Coy miraba otra vez el mar a través del portillo.
– Supongo -dijo- que ése fue su modo de seguir luchando.
El sol ya estaba alto y la bruma se desvanecía. El perfil oscuro de la costa iba precisándose por el través de babor: la Punta de la Chapa, con su faro blanco a levante de la bahía de Portman; el antiguo Portus Magnus, con los escombros de las minas abandonadas sobre la vieja calzada romana, y el fango cegando la ensenada donde, ya antes de que naciera Cristo, naves con ojos pintados a proa cargaban lingotes de plata.
– Me pregunto qué sería del chico.
Se refería a la desaparición del hospital de marina. Respecto a eso, Tánger tenía su propia teoría; así que la expuso, dejando a Coy, como de costumbre, el trabajo de rellenar los espacios en blanco. En síntesis, a principios de febrero de 1767 los jesuitas todavía contaban con mucho dinero y poder en todas partes, incluido el departamento marítimo de Cartagena. No era difícil sobornar a las personas adecuadas, y asegurar una discreta retirada del pilotín a segundo plano: bastaba un coche de caballos y garantías para cruzar las puertas de la ciudad. Sin duda agentes de la Compañía lo hicieron salir del hospital antes de que sufriera un nuevo interrogatorio, llevándolo lejos, a salvo, al día siguiente de su rescate en el mar. Desaparecido sin licencia, estaba anotado en el expediente: algo irregular para un jovencísimo marino mercante sometido a investigación por la Armada. Pero el “desaparecido sin licencia” había sido corregido más tarde por mano anónima, sustituyéndolo un “dado de alta con licencia”. Ahí se perdía el rastro.
Era fácil, pensaba Coy al escuchar el relato de Tánger. Todo encajaba, y también eso podía imaginarlo sin trabajo: la noche, los corredores desiertos del hospital, la luz de una vela. Centinelas o guardianes cegados con oro, alguien que llega embozado y con instrucciones precisas, el chico rodeado de gente segura. Luego, las calles vacías, el conciliábulo clandestino en el convento jesuita de la ciudad. Un interrogatorio grave, rápido, tenso, y ceños que se desfruncen al averiguar que el secreto sigue bien guardado. Tal vez palmadas en la espalda, manos admiradas que se posan en su hombro. Buen chico. Buen y valiente chico. Y después de nuevo la noche, y gente que desde una esquina en sombras hace la señaclass="underline" sin novedad. El coche de caballos, las puertas de la ciudad, el campo abierto y el cielo lleno de estrellas. Y un marino de quince años que dormita en el asiento, acostumbrado desde niño a peores balanceos que ése, velado en el sueño por los espectros de sus camaradas muertos. Por la sonrisa triste del capitán Elezcano.
– Sin embargo -concluyó Tánger-, hay algo… Quizá divertido, o curioso. El pilotín se llamaba Miguel Palau, ¿recuerdas?… Era sobrino del armador valenciano del “Dei Gloria”, Luis Fornet Palau. Y puede que sólo sea una coincidencia -alzó un dedo en alto, como si reclamase un momento de atención, y rebuscó entre los documentos que tenía en el cajón de la mesa de cartas-… Pero mira. Cuando estuve averiguando nombres y fechas, al consultar en Viso del Marqués unas listas de marina muy posteriores, di con una referencia a la balandra “Mulata”, de Valencia. Esa embarcación sostuvo en 1784 un combate con el brick inglés “Undated”, cerca de los Freus de Formentera. El brick quiso capturarla, pero la balandra se defendió muy bien y pudo escapar… ¿Y sabes cómo se llamaba el capitán español?… “M. Palau”, dice la referencia. Igual que nuestro pilotín. Y hasta por edad podría coincidir quince años en 1767, treinta y dos o treinta y tres en 1784…
Le había pasado a Coy una fotocopia, y éste leyó el texto: ‘“Noticia de lo ocurrido a día quince del corriente, sobre el combate mantenido por la balandra ’Mulata’ mandada por el capitán don M. Palau, con el brick inglés ’Undated’ ante la isla de los Ahorcados…”’.
– Si se trataba del mismo Palau -dijo Tánger-, tampoco se rindió esa vez, ¿verdad?
‘Se informa ante la autoridad marítima de este puerto de
Ibiza que haciendo ruta de Valencia hacia esta localidad,
cuando iba en demanda del Freo
Grande de Formentera y en la
cercanía de las Negras y los
Ahorcados, la balandra española
“Mulata”, de ocho cañones, fue
atacada por el brick-goleta inglés “Undated”, de doce, que se
había acercado bajo engaño de
bandera francesa e intentaba
apresarla. Pese a la diferencia
de porte sostúvose vivísimo fuego con mucho daño por ambas partes, y también un intento de
abordarse de los ingleses, que
lograron meter tres hombres en
la balandra, siendo los tres
muertos y arrojados al mar. Separáronse las embarcaciones y
prosiguió el combate muy encarnizado por espacio de media hora, hasta que la “Mulata”, pese
al viento contrario, pudo pasar
a este lado de los freos gracias
a una maniobra de notorio riesgo, consistente en meterse por
el freo del medio, con sólo cuatro brazas de fondo en la medianía y muy cerca del arrecife de
la Barqueta; maniobra peritísima que dejó al otro lado al
inglés, cuyo capitán no osó seguir adelante por las condiciones del viento y lo incierto del
fondo, pudiendo arribar la “Mulata” a este puerto de Ibiza
con cuatro hombres muertos y once heridos a bordo y sin otra
novedad…’
Coy le devolvió la copia del informe a Tánger. Sonreía. Años atrás, en un velero de poca eslora y calado, había pasado el freu medio por aquel mismo sitio. Cuatro brazas eran poco más de seis metros, y además la sonda disminuía rápidamente a partir del centro a uno y otro lado. Recordaba bien la visión siniestra del fondo a través del agua transparente. Una balandra artillada podía calar tres metros, y el viento contrario dificultaba un rumbo en línea recta; así que, fuera o no fuera el mismo hombre, pilotín Miguel Palau o capitán M. Palau, quien patroneaba la “Mulata” tenía nervios bien templados.
– Quizá el nombre sólo sea una coincidencia.
– Puede -Tánger releía pensativa la fotocopia antes de devolverla al cajón-. Pero me gusta creer que era él.
Estuvo callada un instante y luego se volvió hacia el portillo, a mirar la línea de la costa que la bruma ya desvelaba limpia y libre, hacia la amura de babor, con el sol iluminando la piedra oscura del cabo Negrete:
– … Me gusta creer que ese pilotín volvió al mar, y que siguió siendo un hombre valiente.
Durante ocho días peinaron la nueva zona de búsqueda con la Pathfinder, franja a franja, con rumbos de norte a sur, empezando por el este, en sondas que iban de los 80 a los 18 metros. Más profundo y abierto a los vientos y a las corrientes que le ensenada de Mazarrón, el lugar se veía agitado por incómodas marejadas que entorpecían y retrasaban el trabajo. El fondo era irregular, de piedra y arena; y tanto el Piloto como Coy tenían que hacer muchas inmersiones -que la excesiva profundidad hacía necesariamente breves- para comprobar irregularidades detectadas por la sonda, incluida una vieja ancla solitaria que les hizo concebir esperanzas hasta que la identificaron como una de almirantazgo con cepo de hierro: un modelo posterior al siglo XVIII. De este modo terminaban exasperados y exhaustos, echando el fondeo al redoso del cabo Negrete las noches de poco viento, o al resguardo de levantes y lebeches en el puertecito de Cabo Palos. Los partes meteorológicos anunciaban la formación de un centro de bajas presiones en el Atlántico; y si la borrasca no se desviaba hacia el nordeste de Europa, sus efectos tardarían menos de una semana en llegar al Mediterráneo, obligándolos a suspender la búsqueda por algún tiempo. Todo eso los volvía nerviosos e irritables; el Piloto pasaba días enteros sin abrir la boca, y Tánger mantenía su obstinada vigilancia de la sonda con actitud sombría, como si cada jornada transcurrida arrancase otro jirón de esperanza. Una tarde Coy echó un vistazo al cuaderno donde ella había estado anotando los resultados de la exploración, y encontró las hojas llenas de garabatos incomprensibles, espirales y cruces siniestras. También había una cara de mujer espantosamente deformada, con trazos tan fuertes que en algunas líneas rasgaban el papel. Una mujer que parecía gritar al vacío.
Las noches no eran mucho más agradables. El Piloto decía buenas noches y cerraba su puerta a proa, y ellos dos se acostaban cansados, la piel oliendo a sudor y a sal, sobre las colchonetas de uno de los camarotes de popa. Se encontraban en silencio, buscándose con una urgencia tan extrema que parecía artificial, para encajar uno en otro de forma intensa y brutal, rápida, sin palabras. Cada vez Coy intentaba prolongar el instante, sujetar a Tánger entre sus brazos, acorralarla contra el mamparo, controlar el cuerpo y la mente de aquella desconocida. Pero ella se debatía, escapaba, procuraba acelerar el proceso, no poner en ello más que aliento y carne, lejana la cabeza, inaccesible el pensamiento. En ocasiones Coy creía tenerla por fin, atento al ritmo de su respiración, a los besos de su boca abierta, a la presión de los muslos desnudos alrededor de su cintura. Oprimía con los labios el cuello o los senos de la mujer y la sujetaba firme, poderosamente, aferradas las muñecas, sintiendo latir su pulso en la lengua y en la ingle, clavándose hondo en ella como si pretendiera llegar al corazón, y empapárselo hasta lograr que fuese tan suave como aquel interior húmedo y aquella boca. Pero ella retrocedía, debatiéndose para huir del abrazo; e incluso atrapada, prisionera, le negaba en última instancia el pensamiento que él se esforzaba en capturar. Los ojos, mirándolo fijos en las sombras, relucientes e inalcanzables, se transfiguraban ausentes, más allá de Coy y del barco y del mar: absortos en maldiciones arcanas de soledad y negrura. Y entonces abría la boca para gritar como la mujer que él había sorprendido en el dibujo; para gritar un grito de silencio que resonaba en las entrañas del hombre como el más doloroso de los insultos. Coy sentía correr aquel lamento por sus venas, y se mordía los labios reprimiendo una angustia que le inundaba el pecho y la nariz y la boca; igual que si estuviera hundiéndose, sofocado, en un mar de tristeza densa. Tenía ganas de llorar al modo de cuando era niño, con lágrimas bien grandes y copiosas, incapaz de entibiar el escalofrío de tantas soledades. Aquél era demasiado peso. Sólo había leído unos cuantos libros y navegado unos cuantos años y entrado en unas cuantas mujeres; por eso creía carecer de palabras, y de gestos, y también creía que hasta sus propios silencios resultaban toscos. Sin embargo, habría dado la vida por llegar hasta dentro de ella, infiltrado por los tejidos de su carne, y acercarse a su cerebro desnudo para lamerlo despacio, suavemente, con toda la ternura de que era capaz, limpiándolo de todo lo que cientos de años, miles de hombres, millones de vidas, habían ido dejando allí como un lastre, una escoria, un tumor doloroso y maligno. Y de ese modo Coy, después de cada vez, tras el último estremecimiento de la mujer, insistía tenaz, olvidado de sí mismo, acicateado por la desesperación, cuando ella cesaba de agitarse para quedar inmóvil, respirando con dificultad en busca del aliento perdido; y él, o sus células vivas y su sangre y su memoria, concluían que la amaban más que a ninguna otra persona o cosa. Pero ella se había ido demasiado lejos, y él no existía; era un intruso en ese mundo y en tal instante. Y así sería, pensaba entristecido, el final de todo: no un estruendo, sino un casi imperceptible suspiro. En ese minuto de indiferencia, puntual como una condena, todo moría en ella; todo quedaba en suspenso mientras el latido de su pulso recobraba la normalidad. Y de nuevo la piel del hombre era consciente del portillo abierto a la noche, y del frío que reptaba desde el mar a la manera de una maldición bíblica. Eso lo arrojaba sobre una desolación árida como una superficie de mármoclass="underline" pulida, inmensa, perfecta. Un mar de los Sargazos aterradoramente inmóvil, una carta esférica rotulada con nombres como los que inventaban los antiguos navegantes: Punta Decepción, bajo de la Soledad, bahía Amarga, isla de Guárdenos Dios… Después ella lo besaba antes de volverle la espalda, y él se quedaba boca arriba oscilando entre el odio hacia aquel último beso y el desprecio de sí mismo; una mano apoyada en la cadera próxima, desnuda y dormida. Los ojos abiertos en la oscuridad, oyendo el rumor del agua contra el casco del “Carpanta” y el viento arreciar en la jarcia. Pensando que nadie fue capaz nunca de dibujar la carta esférica que permite navegar a través de una mujer. Y con la certeza de que Tánger iba a salir de su vida sin que él llegara a poseerla nunca.