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Aquél había sido durante muchos años su lugar favorito, proclive a los sueños oceánicos, cuando paseaba camino del rompeolas con una caña de pescar o el arpón de gomas y las aletas, o cuando más tarde ayudaba al Piloto a limpiar el casco del “Carpanta” arrimado al Espalmador, en poca agua. Allí, en los atardeceres interminables del puerto, cuando el sol se iba ocultando tras los esqueletos inertes de los viejos buques, el Piloto y él habían conversado con palabras o silencios sobre la creencia, por ambos compartida, de que los barcos y los hombres deberían terminar siempre dignamente, en el mar, en vez de verse desguazados en tierra. Y más tarde, muy lejos de allí, en isla Decepción, al sur de Hornos y del pasaje Drake, Coy había experimentado idéntico estado de ánimo cuando desembarcó en la arena de una playa que era negra como aquélla, entre millares de huesos de ballena que la blanqueaban hasta el horizonte. El esperma de esos animales se había convertido en aceite quemado en lámparas muchísimo antes de que él naciera; pero los huesos seguían allí como una burla, en aquel extraño mar de los Sargazos antártico. Había entre los restos un viejísimo hierro de arpón oxidado, y Coy se encontró de pie ante él, mirándolo con repugnancia. Después de todo, isla Decepción era un buen nombre para aquel lugar. Ballenas desguazadas, barcos desguazados. Hombres desguazados. El arpón se clavaba en la misma carne, porque siempre se trataba de la misma historia.

Amarraron en el puerto deportivo y caminaron por los muelles, sintiendo, como ocurría cada vez al pisar tierra, que ésta oscilaba levemente bajo sus pasos. En el muelle comercial, al otro lado del club náutico, había un carguero de palos: el “Felix von Luckner” de la Zeeland Ship, que Coy conocía por hacer habitualmente la ruta Cartagena-Amberes. Su mera visión evocaba largas esperas bajo la lluvia, el viento y la luz amarillenta del invierno, las siluetas fantasmagóricas de las grúas sobre la tierra llana, la esclusa y las interminables maniobras en el Escalda. Y pese a que había conocido rincones del mundo mucho más confortables, Coy no pudo evitar una punzada de nostalgia.

Fueron los tres a la terraza del bar Valencia, junto al centenario azulejo con los versos que Miguel de Cervantes había dedicado a la ciudad en su “Viaje del Parnaso”, al pie de la muralla construida por Carlos III cuando el “Dei Gloria” llevaba sólo tres años yaciendo en el fondo del mar, y bebieron grandes jarras de cerveza fría ante el reloj del ayuntamiento, las palmeras agitadas por el lebeche que refrescaba a mediodía, y el pináculo del monumento a los marinos muertos en Cuba y Cavite, con docenas de nombres grabados en placas de mármol junto a los de barcos que llevaban, como ellos, cien años singlando el silencio de las profundidades. Después el Piloto acudió a encargarse de la sonda, y Tánger acompañó a Coy por las calles estrechas y desiertas de la ciudad vieja, bajo los balcones con geranios y macetas de albahaca y los miradores acristalados donde aún, a veces, una mujer sentada con una labor en las manos los veía pasar con curiosidad. Ahora la mayor parte de aquellos balcones estaban cerrados y los miradores vacíos, con cristales desprovistos de cortinas, en casas de ventanas condenadas y puertas donde se acumulaba la suciedad; y Coy buscaba en ellas, inútilmente, una cara conocida, una música familiar tras las persianas verdes, un niño jugando en la esquina o en la plaza más próxima, en el que reconocer a alguien, o reconocerse.

– Fui feliz aquí -dijo él de pronto.

Estaban parados en una calle oscura, ante el solar de una casa derribada entre otras dos que aún se mantenían en pie. Los lienzos de pared desnuda conservaban jirones de papel, clavos oxidados de los que no colgaba cuadro alguno, huellas de muebles, deshilachados cables eléctricos. Las recorrió con la mirada, intentando recobrar lo que en otro tiempo encerraron: estantes con libros, muebles de nogal y caoba, pasillos de azulejos, habitaciones con tragaluces ovales en lo alto, amarillentos retratos rodeados de un aura blanquecina que intensificaba su aire fantasmal. Ya no estaba la relojería de la planta baja, ni las tiendas de carbón y ultramarinos al extremo de la calle, ni tampoco la taberna con una fuente de mármol en el centro, anuncios de Anís del Mono y carteles taurinos en la pared, que olía a vino al pasar frente a su puerta, y en cuyo mostrador espaldas de hombres taciturnos, inclinados sobre vasos rojos, dejaban correr las horas. Y al niño de pantalón corto que caminaba por aquella misma calle con una botella de sifón en cada mano, o pegaba la nariz, maravillado, ante los escaparates llenos de juguetes iluminados para la Navidad, hacía mucho tiempo que se lo había llevado el mar.

– ¿Por qué te fuiste? -preguntó Tánger.

Su voz sonaba extrañamente dulce. Coy seguía contemplando las paredes de la casa inexistente. Hizo un gesto hacia atrás, en dirección al puerto al otro lado de la ciudad.

– Había un camino allí -se volvió despacio-. Quise hacer lo que otros sueñan.

Ella inclinó la cabeza, en señal de asentimiento. Lo observaba de aquel modo singular que tenía a veces, como si estuviera viéndolo por primera vez.

– Anduviste lejos -susurró.

Parecía envidiarlo, al decir aquello. Coy se encogió de hombros con una sonrisa de tiempo y de naufragios. Una mueca deliberada, consciente de sí misma.

– Hay unas líneas -dijo, y luego contempló de nuevo las paredes de la casa que ya no estaba-. Una página que leí ahí arriba.

Recordó en voz alta, sin dificultad:

‘Ven aquí, tú el del corazón

roto. Aquí hay otra vida sin el

intermedio de la muerte. Aquí

pueden conocerse, sin morir, maravillas sobrenaturales. Yo doy

más olvido que la Parca. Ven,

levanta tu lápida sepulcral en

el cementerio y despósate conmigo.’ Oyendo esta vez al este y

al oeste, desde al alba al anochecer, el alma del herrero respondió: ‘Sí, allá voy’. Y así,

Perth se fue a la caza de la

ballena…

Encogió otra vez los hombros, al terminar, y ella seguía mirándolo del mismo modo. Los iris azul marino estaban fijos en su boca.

– Fuiste lo que querías ser -dijo.

Su voz sonaba todavía como un susurro pensativo. Coy alzó un poco las palmas de las manos.

– Fui Jim Hawkins, y luego fui Ismael, y durante un tiempo creí ser Lord Jim… Después supe que nunca fui ninguno de ellos. Eso me alivió, en cierto modo. Como si me librase de amigos molestos. O de testigos.

Les dirigió una última ojeada a las paredes desnudas. Había sombras oscuras que lo saludaban desde arriba: mujeres enlutadas conversando en la luz decreciente de la tarde, una lamparilla de aceite ante la talla de una virgen, el chasquido apacible de bolillos tejiendo un encaje, una petaca de cuero negro con iniciales de plata y el olor a tabaco de un mostacho blanco. Grabados de barcos que navegaban velas al viento, entre el crujido de papel de las páginas de un libro. He huido, pensó, a un lugar que ya no existía, desde un lugar que ya no existe. Volvió a sonreírle al vacío:

– Como suele decir el Piloto, nunca sueñes con la mano en el timón.

Ella guardó silencio después de oír aquello, y ya no dijo nada más. Había sacado del bolso el paquete con la efigie de Héroe, y encendía un cigarrillo con la cajetilla todavía en las manos, tan despacio como si ese trozo de cartulina pintada la consolara de sus propios fantasmas.