Los invité a pasar, ignorando el gesto hosco de los alumnos que esperaban en el pasillo. Eran fechas de exámenes, y los trabajos por corregir se amontonaban sobre mi mesa, en la leonera que tengo por despacho. Retiré libros de las sillas, a fin de que pudieran sentarse, y escuché su historia. Para ser más preciso, la escuché a ella, que fue quien habló casi todo el tiempo; y también escuché la parte de historia que en aquel momento tuvo a bien contarme. Venían desde Cartagena, a sólo media hora de coche por la autovía, y el asunto podía resumirse en un barco hundido, una documentación que posibilitaba su localización, unos infructuosos tanteos previos y unas coordenadas exactas de latitud y longitud que, por algún motivo, resultaban inexactas. Lo de siempre. Porque debo decir que estoy acostumbrado a consultas de ese tipo. Aunque por motivos personales firmo mis trabajos y libros con el mismo nombre y modesto título que figura en mi tarjeta de visita bajo el anagrama, familiar a mi oficio, de la T dentro de la O -”Néstor Perona, maestro cartógrafo”- ejerzo la cátedra de Cartografía de la universidad de Murcia desde hace mucho tiempo, mis publicaciones significan algo en el mundo científico, y con cierta asiduidad debo atender dudas y problemas planteados por instituciones o particulares. No deja de ser curioso que, en un tiempo en que la cartografía ha experimentado la mayor revolución en su historia, con la fotografía aérea, los mapas por satélite y la aplicación de la electrónica y la informática, alejándose de los rudimentarios primeros mapas trazados por exploradores y navegantes, los estudiosos se vean en la necesidad, cada vez mayor, de que alguien mantenga el frágil cordón umbilical que une la modernidad con las épocas pretéritas de la ciencia, que a fin de cuentas no es más que el mito probado. El problema se daba ya en los siglos XV y XVI, cuando los entonces progresistas cartógrafos flamencos tuvieron que esforzarse por conciliar las indicaciones contradictorias de los autores de la antigüedad con los nuevos descubrimientos de los navegantes portugueses y españoles; y se repitió en sucesivas generaciones. De ese modo ahora, sin gente como yo -disculparán esta pequeña vanidad, quizá legítima- el mundo antiguo se perdería de vista y muchas cosas dejarían de tener sentido a la fría luz del neón de la ciencia moderna. Por eso, cada vez que alguien necesita mirar atrás y entender lo que ve, acude a mí. A los clásicos. Naturalmente, recibo consultas de historiadores, bibliotecarios, arqueólogos, hidrógrafos, y también de buscadores de naufragios y de tesoros en general. Quizá recuerden el hallazgo del galeón “Sao Rico” frente a Cozumel, la búsqueda del arca de Noé en el monte Ararat, o aquel famoso reportaje para televisión del “National Geographic” sobre la localización del “Virgen de la Caridad ” frente a Santoña, en el golfo de Vizcaya, y el rescate de dieciocho de sus cuarenta cañones de bronce: esos tres episodios -aunque lo del arca terminó en grotesco fracaso- fueron posibles gracias a las tablas de corrección desarrolladas por mi equipo de colaboradores de la universidad de Murcia. E incluso otro viejo conocido de esta historia, Nino Palermo, me hizo en cierta ocasión el dudoso honor de unas consultas, aunque luego la cosa no llegase más lejos, cuando andaba tras la pista, creo, de 80.000 ducados que se hundieron con una galera española en 1562, frente a la torre de Vélez Málaga. En fin. Para más detalles, remito a mis publicaciones en la revista “Cartographica” y a varios de mis libros: las ya citadas “Aplicaciones”, por ejemplo; o el estudio de las loxodrómicas -”loxos” y “dromos”, ustedes ya saben- en “Los enigmas de proyección Mercator”. También pueden consultar mi trabajo sobre los 21 mapas del atlas inacabado de Pedro de Esquivel y Diego de Guevara, o las biografías del padre Ricci (Li Mateu: “El Tolomeo de China”) y de Tofiño (“El hidrógrafo del rey”), el “Catálogo Hidrográfico Antiguo” que hice en colaboración con Luisa Martín-Merás y Belén Rivera, o las monografías “Cartógrafos jesuitas en el mar”, y “Cartógrafos jesuitas en Oriente”. Todo eso lo he escrito desde un despacho, naturalmente. Ciertas cosas, como los sueños juveniles, han de visitarse en persona sólo cuando se tienen pocos años. En la madurez, las postales y el vídeo se imponen a los sentidos; y uno se encuentra en Venecia no en el esplendor, sino en la humedad.
Pero vayamos al asunto. Y éste es que aquella mañana, en el despacho de la universidad, mis dos visitantes expusieron su problema. O más bien lo expuso ella, mientras que él, sentado entre las pilas de libros que había apartado para dejarle sitio, escuchaba discreto. Y debo confesar que aquel marino silencioso -aún tardé un rato en conocer su profesión- me cayó simpático; tal vez por su forma de escuchar manteniéndose al margen, o por su aspecto tosco pero buena gente, con la mirada franca que solía mantener en la tuya, su forma de tocarse la nariz cuando parecía desconcertado o perplejo, la sonrisa tímida, los tejanos y las zapatillas de tenis, los fuertes brazos bajo la camisa blanca remangada hasta los codos. Era de esa clase de hombres de los que uno intuye, con razón o sin ella, que puede fiarse; y su papel en toda esta peripecia, su intervención en el nudo y en el desenlace, es la razón principal de que me apetezca contarla. En mi juventud yo también leí ciertos libros. Además, suelo recurrir a la extrema cortesía -cada cual tiene sus métodos- como forma superior de desprecio hacia mis semejantes; y la ciencia a la que me dedico es un modo tan eficaz como otro cualquiera de tener a raya un mundo poblado por gentes que en el fondo me irritan, y entre las que prefiero elegir sin el menor sentido de la equidad, a tenor de mis simpatías o antipatías. Como diría el mismo Coy, cada uno se organiza como puede. Así que por alguna extraña razón -llámenla solidaridad, o afinidad-, siento la necesidad de justificar a ese marino desterrado del mar; y tal es el motivo por el que les narro su historia. A fin de cuentas, relatar su aventura junto a Tánger Soto se parece un poco a la proyección cartográfica mercatoriana: para representar plana una esfera, a veces hay que forzar un poco las superficies en las altas latitudes.
El caso es que aquella mañana, en mi despacho, Tánger Soto me puso al corriente de los rasgos generales del asunto, para pasar después a plantear el problema: 37º 32’ norte y 4º 51’ este sobre una carta esférica de Urrutia. Un barco se había hundido allí en el último tercio del siglo XVIII, y eso correspondía, hechas las correcciones adecuadas con ayuda de mis propias tablas cartográficas, a una posición moderna de 37º 32’ norte y 1º 21’ oeste. La pregunta del equipo visitante consistía en si esa transformación era correcta; y yo, tras considerarlo un momento, dije que si las tablas se habían aplicado bien, posiblemente lo era.
– Sin embargo -dijo ella- el barco no está allí.
La miré con las razonables reservas. En este tipo de cosas siempre desconfié de las afirmaciones inapelables, y de las mujeres, guapas o feas, que se pasan de listas. Son muchas las que han transitado por mis aulas.
– ¿Está segura?… Imagino que un barco hundido no anda delatando su posición a gritos.
– Lo sé. Pero hemos investigado a fondo, incluso sobre el terreno.
O sea que se habían mojado los pies, deduje. Intentaba situar a la pareja en alguna de las especies catalogadas por mí, pero no resultaba fácil. Arqueólogos aficionados, historiadores ávidos, cazadores de tesoros. Desde detrás de mi mesa, bajo la reproducción de la “Tabula Itineraria” de Peutinger que tengo enmarcada en la pared -regalo de mis alumnos cuando obtuve la cátedra- me dediqué a estudiarlos con atención. Físicamente ella encajaba en las dos primeras categorías, y él en la tercera. Suponiendo que los arqueólogos, los historiadores ávidos y los cazadores de tesoros tengan un aspecto definido.