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La advertencia de la carta inglesa no era en vano: existía al menos una aguja sin determinar en el canal entre Terson y Mowett Grave, y un bromista cósmico tenía que estar riéndose a carcajadas en algún lugar del Universo, porque aquella roca aislada en el vasto océano se había puesto exactamente en medio de la derrota del “Isla Negra”, con la misma exactitud que el famoso iceberg del “Titanic”, durante la guardia del primer oficial Manuel Coy. De cualquier modo, ambos, capitán y primero, habían pagado por ello. El tribunal investigador, compuesto por un inspector de la compañía y dos marinos mercantes, tuvo en cuenta el historial del capitán Moa, solventando el asunto con una discreta jubilación anticipada. En cuanto a Coy, aquella carta del Almirantazgo británico había terminado por llevarlo muy lejos del mar. Ahora estaba en Madrid, inmóvil junto a una fuente de piedra donde un niño de hierática sonrisa estrangulaba a un delfín, y parecía un náufrago recién llegado a una playa ruidosa en plena temporada. Tenía las manos en los bolsillos, y entre la multitud de automóviles y el estrépito de feroces bocinazos miraba de lejos el galeón de bronce que presidía la entrada del número 5 del paseo del Prado. Ignoraba la precisión del levantamiento hidrográfico en la derrota que se proponía seguir, pero ya dejaba atrás de sobra, en su conciencia, el punto en que aún es posible virar de bordo y cambiar un rumbo. El sextante Weems amp; Plath, que su amigo Sergi Solans había adquirido por fin a un precio razonable, bastaba para pagarle el billete de tren Barcelona-Madrid usado la noche anterior, y para un fondo de supervivencia con flotabilidad garantizada por dos semanas; del que una parte abultaba en el bolsillo derecho de sus tejanos, y la otra se hallaba en la bolsa de lona que había dejado en la consigna de la estación de Atocha. Ahora eran las 12,45 de un soleado día de primavera, y el tráfico discurría abigarrado y ruidoso en dirección a la plaza de la Cibeles, junto al palacio de Correos que flanqueaba el cuartel general de la Armada y las dependencias del Museo Naval. Media hora antes, Coy había hecho una visita a la dirección general de la Marina Mercante, situada un par de calles más arriba, para comprobar si prosperaba su recurso administrativo. La encargada del departamento, una mujer madura de sonrisa amable que tenía una maceta con un geranio sobre la mesa, dejó de sonreír cuando, tras pulsar una tecla de su ordenador, el expediente de Coy apareció en la pantalla. Denegado el recurso, había dicho entonces con voz impersonal. Recibirá la notificación por escrito. Luego se desentendió de él, volviendo a sus asuntos. Quizá desde aquel despacho, a trescientas millas náuticas de la costa más próxima, la mujer alentaba un concepto romántico del mar, y no le gustaban los marinos que tocaban fondo con sus barcos. O tal vez sólo fuese lo contrario: una funcionaria objetiva, desapasionada, para quien una varada en el océano Índico apenas se diferenciaba de un accidente de carretera; y un marino suspendido de empleo y en la lista negra de los armadores no le parecía distinto de cualquier individuo privado del permiso de conducir por un juez riguroso. Lo malo, había reflexionado Coy mientras bajaba las escaleras camino de la calle, era que en tal caso la mujer no andaba del todo descaminada. En un tiempo en que los satélites marcaban rutas y waypoints, el teléfono móvil barría de los puentes a los capitanes habilitados para tomar decisiones, y cualquier ejecutivo podía gobernar desde un despacho transatlánticos o petroleros de cien mil toneladas, poco iba del marino que varaba un barco al camionero que se salía de la carretera por perder los frenos, o conducir borracho.

Aguardó, concentrado en sus siguientes pasos, hasta que los pensamientos amargos quedaron lejos y a la deriva. Entonces se decidió por fin. Mirando a uno y otro lado esperó a que un semáforo cercano hiciera disminuir la intensidad del tráfico, y después caminó con decisión bajo los castaños cubiertos de hojas jóvenes, cruzó la calle y anduvo hasta la puerta del museo, donde dos infantes de marina con franja roja en el pantalón, correaje y casco blancos, miraron con curiosidad su chaqueta cruzada antes de hacerlo pasar bajo el arco detector de metales. Le hormigueaba el estómago cuando ascendió por la amplia escalera, torció a la derecha en el rellano, y al cabo se vio ante el mostrador de la librería del vestíbulo, junto a la enorme rueda doble del timón de la corbeta “Nautilus”. A la izquierda estaba la puerta de administración y servicios, y a la derecha la entrada a las salas de exposición. Había cuadros y maquetas de barcos en las paredes, un marinero de uniforme y expresión aburrida sentado tras un pupitre, y un civil al otro lado del mostrador donde se vendían libros, grabados y recuerdos del museo. Se pasó la lengua por los labios; de pronto sentía una sed espantosa. Luego se dirigió al civil.

– Busco a la señorita Soto.

La boca seca le enronquecía la voz. Echó un rápido vistazo a la puerta de la izquierda, temiendo verla aparecer allí, sorprendida o incómoda. Qué diablos haces aquí, etcétera. Había pasado la noche despierto, la cabeza apoyada en su reflejo de la ventanilla, meditando lo que iba a decir; pero ahora todo se le borraba de la cabeza como una estela en la popa. Así que, reprimiendo el impulso de dar la vuelta y largarse, se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro mientras el hombre del mostrador lo estudiaba. Era de mediana edad, con gafas gruesas y aspecto amable.

– ¿Tánger Soto?

Asintió con una suave sensación de irrealidad. Era extraño, pensó, oír aquel nombre en boca de una tercera persona. A fin de cuentas, concluyó, ella tenía una existencia real. Había gente que le decía hola, adiós y todas esas cosas.

– Eso es -dijo.

No era extraño sino absurdo, pensó de pronto, aquel viaje, y su bolsa en la consigna de Atocha, y su presencia allí para encontrarse con una mujer a la que sólo había visto un par de horas una noche, en toda su vida. Una mujer que ni siquiera lo esperaba.

– ¿Ella lo espera a usted?

Se encogió de hombros.

– Tal vez.

El del mostrador repitió ese ‹tal vez‹, el aire pensativo. Lo observaba con suspicacia, y Coy lamentó no haber tenido ocasión de afeitarse esa mañana: la barba, rasurada la noche anterior a punto de ir a la estación de Sants, empezaba a oscurecerle el mentón. Alzó la mano para tocárselo, conteniendo el ademán a medio camino.

– La señora Soto ha salido -respondió el hombre del mostrador.

Casi aliviado, Coy asintió. Por el rabillo del ojo vio que el marinero del pupitre, medio inclinado sobre una revista, miraba su calzado y los raídos tejanos. Por suerte, pensó, había cambiado las zapatillas blancas por unos viejos mocasines de suela náutica.

– ¿Volverá hoy?

El hombre le echó un rápido vistazo a la chaqueta marina, intentando establecer si aquel paño oscuro garantizaba algo respetable en su interlocutor.

– Puede que sí -dijo, tras considerarlo un poco-. No cerramos hasta la una y media.

Coy miró su reloj y luego indicó la primera sala. Al fondo se veían dos grandes retratos de Alfonso XII e Isabel II, a los lados de una puerta que mostraba vitrinas, modelos de barcos y cañones.

– Entonces esperaré ahí adentro.

– Como guste.

– ¿La avisará cuando llegue?… Me llamo Coy.

Ahora sonreía. La ausencia de ella significaba un aplazamiento oportuno, y eso lo tranquilizaba. El del mostrador pareció relajarse ante aquella sonrisa fatigada, sincera, producto de seis horas de tren y seis cafés.

– Claro.

Cruzó la sala, amortiguados sus pasos por las suelas de goma sobre la tarima de madera. El miedo que le había atenazado las tripas dejaba sitio a una incertidumbre incómoda, parecida a sentir que el barco da un bandazo, alargar una mano en busca de asidero, y no hallarlo donde se supone que debe estar; de modo que procuró tranquilizarse prestando atención a los objetos que tenía alrededor. Pasó junto a un cuadro enorme: Colón y sus hombres en tierra junto a una cruz, gallardetes al fondo y azul caribeño con los indígenas inclinándose ante el descubridor, ignorantes de lo que les esperaba, y torció a la derecha, deteniéndose ante las vitrinas con instrumentos náuticos. La colección era estupenda, y admiró la ballestilla, los cuadrantes, los cronómetros Arnold y la extraordinaria colección de astrolabios, octantes y sextantes de los siglos XVIII y XIX por los que, sin duda, alguien estaría dispuesto a pagar mucho más de lo que él había obtenido por su modesto Weems amp; Plath.