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Francisco Dolarea.’

Todo encajaba. Lo discutieron del derecho y del revés con la copia de la declaración del pilotín sobre la mesa, analizando cada costura de aquella broma póstuma, exasperante, con la que los fantasmas de los dos jesuitas y los marinos hundidos en el “Dei Gloria” se habían burlado de ellos y de todos. La 464 desplegada ante los ojos, un compás de puntas en la mano, el trazado de la costa en la parte superior de la carta -cabo Tiñoso a la izquierda, cabo de Palos a la derecha y el puerto de Cartagena en el centro-, Coy había calculado fácilmente las dimensiones del error: aquella noche del 3 al 4 de febrero de 1767, con el corsario pegado a su popa, el bergantín navegó mucho más rápido y lejos de lo que pensaban. Y al amanecer, el “Dei Gloria” no se encontraba al sudoeste del cabo Tiñoso y de Cartagena, sino que ya había rebasado esas longitudes y navegaba más hacia levante. Estaba al “sudeste” del puerto, y el cabo que avistaba por su proa, al nordeste, no era el cabo Tiñoso sino el cabo de Palos.

Tánger había terminado. Puso sobre la carta el lápiz y las paralelas y se quedó mirando a Coy.

– Por eso torturaron durante dieciocho años al abate Gándara… Buscaron el barco en la posición que dio el pilotín. Quizá hasta bajaron con buzos o campanas de aire, y no encontraron nada porque el “Dei Gloria” no estaba allí.

La falta de sueño marcaba cercos oscuros bajo sus ojos, haciéndola parecer mayor. Menos atractiva y más fatigada.

– Cuéntame ahora qué ocurrió -dijo-. Tu versión final.

Él observó la 464. Estaba sobre la reproducción de la carta de Urrutia, llena también de trazos de lápiz y anotaciones. El dibujo marrón de la costa, la franja azul de las sondas mínimas, la recorrían ascendiendo en suave diagonal hasta la punta de Palos y las islas Hormigas, visibles en el extremo superior derecho de la carta. Todos los accidentes geográficos estaban a la vista, de oeste a este: cabo Tiñoso, el puerto de Cartagena, la isla de Escombreras, cabo de Agua, la ensenada de Portman, cabo Negrete, Punta Seca, cabo de Palos… Quizás aquella noche el viento del sudoeste había sido más fuerte, explicó Coy. Veinticinco o treinta nudos. O tal vez el capitán Elezcano asumió antes el riesgo de forzar la arboladura desplegando más trapo. También pudo ocurrir que el viento rolara al norte convirtiéndose en terral mucho antes del alba, y que el corsario, buen ceñidor gracias al foque del bauprés y las velas latinas de sus palos trinquete y mesana, hubiera ganado barlovento interponiéndose entre el bergantín y Cartagena, para impedirle refugiarse en ese puerto. También cabía la posibilidad de que, en el curso de alguna maniobra nocturna para despistar al corsario, el “Dei Gloria” se hubiera alejado peligrosamente de su único abrigo posible. O puede que el capitán, testarudo y riguroso, tuviera órdenes estrictas de no tocar más puerto que el de Valencia, a fin de que las esmeraldas no corriesen el peligro de caer en otras manos.

Intentó describir las primeras luces, la todavía confusa línea de la costa, las miradas inquietas del capitán y el piloto intentando saber dónde se encontraban exactamente, y la desolación al descubrir que el corsario seguía allí, dándoles caza y cada vez más cerca, sin que hubieran logrado engañarlo en la oscuridad. De cualquier modo, con esa primera claridad, mientras el capitán miraba arriba, hacia la arboladura, preguntándose si aguantaría tanta lona navegando de bolina, el piloto fue a la banda de babor y tomó demoras a tierra para establecer la posición. Sin duda obtuvo demoras simultáneas, y lo hizo situando en los 273º cabo de Agua, cabo Negrete en los 295º, y cabo de Palos en los 30º. Después llevaría la intersección de esas tres líneas sobre la carta, para establecer allí la posición del bergantín. No resultaba difícil imaginar al piloto con el catalejo y la alidada o el círculo de marcar sobre la magistral, ajeno a todo cuanto no fuera el procedimiento técnico de su oficio; y el pilotín a su lado, papel y lápiz listos para anotar las observaciones, mirando de reojo las velas del corsario enrojecidas por la luz horizontal del amanecer, cada vez más próximas. Luego, a toda prisa, abajo para el cálculo sobre la carta de Urrutia, y el pilotín corriendo de vuelta a la toldilla por la cubierta inclinada por la escora, el papel con los resultados en la mano, mostrándoselo al capitán justo en el momento en que arriba, en lo alto, el mastelero se partía con un crujido y todo se iba abajo, y el capitán ordenaba cortar aquello, echarlo por la borda y prevenirse los artilleros, y el “Dei Gloria” daba la guiñada trágica que lo enfrentaría a su destino.

Se calló, al advertir un estremecimiento en su propia voz. Marinos. A fin de cuentas aquellos hombres eran marinos, como él. Buenos marinos. Podía notar hasta el último de sus miedos y sensaciones con tanta exactitud como si él mismo hubiera estado a bordo del “Dei Gloria”.

Tánger lo miraba con atención.

– Cuentas bien las cosas, Coy.

Él se tocó la nariz. Contemplaba a través del portillo la luz abriéndose paso entre la bruma, a medida que el sol ascendía sobre el difuso círculo gris. También veía la proa del corsario “Chergui” apareciendo poco a poco ante una de las portas abiertas del bergantín.

– No es difícil -dijo-… En cierto modo no es difícil.

Entornaba los ojos. Sentía la boca seca, el sudor en el torso desnudo, empapado el trapo que acababa de anudarse en torno a la frente. Porque en ese momento, inclinado tras el negro cañón de cuatro libras entre el humo de las mechas encendidas, escuchaba la respiración de sus compañeros agazapados junto a la cureña con el atacador, la lanada y el sacatrapos a punto, listos para aflojar trincas, limpiar, cargar y disparar de nuevo.

– De cualquier modo -añadió tras unos instantes-, yo no digo que las cosas ocurrieran así.

– ¿Y cómo explicas la posición del pilotín?

Coy encogió los hombros. El fragor del cañoneo y los astillazos que sonaban en su cabeza se apagaron lentamente. Ahora su dedo indicaba un punto sobre la carta, antes de describir una línea diagonal hacia el sudoeste.

– Igual que la explicamos antes -dijo-. Con la diferencia de que el viento que soplaba tras el naufragio, haciendo derivar el esquife, no era noroeste, sino nordeste. El terral de la madrugada pudo rolar unas cuartas a levante cuando el sol estuvo alto: entonces arrastró al pilotín mar adentro, acercándolo a la vertical de Cartagena, unas pocas millas al sur, donde al día siguiente fue rescatado.

Tampoco eso era difícil de imaginar, pensó, observando la línea de deriva sobre el papel marcado con los números de las sondas. El muchacho solo en su botecito al garete, aturdido, achicando agua. El sol y la sed, el mar inmenso y la costa cada vez más lejana, inalcanzable. La duermevela boca abajo para evitar que las gaviotas le picoteasen la cara, la cabeza alzada de vez en cuando para mirar alrededor, abatida luego con desesperanza: sólo el mar impasible, con los secretos bien guardados en sus entrañas. Y arriba, en la superficie rizada por la brisa, otro Ismael flotando sobre la tumba azul de sus camaradas.

– Es extraño que no diese la posición real del “Dei Gloria” -dijo Tánger-. Un chiquillo como él no podía ser consciente de todas las implicaciones.

– No era tan chiquillo. Embarcaban muy jóvenes, y después de cuatro o cinco en el mar, maduraban aprisa. Aquéllos eran hombres de una pieza. Marinos de verdad.

Ella movía la cabeza, convencida.

– Aun así -dijo- resulta asombroso el modo en que guardó silencio… Era alumno de náutica: tenía que saber que la longitud no se refería al meridiano de Cádiz… Y sin embargo supo callar, y engañó a los investigadores. No hay en el acta del interrogatorio ni una sombra de duda.

Era cierto. Habían estado repasando los documentos, la declaración del náufrago, el informe oficiaclass="underline" ni una sola contradicción. El pilotín se había mantenido firme en cuanto a latitud y longitud. Y tenía en el bolsillo el papel anotado como prueba.

– Era un buen chico -añadió Tánger, pensativa-. Un muchacho leal.

– Eso parece.

– Y muy listo. ¿Recuerdas su declaración?… Había del cabo que está al nordeste, pero no lo nombra. Por la posición que dio, todos creyeron que se trataba del cabo Tiñoso. Pero él se guardó bien de corregirlos. Nunca llegó a decir qué cabo era.