de su propia luz, alcanzó a distinguir una masa negra, alta y terrible: la proa del mercante. Ahora sus luces permitían distinguir numerosos contenedores apilados en cubierta; y de pronto, por fin, Coy comprendió lo que había ocurrido. De lejos, las luces roja y verde habían quedado ocultas por las otras, más fuertes. De cerca, desde la posición baja del velero, era la misma proa y el ancho casco del mercante lo que impedía verlas.
Quedaba menos de un minuto. Sujetándose con las rodillas contra el balcón de proa, sacando el cuerpo por delante del estay del génova, quitó la tapa superior de la bengala, hizo girar la base, la apartó bien del cuerpo extendiendo el brazo lo más a sotavento que pudo, y golpeó fuerte con la palma de la otra mano el disparador. Con tal de que no esté caducada, pensó. Entonces hubo un fuerte soplido, una humareda saltó de la bengala, y una claridad cegadora iluminó a Coy, la vela y una buena porción de mar alrededor del “Carpanta”. Agarrado al estay y con la otra mano en alto, deslumbrado por el intenso resplandor, vio cómo la proa del mercante aún mantenía unos instantes el rumbo y luego empezaba a virar a estribor, a menos de cien metros; y a la luz ya agonizante de la bengala advirtió la enorme ola del barco: una cresta blanca que se abalanzaba sobre el velero. Tiró la bengala al mar, agarrándose con las dos manos, mientras el Piloto metía toda la rueda del “Carpanta” a estribor. Ahora el costado negro, iluminado arriba como para una fiesta, pasaba muy cerca entre el estrépito de las máquinas, y el velero, golpeado por la ola, bailaba enloquecido. Entonces el enorme génova, cogido por el viento a la otra banda, se acuarteló bruscamente, la lona tomada a la contra golpeó a Coy, y éste se vio proyectado por encima del balcón de proa, zambulléndose en el mar.
Estaba fría. Estaba demasiado fría, pensó aturdido, mientras el agua negra se cerraba sobre su cabeza. Sintió las turbulencias de la hélice del velero cuando el casco pasó junto a él, alejándose, y luego otras mayores, que hacían bullir a su alrededor la esfera oscura y líquida en la que se agitaba: las grandes hélices del mercante. El agua atronaba con el ruido de las máquinas, y en ese instante comprendió que iba a ahogarse sin remedio, porque las turbulencias tiraban hacia abajo de sus pantalones y de su chaqueta, y de un momento a otro tendría que abrir la boca para respirar, para llenarse los pulmones de aire, y lo que iba a entrarle allí no era aire sino todo lo contrario: agua salada criminal y abundante. Por su cabeza no pasó toda su vida en rápidas imágenes, sino una furia ciega por terminar de aquel modo absurdo, y el deseo de bracear hacia arriba, de sobrevivir a toda costa. El problema era que las turbulencias lo revolvían en la maldita esfera negra, y arriba y abajo eran conceptos demasiado relativos, suponiendo que él estuviera en condiciones de bracear en dirección a algún sitio. El agua empezó a entrarle por la nariz, con una sensación molesta y agudísima, y se dijo: ya está, ya me estoy ahogando. Ya estoy listo de papeles. Así que abrió la boca para blasfemar al tiempo del último trago; y para su sorpresa encontró aire limpio, y estrellas en el cielo, y la luz estroboscópica del chaleco salvavidas autoinflable dándole pantallazos junto a la oreja, con destellos blancos que le cegaban el ojo derecho. Y con el ojo izquierdo, menos deslumbrado que el otro, vio el resplandor del mercante que se alejaba, y al otro lado, a medio cable de distancia, con la luz verde de estribor apareciendo y desapareciendo tras la enorme sombra del génova que flameaba al viento, la silueta oscura del “Carpanta”.
Intentó nadar hacia él, pero el chaleco salvavidas entorpecía sus movimientos. Sabía de sobra que un barco puede pasar cien veces junto a un hombre en el agua, de noche, y no verlo. Buscó el silbato de emergencia que tendría que hallarse junto a la luz estroboscópica, pero no estaba allí. Y gritar a aquella distancia era inútil. La marejadilla resultaba molesta, con pequeñas olas que lo hacían subir y bajar, ocultándole la vista del velero. También lo ocultaban a él, pensó desolado. Luego se puso a nadar despacio, a braza, procurando no fatigarse demasiado, con objeto de acortar la distancia. Calzaba las zapatillas de deporte, que lo entorpecían poco; así que decidió conservarlas puestas. No sabía cuánto tiempo iba a pasar en el agua, y contribuirían a abrigarlo un poco más. El Mediterráneo no era un mar de bajas temperaturas; y en aquella época del año, de noche, un náufrago vestido y con buena salud podía aguantar varias horas vivo.
Seguía viendo las luces del “Carpanta”, al que parecían estarle recogiendo el génova. Por su posición respecto a él y al mercante, Coy comprendió que, apenas lo vio caer al agua, el Piloto había largado las velas en banda, deteniéndose, y ahora se dispondría a desandar el camino para intentar acercarse al punto de caída. Sin duda él y Tánger estaban uno en cada borda, buscándolo entre el movimiento del mar. Tal vez habían echado al agua el salvavidas de emergencia con la baliza luminosa atada al extremo de una rabiza, y se dirigían ahora hacia ella para comprobar si había logrado encontrarla. En cuanto a su propia luz, la del chaleco, seguramente la marejadilla seguía ocultándosela.