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– Media hora a veinte metros -le recordó el Piloto.

Asintió mientras se ponía la chaquetilla de neopreno, el cinturón de lastre y el chaleco salvavidas de emergencia. Tánger estaba de pie frente a él, sujeta con una mano al baquestay, mirándolo en silencio. Vestía su bañador negro de nadadora olímpica, y a los pies tenía unas aletas, una máscara de buceo y un tubo respirador. Había pasado casi toda la tarde y parte de la noche explicándoles lo de las langostas verdes. Lo expuso una y otra vez del derecho y del revés, tras interrogar al Piloto hasta el mínimo detalle, haciendo croquis con lápiz y papel, calculando distancias y profundidades. El caparazón de las langostas, había dicho, posee facultades miméticas: igual que a muchas otras especies, la naturaleza proporciona a esos crustáceos la capacidad del camuflaje como medio de defensa. De ese modo se adaptan a los fondos en que viven. Estaba comprobado que langostas que habitaban en barcos de hierro hundidos adquirían a menudo el tono rojizo del óxido de las planchas en descomposición. Y el color verde mohoso descrito por el Piloto coincidía exactamente con la tonalidad que el bronce adquiere tras largas inmersiones bajo el mar.

– ¿Qué bronce? -había preguntado Coy.

– El de los cañones.

Coy tenía sus reservas. Todo aquello le sonaba demasiado a Cangrejo de las Pinzas de Oro, o a cualquier otra aventura semejante. Pero no habitaban un álbum de Tintín. Por lo menos, no él.

– Tú misma has dicho, y lo comprobamos bien, que los cañones del “Dei Gloria” eran de hierro… No había grandes cantidades de bronce a bordo del bergantín.

Ella lo miró tranquila y superior; como esas otras veces en que parecía darle a entender que llevaba la bragueta abierta, o que era imbécil.

– Los del “Dei Gloria”, sí -puntualizó-; pero no los del “Chergui”. El jabeque llevaba doce cañones: cuatro largos de seis libras, ocho de a cuatro, y además cuatro pedreros, ¿recuerdas?… Procedentes de una vieja corbeta francesa artillada, la “Flamme”. Y al menos los cañones de seis y los de a cuatro eran de bronce -había despegado del mamparo el plano del jabeque, para tirarlo sobre la mesa delante de Coy-. Así figura en la documentación que nos dio Lucio Gamboa en Cádiz. Hay casi quince toneladas de bronce ahí abajo.

Coy cambió otra mirada con el Piloto, que se limitaba a escuchar en silencio, y no puso más objeciones. Todo lo demás, había seguido explicando Tánger, era obvio. Los dos barcos se hundieron muy cerca uno del otro. Lo más probable, debido a la explosión que acabó con el “Chergui”, era que los restos del corsario estuviesen dispersos alrededor del pecio principal. Al sulfatarse uno de sus elementos, el cobre, el bronce había ido adquiriendo aquella coloración característica bajo el mar, adoptada por las langostas que sin duda hicieron sus viviendas en los restos del naufragio y en las bocas de los cañones. Y se daba, además, una circunstancia complementaria y alentadora: lo más importante. Si las langostas habían estado en contacto con el bronce, eso significaba que el área de dispersión no era muy grande, y que los restos no estaban cubiertos por el fango o la arena.

Escuchó un chapuzón y vio que Tánger ya no estaba junto al baquestay. Se había tirado al mar y nadaba alrededor de la popa del “Carpanta”, con la máscara submarina y el respirador puestos, aguardando. No iba a bajar con él, pero sí a quedarse en la superficie, vigilando sus burbujas para tenerlo localizado: el radio en que se movería hacía difícil mantenerlo atado al barco con un cabo de seguridad. Coy se sujetó el cuchillo en la pantorrilla derecha, el profundímetro y el reloj en una muñeca y la brújula en la otra, y anduvo hasta el borde del peldaño de popa. Allí, sentado y con los pies en el agua, se calzó las aletas, escupió en el cristal de la máscara y se la puso después de enjuagarla en el mar. Luego alzó los brazos para que el Piloto le colocara la botella de aire comprimido a la espalda. Ajustó las cinchas y se llevó la boquilla a la boca. El aire resonó en sus oídos al circular por la reductora. Giró sobre un costado, protegió con una mano el cristal de la máscara, y aprovechando el peso de la botella se dejó caer de espaldas en el mar.

El agua estaba muy fría; demasiado para la época del año. Los mapas de corrientes indicaban allí un suave flujo de nordeste a sudoeste, con diferencia de cinco a seis grados respecto a la temperatura mínima general. Sintió erizársele la piel con la desagradable sensación del agua penetrando bajo la chaquetilla de neopreno; tardaría un par de minutos en entibiarse con el calor del cuerpo. Respiró lenta y profundamente un par de veces, para comprobar la reductora; y con la cabeza medio fuera del agua vio casi encima la popa del “Carpanta” y al Piloto de pie en ella. Luego se sumergió un poco, mirando alrededor en el panorama azul que lo circundaba. Cerca de la superficie, con los rayos del sol aclarando el agua limpia y quieta, había buena visibilidad. Unos diez metros en horizontal, calculó. Podía ver la quilla negra del velero con la pala del timón girada a babor y la cadena del fondeo descendiendo vertical hacia las profundidades, las piernas de Tánger nadando cerca, a suaves impulsos de sus aletas de plástico naranja. Dejó de pensar en ella para concentrarse en lo que hacía. Miró abajo, donde el azul se volvía más oscuro e intenso, comprobó la posición de las manecillas del reloj y empezó a dejarse caer lentamente hacia el fondo. Ahora el ruido del aire al aspirarlo a través de la reductora era muy fuerte, ensordecedor; y cuando la aguja del profundímetro llegó a los cinco metros, se detuvo para llevarse los dedos a la nariz, bajo la máscara, y compensar el aumento de presión en sus oídos. Cluc. Cluc. Al hacerlo alzó el rostro, aliviado, y vio las burbujas ascendentes de su última espiración, la superficie del mar que el sol convertía en un techo de plata esmerilada, el casco negro del “Carpanta” allá arriba, y a Tánger que se había sumergido un poco y nadaba junto a él, mirándolo detrás de su máscara de buceo, el pelo rubio agitándose en el agua, las piernas esbeltas, prolongadas por las aletas, moviéndose despacio para mantener la profundidad cerca de Coy. Respiró de nuevo y otro penacho de burbujas ascendió hacia ella, que movió la mano a modo de saludo. Luego Coy miró hacia abajo y prosiguió el lento descenso a través de la esfera azul que se cerraba sobre su cabeza, oscureciéndose a medida que se aproximaba al fondo. El segundo alto para compensar lo hizo cuando el profundímetro marcaba catorce metros; y el agua era ya una esfera traslúcida que extinguía todos los colores excepto el verde. Estaba en ese punto intermedio donde a veces los buceadores, sin referencias, pierden la orientación y el sentido del arriba y abajo, y de pronto se ven contemplando unas burbujas que parecen descender en vez de subir; y sólo la lógica, si es que la conservan, recuerda que, en cualquier circunstancia, una burbuja de aire siempre va hacia arriba. Pero no llegó a ese extremo. La penumbra del fondo empezó a dibujar formas, y momentos después Coy se dejaba caer muy despacio sobre un lecho de arena pálida y fría, cerca de una espesa pradera de anémonas, posidonias y algas filamentosas entre las que nadaban pequeños bancos de peces. El profundímetro indicaba dieciocho metros. Coy miró en torno, a través de la semiclaridad que lo circundaba: la visión era buena, y la suave corriente que sentía limpiaba el agua; en un radio de cinco a siete metros podía distinguir bien el paisaje, las estrellas de mar, las conchas vacías, las grandes bivalvas en forma de pala clavadas verticales en la arena, las crestas de piedra con rudimentarias formaciones de coral que marcaban el límite de la pradera submarina. Pequeños microorganismos arrastrados por la corriente derivaban flotando a su alrededor. Sabía que si encendía una linterna, la luz devolvería sus colores naturales a todos aquellos objetos de monótona apariencia verde, aumentados de tamaño a través del vidrio inastillable de la máscara. Respiró varias veces pausadamente para adaptar sus pulmones a la presión y oxigenar la sangre, y se orientó consultando la brújula. Su plan era alejarse quince o veinte metros hacia el sur y luego describir un círculo alrededor del fondeo del “Carpanta”, que había quedado al norte y atrás. Empezó a nadar despacio, con las manos a los costados y suaves movimientos de las piernas y las aletas, manteniéndose a un metro del fondo. Observaba la arena con mucha atención, pendiente de cualquier indicio de algo enterrado debajo; aunque los cañones de bronce, había insistido Tánger, tenían que estar a la vista. Fue hasta el borde de la pradera y echó una ojeada entre las algas y los filamentos ondulantes. Si había algo en aquella espesura iba a ser difícil dar con ello, así que decidió seguir explorando la parte de arena desnuda; que pese a parecer llana, descendía en suave declive hacia el sudoeste, según comprobó con el profundímetro y la brújula. El ruido del aire lo acompañaba con una inspiración y una espiración aproximadamente cada cinco segundos, entre intervalos de absoluto silencio. Procuraba moverse despacio, reduciendo al mínimo el esfuerzo físico. A menos fatiga, rezaba la vieja regla del buceo, menos ritmo de respiración, menos consumo de aire y más reservas disponibles. Y aquello iba a ser largo. Con langostas o sin ellas, una aguja en un pajar.