– Por eso -concluí- me encanta mi oficio.
Seguían sin mostrarse impresionados, pero yo estaba en mi salsa. Y es cierto que me encanta mi oficio. Establecido todo lo cual, decidí continuar ocupándome de su consulta.
– Bien -dije, tras los cálculos oportunos-. Mis felicitaciones. Han aplicado correctamente mis tablas. Obtengo, como ustedes, una longitud moderna de un grado y veintiún minutos al oeste de Greenwich…
– Entonces tenemos un problema serio -dijo Tánger-. Porque ahí no hay nada.
La miré con gesto de pésame, de nuevo sobre las gafas que tienen la incómoda tendencia a deslizárseme hacia la punta de la nariz. Observé de reojo al marino. No parecía molesto por la forma en que yo apoyaba un codo en la mesa y estudiaba a la rubia. Igual lo suyo era simple relación profesional de toma y daca. Concebí esperanzas.
– Tendrán que revisar entonces esa posición original sobre el Urrutia, me temo. O ampliar, como usted preveía, el área de búsqueda… El barco pudo derivar desde la última posición conocida, o navegar un poco más antes de hundirse… ¿Un temporal?
– Combate -dijo ella, escueta-. Con un corsario.
Qué bonito y qué clásico, pensé. Y qué pocas posibilidades de acertar tenían aquellos dos. Puse cara de circunstancias.
– Entonces -opiné, grave- entre la toma de posición y el lugar del hundimiento pudieron pasar muchas cosas… Y a bordo estarían muy ocupados para ponerse a tomar alturas de sol o demoras a tierra. Creo que eso los pone a ustedes en una situación difícil.
Debían de ser conscientes de eso antes de hablar conmigo, porque mis palabras no parecieron inquietarlos más de lo que estaban. Sólo él se limitó a mirarla a ella, como pendiente de una reacción que no se produjo. Tánger me seguía observando como se mira a un médico que sólo ha desembuchado la mitad del diagnóstico. Ojeé otra vez la carta en busca de una buena noticia. Quedará tetrapléjico pero podrá silbar pasodobles, o pintar con los dedos de un pie. Algo por el estilo.
– Supongo que no existe duda sobre que las cartas utilizadas eran las de Urrutia -comenté-… Cualquier otra podía significar alteraciones de la posición teórica con la que estamos trabajando.
– Ninguna duda -me pregunté, oyéndola, si aquella dama dudaba alguna vez-. Hay testimonios directos de los tripulantes.
– ¿Está segura de que se trata del meridiano de Cádiz?
– No puede ser ningún otro. París, Greenwich, Ferrol, Cartagena… Ninguno de ellos encaja con el área general del naufragio. Sólo Cádiz.
– El meridiano viejo, imagino -sonrisa profesional, la mía. A tono-. No habrán caído en el error, más frecuente de lo que se cree, de confundirlo con San Fernando.
– Naturalmente que no.
– Ya. Cádiz.
Medité en serio.
– Doy por supuesto -dije al cabo de unos instantes- que usted me cuenta sólo lo que cree conveniente contarme, y la comprendo. Me hago cargo de ese tipo de circunstancias -ella sostenía mi mirada con la mayor sangre fría-… Sin embargo, tal vez pueda confiarme alguna información más sobre el barco.
– Era un bergantín procedente de la costa andaluza. Rumbo nordeste.
– ¿Bandera española?
– Sí.
– ¿Quién era su armador?
Vi que dudaba. Y si todo hubiera quedado ahí, yo no habría seguido preguntando y los habría despedido con toda esa cortesía a la que antes me referí. No se puede venir a exprimir a un maestro cartógrafo a cambio de una cara bonita, y encima esconder con una mano lo que parece mostrarse con la otra. Ella tuvo que leer ese pensamiento en mi cara, porque empezó a abrir la boca para decir algo. Pero fue Coy, desde su silla, quien pronunció las palabras adecuadas:
– Era un barco jesuita.
Lo observé con afecto. Era buen chico, aquel marino. Supongo que ése fue el momento preciso en que me ganó para su causa. Miré a la mujer. Asentía con una sonrisa leve, enigmática, a medio camino entre la disculpa y la complicidad. Sólo las mujeres hermosas se atreven a sonreír de ese modo cuando has estado a punto de pillarlas en un renuncio.
– Jesuita -repetí.
Luego moví la cabeza de arriba abajo un par de veces, paladeando la información. Aquello era bueno. Era incluso estupendo; y uno, imagino, se hace cartógrafo para disfrutar momentos como ése. Tomándome mi tiempo, contemplé con mucha atención la carta desplegada sobre la mesa, consciente de la doble mirada fija en mí. Conté mentalmente medio minuto.
– Invítenme a comer -dije por fin, al llegar a treinta-. Creo que acabo de ganarme un buen vino y una estupenda comida.
Los llevé a la Pequeña Taberna, un restaurante de cocina huertana que está detrás del arco de San Juan, cerca del río. Lo hice recreándome en la suerte, como los toreros que no tienen prisa, y disfruté de su expectación dosificándoles la cosa con cuentagotas: aperitivo, una botella de Marqués de Riscal gran reserva más que razonable, pisto murciano, sangre frita con cebolla, verduras a la plancha. Ellos apenas probaron bocado, pero yo hice honor al lugar y a la mesa.
– Ese barco -dije una vez transcurrido el tiempo adecuado- no pueden encontrarlo en los 37º 32’ de latitud y los 1º 21’ de longitud este de Cádiz, por la simple razón de que ahí no ha estado nunca.
Pedí más pisto. Estaba delicioso, y apetecía al verlo sobre el mostrador, expuesto en enormes lebrillos de barro. También apetecía ver la cara que ponían ellos a medida que les desgranaba la historia.
– Los jesuitas tenían una larga tradición cartográfica -proseguí, mojando pan en la salsa-. El propio Urrutia contó con su ayuda técnica para el levantamiento de sus cartas esféricas… Al fin y al cabo, la tradición científicohidrográfica de la Iglesia viene de antiguo: la primera cita de un instrumento náutico se encuentra en los Hechos de los Apóstoles: ‘“Y echando la sonda, hallaron veinte brazas”’.
Aquel toque erudito no les hizo mucha mella; se impacientaban, claro. Sin pretender ocultarlo él, que tenía las manos inmóviles a cada lado del plato y me miraba con cara de estar pensando cuándo dejará de dar rodeos este imbécil. Ella escuchaba con una calma aparente que me atrevo a calificar de profesionaclass="underline" valía para eso, sin duda. Apenas mostraba indicios de nada que no fuese una atención extrema, como si cada una de mis vaguedades fuese oro puro. Sabía manejar a los hombres. Más tarde supe hasta qué punto.
– El caso es -proseguí, entre dos bocados y dos tientos al gran reserva- que algunos de los más importantes cartógrafos pertenecieron a la Compañía de Jesús: Ricci, Martini, el padre Fournier, autor de la “Hydrographie…” Tenían sus sistemas, sus misiones en Asia, sus reducciones americanas, sus rutas propias, sus feudos de todo tipo. Sus barcos, capitanes y pilotos. Blasco Ibáñez los noveló como “La araña negra”, y en cierto sentido tenía razón.
Continué con la comida y los detalles, reservándome el golpe de efecto final. Los jesuitas, añadí, contaban con sus escuelas de cosmografía, cartografía y náutica. Sabían qué importantes eran los conocimientos geográficos exactos; y sus religiosos, desde los tiempos de Ignacio de Loyola, estaban encargados de recolectar en todos los viajes datos útiles para la Compañía. Hasta el marqués de la Ensenada -apunté con un espárrago triguero pinchado en el tenedor- les encomendó en tiempos de Felipe V un mapa moderno y detallado de España, que no se llegó a imprimir por la caída del ministro. También hablé de su estrecha relación con Jorge Juan y Antonio de Ulloa, los caballeros del Punto Fijo que midieron el grado de meridiano en el Perú. En materia científica, en suma, los jesuitas fueron perejil de todas las salsas. Con amigos y enemigos, naturalmente. Por eso tomaban precauciones. Yo mismo, en el curso de mis trabajos, había topado con documentos que a veces fue difícil y otras imposible interpretar. Aquellos tipos tenían toda una infraestructura dedicada a lo que hoy -sonreí- llamaríamos contraespionaje.