– Fue aquí -dijo Tánger.
Tenía una carta náutica desplegada encima de las rodillas, y a su lado el Piloto fumaba un cigarrillo, con una taza de café en las manos. Coy fue hasta la cubierta de popa. Se había puesto unos pantalones secos y una camiseta, y el pelo revuelto y los labios tenían restos de sal de la zambullida nocturna. Miró alrededor, entre las gaviotas que planeaban graznando antes de posarse en el agua. La costa estaba a poco más de una milla al oeste, y luego se abría hacia arriba en forma de ensenada. Reconoció Punta Percheles, Punta Negra, el cabezo y la isla de Mazarrón en la distancia; y a lo lejos, unas ocho millas al este, la mole oscura del cabo Tiñoso.
Volvió a la bañera. El Piloto había bajado a buscarle una taza de café tibio, y Coy la bebió de un solo trago, torciendo el gesto al saborear las últimas gotas del brebaje amargo. Tánger señalaba en la carta el paisaje que tenían ante los ojos. Conservaba puesto el suéter negro e iba descalza. Mechones rubios escapaban de su pelo recogido bajo el gorro de lana del Piloto.
– Éste es el lugar -dijo- donde el “Dei Gloria” rompió el palo y tuvo que entablar combate.
Coy asintió sin dejar de observar la costa cercana, mientras ella explicaba los detalles del drama. Todo cuanto había investigado, los pormenores reunidos aquí y allá en legajos amarillentos, en papeles manuscritos, en las antiguas cartas náuticas del Urrutia, se ordenaba en su voz tranquila, tan segura como si ella hubiera estado también allí. Nunca había escuchado a nadie tan convencido de lo que contaba. Y oyéndola, con los ojos fijos en el arco de costa parda que se alejaba hacia el nordeste, Coy intentó reconstruir la propia versión de los hechos: el así fue; o, más exactamente, el así pudo ser. Invocaba para ello los libros leídos, su experiencia como marino, los días y las noches de su juventud empujada por velas silenciosas a través de aquel mar al que ella lo había traído de regreso. Por eso pudo imaginar fácilmente; y cuando Tánger se interrumpía en su relato y lo miraba, y los ojos azules del Piloto también se volvían hacia él, Coy encogía un poco los hombros, se tocaba la nariz y llenaba los huecos de la narración. Daba detalles, aventuraba situaciones, describía maniobras, situándolas en aquel amanecer del 4 de febrero de 1767, cuando el lebeche roló al norte al apuntar el sol, poniendo al cazador y a la presa a navegar de bolina. En esas circunstancias, dijo, el viento aparente se sumaba al viento real, y el bergantín y el jabeque debían de ceñir a siete u ocho nudos, con cangreja, mayor, foques, gavias, y las vergas bien braceadas a sotavento, el “Dei Gloria”; latinas de trinquete y mesana tensas como hojas de cuchillo el corsario, y barloventeando éste mejor que su presa. Muy escorados ambos a la banda de estribor, con el agua corriéndoles por los imbornales de sotavento y los timoneles atentos a la caña, los capitanes pendientes del viento y la lona, en una carrera donde el primero que cometiese un error perdería la partida.
Errores. En el mar, como en la esgrima -Coy lo había oído en alguna parte-, todo consistía en tener al adversario a distancia, previendo sus movimientos. La nube negra que se dibujaba plana y baja en la distancia, la zona levemente oscura del agua rizada, la casi imperceptible espuma rompiendo en la roca a flor de agua, auguraban estocadas mortales que sólo la perpetua vigilia permitía esquivar. Eso convertía el mar en símil perfecto de la vida. El momento de tomar un rizo a la vela, decía el sensato principio marino, era justamente cuando te preguntabas si no era momento de tomar un rizo a la vela. El mar escondía a un viejo canalla, peligroso y taimado, cuya aparente camaradería sólo acechaba el momento de asestar un zarpazo al menor descuido. Mataba fácilmente, sin piedad, a los descuidados y a los estúpidos; y el mejor de los marinos podía aspirar, como mucho, a que lo tolerase entre sus ondas, sin molestar. A pasar inadvertido. Porque el mar carecía de sentimientos y, como el Dios bíblico, no perdonaba nunca, salvo por azar o por capricho. Las palabras caridad y compasión, entre muchas otras, también se quedaban en tierra al soltar amarras. Y en cierto modo, opinaba Coy, era justo que así fuera.
El error, decidió, lo había cometido al fin el capitán Elezcano. O tal vez no hubo error, y sólo ocurrió que la ley del mar se inclinó en aquella ocasión a favor del corsario. Cada vez más cerca del enemigo, que le impedía ponerse a salvo bajo los cañones de la torre artillada de Mazarrón, el bergantín habría desplegado las juanetes, pese al mal estado de los masteleros. No era difícil adivinar el resto: el capitán Elezcano mirando hacia lo alto, angustiado, mientras los marineros, balanceándose en los marchapiés, suspendidos sobre el mar a estribor, sueltan los matafiones de las velas superiores y éstas se despliegan con un breve gualdrapeo, tensándose al subir las vergas y cazar escotas. Y el pilotín que se acerca a la toldilla con la latitud y la longitud obtenidas por el piloto, y la orden distraída de anotarlas en el libro de a bordo dada por el capitán, que no aparta los ojos de lo alto. El pilotín a su lado, vuelto a su vez hacia arriba mientras se mete el papel con las coordenadas escritas a lápiz en el bolsillo. Y de pronto, crac, el crujido siniestro de la madera al romperse, y las drizas y la lona cayendo a sotavento enredadas por el viento sobre la gavia del velacho, y el barco dando una guiñada suicida, y el alma a la boca de todos los hombres a bordo, que en ese instante comprenden que su suerte está sellada.
Debía de haber marineros arriba, cortando la jarcia inútil y tirando los restos del mastelero y la vela al mar, mientras abajo el capitán Elezcano daba la orden de abrir fuego. Las portas de los cañones estarían abiertas desde las primeras luces, cargadas sus bocas, con los artilleros preparados. Quizá el capitán decidió caer de improviso a una banda para tomar por sorpresa al perseguidor cercano, dándole sin duda la de estribor, con los hombres inclinados tras los cañones, esperando que el casco y las velas del jabeque aparecieran ante ellos. Combate casi a tocapenoles, decía la relación escrita por las autoridades de marina con el testimonio del pilotín. Eso significaba que los barcos estarían muy próximos, listos los del corsario para el cañoneo y el abordaje, cuando el “Dei Gloria” mostró su banda de estribor con las portas abiertas tras las que humeaban las mechas, y largó una andanada a quemarropa, cinco cañones escupiendo balas de cuatro libras. Tuvo que hacer daño; pero en ese momento el corsario debía de estar arribando también a estribor, salvo que sus velas latinas le permitieran seguir a rumbo, ciñendo el viento, y cortar la estela del bergantín, largándole a su vez una andanada vengativa, mortífera, que barriera su cubierta de popa a proa. Dos cañones largos de seis libras y cuatro de a cuatro: de quince a veinte kilos de hierro y metralla rompiendo cabos, maderas y carne humana. Después, mientras a bordo del corsario los artilleros gritaban jubilosos, viendo a los heridos y moribundos del adversario arrastrarse por las cubiertas resbaladizas de sangre, los dos barcos habían ido acercándose cada vez más lentamente hasta quedar casi inmóviles, el uno junto al otro, cañoneándose con ferocidad.
El capitán Elezcano era un vizcaíno tenaz. Resuelto a no ofrecer el cuello de balde a la cuchilla del matarife, debía de recorrer de arriba abajo la borda del bergantín, animando a sus desesperados artilleros. Habría cañones desmontados, astillas, balas de cañón y de mosquete y metralla volando por todas partes, trozos de cabos, palos y velas que caían de lo alto. A esas horas los dos jesuitas estarían muertos, o tal vez habían bajado a la cámara para defender hasta el último instante el cofre de las esmeraldas, o arrojarlo al mar. Las últimas andanadas del corsario fueron sin duda devastadoras. El palo trinquete, con sus velas desgarradas como sudarios, crujió antes de desplomarse en la cubierta hecha una carnicería del bergantín; y tal vez el capitán Elezcano ya estaba muerto para entonces. El barco iba al garete, arrasado y sin gobierno. Quizás, acurrucado entre rollos de cabos, con un sable de combate en la mano que le temblaba, el asustado pilotín de quince años esperaba el final, viendo acercarse entre el humo los mástiles del “Chergui” listo para el abordaje. Pero se distinguía un fuego a bordo: los cañonazos a quemarropa del bergantín, o los del propio jabeque, habían incendiado alguna de sus velas bajas, que no hubo tiempo de recoger por lo inesperado de la maniobra. Y ahora esa lona ardía, cayendo sobre la cubierta del corsario; tal vez cerca de una carga de pólvora, o de la escotilla abierta de la santabárbara. Azares del mar. Y de pronto hubo una llamarada y un estampido seco que golpeó al agonizante bergantín con un puño de aire, derribándole el segundo palo, y llenó el cielo de humo negro y astillas y pavesas y restos humanos que cayeron por todas partes. Entonces, incorporándose sobre la borda cubierta de sangre, ensordecido por la explosión y desorbitados los ojos de horror, el pilotín pudo ver que donde había estado el corsario sólo quedaban maderas humeantes que chisporroteaban al hundirse en el mar. En ese momento el “Dei Gloria” escoró a su vez, con el agua invadiendo las entrañas de su casco desgarrado, y el pilotín se encontró manteniéndose a flote entre restos de maderas y cordajes. Estaba solo, y cerca de él flotaba la lancha que el capitán Elezcano había ordenado echar al agua para despejar la cubierta, minutos antes de entablar combate.