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Se despidieron en la muralla. Habían dejado el barco limpio y arranchado, y esa noche el Piloto iba a pasarla en su casa del barrio pescador de Santa Lucía. Se quedaron viéndolo irse con paso inseguro entre las palmeras y los grandes magnolios, y luego miraron abajo, al puerto, donde más allá del club náutico y el restaurante Mare Nostrum, el “Felix van Luckner” largaba amarras con toda la cubierta iluminada y sus luces en el agua negra del muelle. Había soltado el largo de popa, y Coy repitió mentalmente las órdenes que el práctico estaría dando en ese momento desde el alerón. Timón todo a estribor. Avante poca. Alto. Timón a la vía. Atrás media. Largad a proa. Tánger estaba a su lado, observando también la maniobra del barco, y de pronto dijo quiero darme una ducha, Coy. Quiero desnudarme y tomar una ducha muy caliente, con todo lleno de vapor como si fuera niebla de alta mar. Y quiero que tú estés entre esa niebla, y que no me hables de barcos, ni de naufragios, ni de nada. Esta noche he bebido tanto que sólo quiero abrazar a un héroe rudo y silencioso; a alguien que regrese de Troya y cuya piel y cuya boca sepan a humo de ciudades quemadas y a sal. Dijo eso y se lo quedó mirando del modo en que lo miraba a veces, callada y muy seria y atenta, como si acechase algo en él. Lo miró de ese modo, con el hierro pavonado de sus ojos que la ginebra diluía en azul marino muy brillante, casi líquido; y entreabría la boca como si el hielo de todos los vasos bebidos se la hubiera enfriado tanto que necesitase durante horas la boca de Coy para entibiarla. Entonces él se tocó la nariz y sonrió igual que solía hacerlo, con aquel gesto tímido que le aniñaba el rostro y suavizaba sus rasgos duros, su nariz demasiado grande y las facciones toscas, casi siempre mal afeitadas. Héroe rudo y silencioso, había dicho ella. En aquella particular isla de los caballeros y los escuderos, ninguno había pronunciado las palabras mágicas. Sólo, te mentiré y te traicionaré. Pero ni siquiera en ese contexto de mentir o traicionar nadie había dicho te amo, todavía. Aunque en ese instante preciso, con el mundo oscilante alrededor y el alcohol deslizándose a cada latido por sus venas, él estuvo a punto de ser vulgar y hacerlo. Tenía incluso abierta la boca para pronunciar las palabras impronunciables. Pero ella, como si lo intuyera, puso sus dedos sobre los labios de Coy. Lo hizo acercándose mucho, el azul líquido de sus ojos centelleante y oscuro al mismo tiempo, y él sonrió de nuevo, resignado, mientras besaba aquellos dedos. Después inspiró hondo, del mismo modo que si se dispusiera a sumergirse en el mar, y miró alrededor durante cinco segundos antes de cogerla de la mano y cruzar la calle en línea recta hacia la puerta del hostal Cartago, una estrella, habitaciones con baño y vistas al puerto. Tarifas especiales para oficiales de la marina mercante.

Aquella noche, entre azulejos blancos y espeso vapor de agua, llovió en las orillas de Troya mientras zarpaban las naves. Era, en efecto, una bruma tibia, gris o hecha de grises, donde todos los colores quedaban subordinados a esa mansa lluvia cayendo sobre una playa desierta en la que podían observarse vestigios del desenlace: un casco de bronce olvidado, el fragmento de una espada rota y semienterrada en la arena, cenizas que el viento traía desde la ciudad quemada, invisible en la escena pero que se adivinaba próxima, todavía humeante, mientras las últimas naves aqueas izaban sus velas húmedas, alejándose en la distancia. Era el “nostos” de los héroes homéricos: el retorno y la soledad de los últimos guerreros que regresaban a casa tras la batalla, para ser asesinados por los amantes de sus mujeres o perderse en el mar, víctimas de la cólera y el capricho de los dioses. Y entre aquella niebla caliente, el cuerpo desnudo de Tánger buscaba el de Coy, el agua jabonosa a la altura de los muslos, reluciente de humedad la piel moteada y tersa. Lo buscaba con determinación silenciosa y una intensa fijeza en la mirada, acorralándolo literalmente contra el borde de la bañera. Y allí recostado, el agua caliente en la cintura y la lluvia cálida sobre su cabeza, corriéndole por la cara y los hombros, Coy la vio erguirse despacio, alzarse sobre él y descender luego decidida, lenta, milímetro a milímetro, sin dejarle otra escapatoria que la huida hacia adelante entre sus muslos profundos, el abrazo intenso, desesperado, al filo de la lucidez que se escapaba con su entrega y su derrota. Nunca, hasta esa noche, se había sentido Coy violado por mujer alguna. Nunca tan minuciosa y deliberadamente puesto al margen. Porque no soy yo, razonaba con los últimos restos de aquel naufragio donde se le desvanecía el pensamiento. No es a mí a quien abraza, ni es a nadie a quien pueda asignársele un rostro, una voz, una boca. No es por mí por quien otras veces gemía larga y dolorida, ni es a mí a quien ahora imagina; sino al héroe rudo, masculino y silencioso que antes reclamaba con voz ronca. Al sueño que ella, todas ellas, llevan en la piel y en el vientre desde que el mundo existe: el que puso simiente en sus entrañas y luego embarcó rumbo a Troya en naves negras. El hombre cuya sombra ni siquiera los cínicos sacerdotes, los pálidos poetas, los razonables hombres de la paz y la palabra que acechan junto al tapiz inacabado consiguieron nunca borrar del todo.

Todavía era de noche cuando Coy despertó, y ella no estaba a su lado. Había soñado con una oquedad negra, el vientre de un caballo de madera, y con compañeros cubiertos de bronce que se deslizaban sigilosos, espada en mano, en el corazón de una ciudad dormida. Se incorporó, inquieto, para ver la silueta de Tánger recortada en la penumbra de la ventana, sobre las luces de la muralla y el puerto. Fumaba un cigarrillo. Estaba de espaldas y no pudo verla, pero sentía el olor del tabaco. Se levantó, desnudo, y fue a su lado. Ella se había puesto la camisa de Coy, sin abotonarla pese al fresco de la noche que entraba por la ventana abierta. Al cuello relucía la cadena de plata con la chapa de soldado.

– Creí que dormías -dijo ella, sin volverse.

– Desperté y no estabas.

Tánger no dijo nada más, y él permaneció quieto, mirándola. Expulsaba el humo muy despacio, tras retenerlo en cada inspiración. La brasa, al avivarse, iluminaba en rojo sus uñas roídas y romas. Coy le puso una mano en un hombro y ella la tocó de modo ausente, distraído, antes de chupar de nuevo el cigarrillo.

– ¿Qué habrá sido de la tortuga? -preguntó al cabo de un rato.

Coy encogió los hombros.

– A estas horas habrá muerto.

– A lo mejor no. Puede que haya sobrevivido.

– Quizás.

– ¿Quizás?… -lo observó un instante, de soslayo-. A veces hay finales felices, Coy.

– Claro. A veces. Resérvame uno.

Se quedó callada de nuevo. Miraba otra vez al pie de la muralla: el hueco dejado en el muelle por el barco de la Zeeland Ship.

– ¿Ya tienes respuesta para el problema del caballero y el escudero? -preguntó al fin en voz muy baja.

– No hay respuesta para eso.

Ella rió en tono muy quedo, o pareció hacerlo. Coy no podía estar seguro.

– Te equivocas -dijo-. Siempre hay una respuesta para todo.

– Pues dime qué vamos a hacer ahora.

Tardó en contestar. Parecía tan lejos de allí como el pecio del “Dei Gloria”. El cigarrillo se había consumido, y se inclinó para apagarlo en el alféizar de la ventana, con mucho cuidado, deshaciendo hasta la última partícula de la brasa. Luego lo dejó caer a la calle.

– ¿Hacer? -inclinaba la cabeza a un lado, como si meditara sobre esa palabra-… Lo que hemos hecho todo el tiempo, naturalmente. Seguir buscando.

– ¿Dónde?

– Otra vez en tierra firme. Los barcos hundidos no siempre se encuentran en el mar.

Y de ese modo los vi aparecer al día siguiente en mi despacho de la universidad de Murcia. Era uno de esos días muy luminosos que solemos tener por allí, con grandes paralelogramos de sol dorando las piedras del claustro entre la reverberación de los cristales y el agua de las fuentes. Me había puesto las gafas de sol para ir al bar de la esquina a tomar un café, y al regreso, en mangas de camisa y la chaqueta al hombro, encontré a Tánger Soto esperándome en la puerta: rubia, guapa, la holgada falda azul, las pecas. Al principio la tomé por una alumna de las que en esas fechas vienen a pedirme que las ayude a preparar su tesis. Luego me fijé en el tipo que estaba con ella: cerca pero manteniéndose un poco a distancia; supongo que saben a qué me refiero si a estas alturas conocen un poco a Coy. Entonces ella, que llevaba un bolso de piel colgado del hombro y un cilindro protector de cartón bajo el brazo, se presentó y sacó del bolso un ejemplar de mi libro “Aplicaciones de Cartografía Histórica”; y yo pude identificarla como la joven de la que en alguna ocasión me había hablado mi querida amiga y colega Luisa Martín-Merás, jefe de cartografía del Museo Naval de Madrid, describiéndola como lista, introvertida y eficiente. Incluso, recordé, habíamos mantenido algunas conversaciones telefónicas sobre correcciones en el “Atlas” de Urrutia y documentos históricos archivados en la universidad.