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– Pues no sé -dije-. Sólo se me ocurre lo más elementaclass="underline" sus datos originales están equivocados. La latitud y la longitud son falsas.

– Eso es improbable -ella movía la cabeza, segura, haciendo que el pelo rubio, que observé recortado en curiosa asimetría, le rozase el mentón-. Hay razones documentales sólidas. En ese sentido sólo sería aceptable un relativo margen de error, lo que nos llevaría a un sector de búsqueda más amplio… Pero antes queremos descartar cualquier otra posibilidad.

Me hizo gracia el tonillo de la dama. Tan competente y seguro. Formal.

– ¿Por ejemplo?

– Un fallo por nuestra parte al aplicar sus tablas… Querría pedirle que revisara los cálculos.

Volví a mirarla unos instantes y luego eché un vistazo al otro, que nos escuchaba muy quieto, muy callado y muy buen chico en su silla, las manos grandotas apoyadas sobre las perneras del pantalón. Mi curiosidad era limitada; ya había conocido muchas historias de búsquedas como aquélla. Pero los alumnos que esperaban afuera me agobiaban, el día era demasiado espléndido para corregir exámenes, ella era insólitamente atractiva -sin ser una belleza a causa de aquella nariz vista de lado, o tal vez justo por eso- y él me cala bien. “Pourquoi pas?”, me dije al modo del comandante Charcot. La cosa no iba a llevarme mucho tiempo, así que accedí. El tubo de cartón contenía algunas cartas enrolladas, que Tánger Soto desplegó sobre mi mesa. Entre ellas reconocí una reproducción a tamaño natural de una carta esférica de Urrutia. Conocía aquella carta, por supuesto, y la estudié con afecto. Menos bella que las de Tofiño, claro. Pero magníficamente grabada a punta seca en planchas de cobre batido y bruñido; y muy precisa para su época.

– Veamos -dije-. ¿Fecha del naufragio?

– 1767. Costa sudeste española. Posición por demoras a tierra casi simultánea al momento del naufragio.

– ¿Meridiano de Tenerife?

– No. Cádiz.

– Cádiz -sonreí un poco, alentador, mientras buscaba la correspondiente escala de longitudes en la parte superior de la carta-. Me encanta ese meridiano. Me refiero al viejo, naturalmente. Tiene el aroma tradicional de lo perdido, como la isla de Hierro del viejo Tolomeo… Ya saben a qué me refiero.

Me puse las gafas para ver de cerca y empecé a trabajar sin que ellos me dijesen si lo sabían o no. La latitud fue lo primero que establecí sin dificultad: en eso era bastante exacta. En realidad, hace tres mil años los navegantes fenicios conocían ya que la altura del sol en la meridiana, o la de las estrellas próximas al polo norte sobre el horizonte de un lugar, mide la latitud geográfica del mismo. Ahora hasta un niño podría hacerlo. Un niño con nociones de cosmografía, claro. Tampoco un niño cualquiera.

– Tienen suerte de que su episodio ocurriera en 1767 -comenté-… Sólo cien años antes, la latitud habría podido obtenerse casi con la misma facilidad, pero la longitud habría dejado mucho que desear. En 1583, Matteo Ricci, que era uno de los grandes cartógrafos de la época, cometía errores de hasta cinco grados al calcular longitudes respecto al meridiano de Tenerife… El globo de Tolomeo tardó mil quinientos años en deshincharse, y lo hizo muy poco a poco… Supongo que conocen la famosa frase de Luis XIV, cuando Picard y La Hire le movieron un grado y medio el mapa de Francia: ‘“Mis cartógrafos me han quitado más tierra que mis enemigos”’.

Reí yo solo de la sobada anécdota, y Tánger tuvo la cortesía de acompañarme con una sonrisa. Es de veras interesante, me dije, observándola con detalle. Estuve un rato intentando situarla con más precisión, hasta que desistí. La mujer es el único ser que no puede definirse con dos oraciones consecutivas.

– De todas formas -continué- Urrutia afinó mucho; aunque habría que esperar a Tofiño para que, con el fin del siglo, la cartografía hidrográfica española se ajustase a lo real… En cualquier modo… A ver. Bueno. Considero que su latitud estimada es absolutamente correcta, querida. ¿Lo ve?… Treinta y dos minutos norte. Según parece, tanto el cartógrafo como el caballero que tomó la latitud sobre su mapa afinaron bien.

Dije caballero y no dama porque, pese a no serlo de verdad, me gusta ejercer ante mis alumnas como repugnante machista. También quería comprobar si Tánger Soto era de las que tienen tiempo libre para ofenderse por ese tipo de chorradas. Pero no parecía ofendida. Se limitó a volverse un poco hacia el acompañante.

– Ese caballero es este marino.

Miré a Coy por encima de mis gafas con renovado interés.

– ¿Marino mercante?… Tanto gusto. Sus cálculos y los míos son idénticos, en principio.

No dijo nada. Sonrió vagamente, algo incómodo, y se tocó un par de veces la nariz. Inclinada sobre mi mesa, Tánger señalaba la escala superior en la carta esférica.

– Establecer la longitud -díjonos planteó más problemas.

– Lógico -me eché hacia atrás en la silla profesoral-. Hasta que los relojes marinos de Harrison y Berthoud no se perfeccionaron, y eso fue muy pasada la mitad del XVIII, el de la longitud fue el gran problema de los navegantes. La latitud la daban el sol o las estrellas; pero la longitud, que ahora nos facilita cualquier reloj de pulsera barato, sólo podía calcularse con el impreciso método de las distancias lunares. Cuando Urrutia levantó sus cartas, situarse en el mar respecto a un meridiano aún no estaba resuelto del todo. Había relojes de péndulo y sextantes, pero faltaba el instrumento fiable: un cronómetro seguro que calculara esos quince grados contenidos en cada hora de diferencia entre la hora local y la del primer meridiano… Por eso los errores de longitud eran más apreciables que los de latitud. Hasta 1700, háganse cargo, no se estableció la verdadera longitud del Mediterráneo: veinte grados menos de los sesenta y dos que le atribuyó Tolomeo.

Me concedí un respiro para observarla. No parecía en absoluto impresionada. Tampoco lo parecía Coy. A lo mejor ya sabían todo lo que les estaba contando; pero yo era un maestro cartógrafo, y ellos habían acudido a verme por voluntad propia a mi despacho. Cada cual tiene su personaje, y lo interpreta lo mejor que puede. Si aquellos dos querían ayuda, tenían que pagar peaje. A mi ego.

– Parece mentira, ¿verdad? -proseguí en el mismo tono, permitiéndome añadir un toque tierno-… Cuando veo a un niño ilustrando con lápices de colores su cuaderno de geografía, pienso que, desde siempre, calculando triangulaciones, distancias lunares y eclipses de planetas, los hombres han estudiado la tierra y sus costas, observado cada accidente del terreno, sondado metro a metro, para trazar mapas de lo que veían. ‘“Siendo este camino tan dificultoso” -escribía Martín Cortés- “sería difícil darlo a entender con palabras o escribirlo con la pluma. La mejor explicación que para esto han hallado los ingenios de los hombres es darlo pintado en una carta”’… De ese modo se dominó a la naturaleza, se hicieron posibles las exploraciones y los viajes… Con su talento y con las ayudas rudimentarias de la aguja, el astrolabio, el cuadrante, la ballestilla y las tablas alfonsinas, el hombre empezó a dibujar las costas, marcó los peligros sobre el papel, puso faros y torres en los sitios adecuados -señalé sobre mi cabeza la “Tabula Itinerari”: no era el paradigma de la exactitud, con todas aquellas calzadas romanas y el rigor geográfico sacrificado a la eficacia militar y administrativa; pero era el gesto lo que contaba-… Y lo hizo con tal imaginación y eficacia, pese a las lógicas imprecisiones, que todavía hoy los satélites muestran paisajes que fueron descritos casi a la perfección por hombres que los exploraron y navegaron hace cientos de años… Hombres que, sobre todo, hablaron, observaron y pensaron… ¿Conocen la historia de Eratóstenes?

Se la conté, por supuesto. De pe a pa y sin ahorrarles detalle. Chico listo, ese cireneo: director de la biblioteca de Alejandría, para que se hicieran una idea. Había un pozo en Asuán a cuyo fondo sólo llegaban los rayos del sol del 20 al 22 de junio; eso situaba el pozo en el Trópico de Cáncer, y por otra parte la ciudad de Alejandría se encontraba al norte de ese punto, a la distancia conocida de 5.000 estadios. Así que Eratóstenes midió el ángulo del sol al mediodía del 21 de junio y dedujo que el arco medido, unos 7 grados, era la cincuentava parte del meridiano de la tierra. Calculó para el meridiano 250.000 estadios, o sea, unos 45.000 kilómetros. Tenían que reconocer que no estaba nada mal, ¿verdad?, considerando que la medida real de la circunferencia terrestre es de 40.000. Menos de un 14%º de error: una gran precisión relativa, para tratarse de un fulano que vivió dos siglos antes de Cristo.