Y así seguía, fastidiado e indeciso, calculando la oportunidad de pegarle a Kiskoros otro puñetazo en la cara o no pegárselo, cuando vio a Tánger de pie junto a la carretera, bajo la luz amarilla del farol. Se mantenía muy quieta y los miraba.
Al extremo de la bahía, el haz del faro giraba horizontal, recto en la noche tibia que punteaba la llovizna. Los intervalos luminosos parecían estrechos conos de bruma al pasar una y otra vez, recortando en cada ocasión los troncos esbeltos y las copas inmóviles de las palmeras, grávidas de agua y de reflejos. Coy le echó una ojeada a Kiskoros antes de alejarse en pos de Tánger por la orilla. El argentino había podido llegar hasta el coche, pero no llevaba encima la llave arrojada al mar; así que estaba sentado en el suelo, apoyada la espalda contra una rueda, empapado de agua y sucio de arena, viéndolos irse. Desde la aparición de la mujer no había vuelto a abrir la boca, y tampoco ella dijo nada, limitándose a observarlos a los dos en silencio; incluso cuando Coy, que todavía estaba un poco subido de vueltas, le preguntó si no quería aprovechar la coyuntura para mandar saludos a Nino Palermo. O tal vez, añadió, le apeteciera interrogar al sudaca. Dijo eso: interrogar al sudaca, sabiendo que por muchas patadas que siguieran dándole, a Kiskoros ya no había quien le sacara media palabra. Sin responder, ella echó a andar por la playa, alejándose de allí. Y Coy, tras una breve vacilación, le dirigió un último vistazo al maltrecho sicario y luego anduvo tras ella.
A los pocos pasos le dio alcance, e iba furioso; no ya por la aparición del argentino, que a fin de cuentas había sido oportuna para echar fuera la bilis que le amargaba el estómago y la garganta, sino por el modo en que ella parecía volver, cuando le interesaba, la espalda a la realidad. Hola, no me gusta, y adiós. Todo cuanto no encajaba en sus planes, las apariciones imprevistas, los inconvenientes, las amenazas, las irrupciones del mundo real en el ensueño aparente de su aventura, era negado, aplazado, puesto aparte como si no hubiera existido nunca. Como si su mera consideración atentara contra la armonía de un conjunto cuya perspectiva real sólo ella conocía. Aquella mujer, concluyó mientras caminaba malhumorado por la arena, se defendía del mundo negándose a mirar. Y no era él quien podía reprochárselo.
Y sin embargo, pensó mientras la alcanzaba agarrándola por un brazo, vuelta de pronto hacia él en la turbia luz de las farolas lejanas, nunca en su vida maldita había visto unos ojos que mirasen tan adentro y tan lejos, cuando querían. La sujetó con brusquedad casi excesiva, haciéndola detenerse, y estaba frente a ella observando el pelo húmedo bajo la lluvia, los reflejos en sus ojos, las gotas de agua multiplicando las motas de su piel.
– Todo esto -dijo él- es una locura. Nunca podremos…
De pronto comprobó con sorpresa que estaba asustada, y que temblaba. Vio que los labios entreabiertos se agitaban y que un estremecimiento recorría sus hombros cuando la luz del faro se deslizó por ellos, silueteándolos en su estrecho haz blanco. Vio todo eso de pronto, con el destello; y un par de segundos más tarde, el siguiente contraluz alumbró la lluvia tibia que de pronto empezaba a ser gruesa e intensa; y ella seguía temblando mientras el agua caía sobre su pelo y su cara, pegándole la blusa empapada al cuerpo; mojando también los hombros y los brazos de Coy cuando los abrió para acogerla en ellos, sin reflexionar apenas. Y la carne cálida, estremecida bajo la noche y la lluvia como si el centelleo de luz fuese niebla fría, vino sin reticencias a refugiarse contra su cuerpo de modo preciso, deliberado. Vino directamente hacia él, sobre su pecho; y Coy mantuvo un instante los brazos abiertos, sin estrecharla todavía en ellos, más sorprendido que indeciso. Luego los cerró apretándola dentro con suavidad, sintiendo latir los músculos y la sangre y la carne bajo la blusa mojada, los muslos largos y firmes, el cuerpo esbelto que seguía temblando contra el suyo. Y la boca entreabierta muy cerca; la boca cuyo temblor serenó con sus labios, de forma prolongada, hasta que los otros dejaron de estremecerse y se hicieron de pronto muy tibios y suaves, y la boca se abrió más, y ahora fue ella quien oprimió el abrazo en torno a la espalda recia de Coy; y él alzó una mano hasta la nuca de la mujer: una mano ancha, fuerte, que sostuvo su cuello y su cabeza, bajo el cabello goteante de toda aquella lluvia que arreciaba con intenso rumor sobre la arena. De ese modo las dos bocas abiertas se buscaron con ansia inesperada, como si estuvieran ávidas de saliva y de oxígeno y de vida; los dientes entrechocaron, y las lenguas húmedas se enlazaban golpeando impacientes. Hasta que por fin Tánger se apartó un segundo y unos centímetros para respirar, los ojos abiertos mirándolo muy de cerca, insólitamente confusos. Y después fue ella quien se lanzó hacia adelante con un gemido larguísimo, semejante al de un animal al que le doliese mucho una herida. Y él se mantuvo firme aguardándola, abrazándola de nuevo para apretar tanto que temió romperle un hueso; y después caminó ciego con ella suspendida entre los brazos hasta darse cuenta de que estaban metidos en el mar; que la lluvia caía con intensidad rugiente, espesa, y borraba los contornos del paisaje mientras las salpicaduras crepitaban como si alrededor hirviera la bahía. Sus cuerpos bajo las ropas empapadas seguían buscándose violentos, golpeando entre sí con fuertes abrazos, con besos desesperados que el ansia precipitaba, lamiéndose el agua de la cara, llenos los labios de lluvia y sabor a piel mojada sobre carne caliente. Y ella deslizaba en la boca del hombre su queja interminable de animal herido.
Fueron al barco chorreantes de agua, buscándose torpes hasta tropezar en la oscuridad. Llegaron abrazados, besándose a cada paso, apresurados en el último trecho, dejando regueros de agua en la escala y el suelo de la camareta. Y el Piloto, que fumaba a oscuras, los miró bajar por el tambucho y perderse en el pasillo camino de los camarotes de popa; y tal vez sonrió cuando los dos se volvieron hacia la brasa de su cigarrillo para desearle buenas noches. Después Coy guió a Tánger llevándola delante, las manos en su cintura, mientras la mujer se volvía a cada paso para besarlo con avidez en la boca. Tropezó con una sandalia que ella acababa de quitarse y luego con la otra, y en la puerta de los camarotes Tánger se detuvo y se apretó contra él, y se abrazaron aplastados contra el mamparo de teca, buscándose con urgencia las bocas de nuevo, a tientas en la penumbra, reconociéndose los cuerpos bajo la ropa de la que se despojaban el uno al otro: botones, cinturón, la falda cayendo al suelo, los tejanos abiertos en las caderas de Coy, la mano de Tánger entre ellos y su piel, el calor de la mujer, el triángulo de algodón blanco casi arrancado de sus muslos, el tintineo de la chapa metálica de soldado. Y el vigor masculino, el mutuo reconocimiento fascinado, la sonrisa de ella, la suavidad increíble de sus pechos desnudándose tersos, enhiestos. Hombre y mujer cara a cara, jadeos que sonaban a desafío. El gemido alentador de ella y el impulso de él hacia adelante, hacia la litera a través del estrecho camarote, y las últimas prendas mojadas a un lado y otro, revueltas bajo los cuerpos chorreantes de lluvia que empapaba las sábanas, en mutua búsqueda por enésima vez, mirándose cercanos, sonrientes, absortos, cómplices. Mataré a quien ahora se interponga, pensaba Coy. A cualquiera. Su piel y su saliva y su carne se abrían paso, sin dificultad, en la otra carne cada vez más húmeda y más cálida y más acogedora, adentro, muy adentro; allí donde todos los enigmas tenían su clave oculta, y donde el paso de los siglos fraguó la única verdadera tentación, en forma de respuesta al misterio de la muerte y de la vida.
Mucho después, a oscuras, la lluvia repiqueteando arriba, en cubierta, Tánger giró hasta quedar de costado, el rostro hundido en el hueco del hombro de Coy, una mano entre los muslos de él. Sentía éste, adormecido, el cuerpo desnudo pegado al suyo, la mano de mujer cálida y quieta sobre su carne exhausta, aún mojada, que olía a ella. Habían encajado el uno en el otro como si durante sus vidas respectivas y anteriores no hubiesen hecho otra cosa que buscarse. Era bueno sentirse bienvenido, pensó; y no simplemente tolerado. Era buena aquella complicidad inmediata, instintiva, que no necesitaba palabras que justificasen lo inevitable. Aquel recorrer cada uno la parte que le correspondía del camino, sin falsos pudores. Aquella adivinación del ven aquí no pronunciado; aquel duelo estrecho, cerrado, jadeante, intenso, cuya naturalidad casi había rozado esa noche los malos tratos, de igual a igual, sin necesidad de pretextos, ni de justificar nada. Sin pasar la factura, sin equívocos, sin condiciones. Sin adornos ni remordimientos. Era bueno que al fin hubiera ocurrido todo aquello, exactamente como debía ocurrir.