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– Me ha traído de vuelta al mar.

El Piloto se lo quedó mirando.

– Si es un pretexto, vale -dijo-. Pero a mí no me hagas frases.

Bebió otro trago y le pasó a Coy la botella. Éste se puso el gollete en los labios.

– Ya te lo dije una vez: quiero contarle esas pecas -se limpiaba la boca con el dorso de una mano-. Contárselas todas.

El otro no dijo nada, limitándose a recuperar la botella. Un vigilante nocturno pasó por el pantalán, haciendo resonar las tablas del muelle flotante. Cambió un saludo con ellos y siguió camino.

– Oye, Piloto. Los hombres vamos por la vida a trompicones, de aquí para allá… Solemos envejecer y morir sin comprender bien lo que pasa. Pero ellas son distintas.

Hizo una pausa, estirándose hacia atrás en la silla, los brazos extendidos. Su cabeza rozó la bandera que colgaba flácida del mástil, junto a la antena en forma de seta del Gps. La noche era tan tranquila que casi podía oír oxidarse los tornillos del balcón de proa.

– A veces la miro y pienso que sabe cosas de mí que yo mismo no sé.

El Piloto reía, bajito, la botella entre las manos.

– Eso mismo dice mi mujer.

– Hablo en serio. Ellas son distintas. Lúcidas como si la lucidez fuera una enfermedad, ¿comprendes?

– No.

– Es algo genético… Hasta a las estúpidas les pasa.

El Piloto escuchaba atento, con buena voluntad; pero el gesto de su cabeza inclinada un poco hacia adelante era escéptico. De vez en cuando daba una ojeada alrededor, al mar y a las luces de la ciudad, como en busca de alguien que aportase sensatez a todo aquello.

– Están ahí calladas, mirándonos -prosiguió Coy-. Llevan siglos mirándonos, ¿comprendes?… Han aprendido mirándonos.

Se quedó callado, y el Piloto también. Del barco de los suecos llegaba el rumor de sus voces recogiendo la mesa antes de irse a dormir. Luego, el reloj del ayuntamiento dio la primera campanada de los cuartos. El agua estaba tan quieta que parecía sólida.

– Ésta es peligrosa -dijo por fin el Piloto-. Como ese mar donde se atrancaban los buques hasta pudrirse…

– El mar de los Sargazos.

– Tú me dijiste que es mala. Yo sólo digo que es peligrosa.

Le había pasado otra vez la botella de coñac, que Coy sostenía en una mano, sin beber.

– Eso mismo dijo Nino Palermo, Piloto. ¿Qué te parece?… El día que hablé con él en Gibraltar.

El Piloto encogió los hombros. Aguardaba, paciente.

– No sé qué te dijo.

Coy le dio un trago a la botella.

– Los hombres somos malos por estupidez, Piloto. Por torpeza. Lo somos por ambición o por lujuria, o ignorancia… ¿Comprendes?

– Más o menos.

– Quiero decir que ellas son distintas.

– Ellas no son distintas. Sólo son supervivientes.

Coy se quedó callado, sorprendido por la exactitud del comentario.

– También fue eso lo que dijo Palermo.

Luego apuntó al otro con la mano en que sostenía la botella, pero no dijo nada más. El Piloto se inclinó para quitarle la botella de la mano:

– Demasiados libros.

Tras decir aquello bebió un último trago, puso el tapón y dejó la botella sobre cubierta. Ahora miraba a Coy, esperando que dejara de reír.

– ¿De qué se defiende ella? -preguntó.

Coy alzó las manos, evasivo. Cómo diablos, decía el gesto, te lo cuento.

– Ella lucha -dijo- por una niña que conoció hace tiempo. Una niña protegida, soñadora, que ganaba concursos de natación. Que creció feliz hasta que dejó de serlo y supo que todos morimos solos… Ahora se niega a dejarla desaparecer.

– ¿Y qué pintas tú en esto?

– Se me pone tan dura como a cualquiera, Piloto.

– Es mentira. Eso tiene arreglo, y nada que ver con ella.

Tiene razón, se dijo Coy. A fin de cuentas ya se me ha puesto dura otras veces, y nunca he ido por ahí haciendo el idiota. No más de lo corriente.

– Quizá haya cierta relación con los barcos que pasan de noche -dijo-. ¿Te has fijado?… Estás en la borda y pasa un barco del que ignoras todo: nombre, bandera, adónde se dirige… Sólo ves unas luces, y piensas que también habrá alguien apoyado en la borda que en ese momento mira tus luces.

– ¿De qué color son las luces que ves?

– Qué más da el color -Coy encogía los hombros, irritado-. Yo qué sé… Rojas, blancas.

– Si son rojas, el otro tiene prioridad de paso. Mete a estribor.

– Hablo en metáfora, Piloto… ¿Comprendes?

El Piloto no dijo si comprendía o no. Su silencio resultaba elocuente, poco favorable a las metáforas de barcos, o de noches, o de cualquier otra cosa. No marees la aguja, decía su parquedad de palabras. Estás encoñado, y punto. Antes o después todo termina pasando por ahí. La causa es asunto tuyo, y a mí lo que me inquietan son las consecuencias.

– ¿Y qué vas a hacer? -preguntó por fin.

– ¿Hacer? -Coy se tocó la nariz-. No tengo ni idea… Estar aquí, supongo. Observarla.

– Pues recuerda el refrán: a la mujer y al viento, con mucho tiento.

Tras decir aquello, el Piloto se sumió en otro silencio huraño. Contemplaba las luces del puerto en el agua aceitosa.

– Fue una lástima lo de tu barco -añadió al cabo de un rato-. Allí todo estaba resuelto. En tierra sólo hay problemas.

– Estoy enamorado de ella.

El otro se había levantado. Oteaba el cielo, interrogándolo sobre el tiempo que haría mañana.

– Hay mujeres -dijo como si no hubiera oído nada- que tienen cosas extrañas en la cabeza, igual que otras tienen gonorrea. Y resulta que van y te las pegan.

Se había inclinado a coger la botella; y al incorporarse, las luces de la ciudad iluminaron sus ojos, muy cerca.

– A fin de cuentas -dijo- quizá no sea culpa tuya.

Con las arrugas haciéndole sombras en la cara, y el pelo corto y canoso que la penumbra tornaba ceniciento, parecía un Ulises cansado; indiferente a las sirenas y las arpías, y las jovencitas púberes al acecho en playas tentadoras, y las miradas turbias, ven o vete, despectivas o indiferentes. De pronto Coy lo envidió con todas sus fuerzas: a su edad, ya era difícil que una mujer le costase a un hombre la vida o la libertad.

XII. SUDOESTE CUARTA AL ESTE

Este camino difiere de

los de tierra en tres cosas:

el de la tierra es firme,

éste flexible. El de la tierra es quedo, éste móvil. El

de la tierra señalado, el de

la mar, ignoto.

Martín Cortés.

“Breve compendio

de la esfera”

Al amanecer del cuarto día, el viento que había estado soplando suave del oeste empezó a rolar al sur. Inquieto, Coy miró la oscilación del anemómetro y luego el cielo y el mar. Era un día anticiclónico convencional, de principios de verano. Todo estaba en apariencia tranquilo, el agua rizada y el cielo azul, con algunos cúmulos; pero podían distinguirse cirros medios y altos moviéndose en la distancia. También el barómetro mostraba tendencia a bajar: tres milibares en dos horas. Al despertar, después de darse un chapuzón en el agua azul y fría, y oír el parte meteorológico, había anotado en el cuaderno de la mesa de cartas la formación de un centro de bajas presiones que se desplazaba en cuña por el norte de África, vecino a una alta de 1.012 inmóvil sobre Baleares. Si las isobaras de una y otra se aproximaban demasiado, los vientos soplarían duros desde mar adentro, y el “Carpanta” tendría que refugiarse en un puerto e interrumpir la búsqueda.

Desconectó el piloto automático, empuñó el timón e hizo maniobrar al velero ciento ochenta grados. La proa apuntó de nuevo al norte, a la costa iluminada por el sol bajo la falda oscura del cabezo de las Víboras, iniciando la exploración del sector que, sobre la carta de búsqueda, estaba designado como franja número 43. Aquello significaba que la Pathfinder había cubierto ya más de la mitad del área, sin resultado. La parte positiva era que así quedaba descartado el sector de mayores fondos, donde las inmersiones habrían sido complicadas y profundas. Coy miró por el través de babor hacia Punta Percheles, donde un pesquero calaba redes tan cerca de tierra que parecía dispuesto a llevarse las conchas de la playa. Calculó rumbo y distancia, concluyendo que no se acercarían demasiado el uno al otro, aunque el errático comportamiento de los pesqueros era imprevisible. Después echó un nuevo vistazo al cielo, conectó el piloto automático y bajó a la camareta, donde el monótono ronroneo del motor situado bajo la escala se hacía más intenso.