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– Por la tortuga -dijo Tánger.

Alzó su vaso, tocando el de Coy, y vació lo que quedaba de un trago, con el hielo enfriándole los labios que luego posó largamente en los suyos. La habían avistado camino de Cartagena, por la tarde, una milla al sur de la isla de las Palomas: un chapoteo en el agua, a lo lejos. Tánger preguntó qué era aquello, y Coy echó un vistazo con los prismáticos: una tortuga marina debatiéndose atrapada en una red de pesca. Habían puesto proa hacia ella, observando los esfuerzos del animal por liberarse; la malla envolvía el caparazón y las aletas ensangrentadas, estrangulando la cabeza que se esforzaba por alzarse fuera del agua, al borde de la asfixia. Era raro encontrar tortugas en esas aguas, y su misma situación indicaba bien por qué. La red era una de aquellas interminables, caladas por todas partes en el Mediterráneo: cientos y cientos de metros sostenidos por bidones de plástico a modo de flotadores, laberintos mortales donde caía todo animal vivo. La tortuga no podría liberarse nunca; las fuerzas le fallaban y se crispaban, agónicos, los párpados arrugados sobre sus ojos saltones. Aunque saliera de la red, su agotamiento y las heridas la sentenciaban a muerte. Pero a Coy le dio igual. Antes de que nadie dijese una palabra, se había arrojado al mar con el cuchillo del Piloto en la mano, ciego de ira, y cortaba con feroces tajos la red en torno al animal. Acuchillaba la malla con furia, como si tuviese enfrente a un enemigo al que odiara con toda su alma; aspiraba aire y se zambullía para cortar más abajo entre el agua que la sangre volvía rosada, y al emerger veía muy cerca un ojo desorbitado del animal, mirándolo con fijeza. Cortó cuanto pudo, rugiendo de ira al sacar la cabeza para respirar antes de sumergirse de nuevo y destrozar el máximo posible de red. E incluso cuando la tortuga quedó por fin libre y derivó despacio, agitando débilmente las aletas, siguió cortando mallas hasta que el brazo dejó de responderle y no pudo más. Entonces nadó hacia el “Carpanta”, tras echar un último vistazo a la tortuga, cuyo ojo agonizante seguía mirándolo mientras se alejaba. No tendría muchas oportunidades, exhausta y con aquella sangre que tarde o temprano atraería a alguna tintorera voraz. Pero al menos sería un final en mar abierto, acorde con su mundo y su especie; no una muerte miserable, estrangulada entre una madeja de cuerdas trenzadas por la mano del hombre.

En La Obrera pidieron más ginebra, más coñac y más cerveza, y Tánger seguía recostando la cabeza en el hombro de Coy. Musitaba en voz baja una canción y de vez en cuando se interrumpía, alzaba el rostro, y él buscaba sus labios fríos de hielo y perfumados de ginebra para entibiarlos con los suyos. Nadie mencionaba el “Dei Gloria”, y todo resultaba canónico; lo exigido por las circunstancias y por los personajes que ellos, excepto tal vez el Piloto -o quizá también éste sin ser consciente-, interpretaban en aquella versión actualizada del viejo asunto. Habían vivido esa escena cien veces antes, y era tranquilizador perder la partida en tiempos en que los hombres estaban educados para ver esfumarse cierta clase de éxitos. En la barra, ante el tabernero que Coy recordaba allí de toda la vida con su delantal y su colilla en la boca, borrachines de nariz roja, clientes habituales de brazos flacos y tatuados vaciaban vasos de vino y copas de coñac volviéndose de vez en cuando hacia su mesa para sonreírles, cómplices. Eran antiguos conocidos del Piloto; y de vez en cuando el tabernero servía una ronda a cuenta de los tres de la mesa. A tu salud, Piloto, y la compañía. A la tuya, Ginés. A la tuya, Gramola. A la tuya, Jaqueta. Todo era perfecto y Coy sentía paz, y se recreaba en su propio personaje, y sólo faltaba, lamentó, el piano; con Lauren Bacall mirando de soslayo mientras cantaba con esa voz ronca, algo velada, que en versión original subtitulada a veces se parecía a la de Tánger. O viceversa. Luego, llegados a cierto punto, el alcohol se encargaría de teñir las imágenes en blanco y negro. Porque después de tantas novelas, tantas películas y tantas canciones, ya ni siquiera había borrachos inocentes. Y Coy se preguntó, envidiándolo, qué debía de sentir el hombre que por primera vez salió a la caza de una ballena, un tesoro o una mujer sin haberlo leído antes en ningún libro.