Llovía sobre el puerto, las grúas, los muelles, los barcos de la Armada abarloados de dos en dos en el dique de San Pedro y los cascos herrumbrosos del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, donde estaba el “Carpanta” amarrado de popa al espigón y con un ancla a proa. Llovía a cántaros porque la borrasca había llegado al fin. Lo hizo desde su cuartel general de bajas presiones situado sobre Irlanda, extendiendo isobaras malignamente concéntricas y próximas unas a otras; fuertes vientos del oeste empujaron sucesivos frentes nubosos en dirección al Mediterráneo, y los mapas del tiempo se llenaron de advertencias negras y rayos y signos de lluvia, y las costas fueron traspasadas por flechas con dos y tres rabitos de plumas en la cola que apuntaban al corazón de los navíos incautos. Así que, después de tres días de trabajo en el pecio, los tripulantes del “Carpanta” se vieron obligados a regresar a puerto. Pese a la impaciencia de Tánger, ella misma estuvo de acuerdo en que la pausa iría bien para planificar los últimos pasos y adquirir equipo necesario antes del asalto final a los secretos de la tumba submarina. Una tumba, la del “Dei Gloria”, situada definitivamente a dos millas de la costa, en los 37º 33,3’ de latitud norte y los 0º 46,8’ de longitud oeste, con la popa a 26 metros de profundidad y la proa a 28.
Durante aquellos días en que vivieron con un ojo en el mar y otro en el barómetro, Tánger había dirigido la operación desde la camareta del “Carpanta”. Coy y el Piloto trabajaron duro, turnándose abajo en períodos de media hora a cuarenta minutos, con intervalos suficientes para no verse obligados a hacer largas descompresiones. El barco, comprobaron desde las primeras exploraciones, se hallaba en buen estado, si tenían en cuenta los dos siglos y medio que llevaba bajo el agua. Se había hundido de proa, dejando una de sus anclas en la cresta rocosa antes de posarse en el fondo, orientado en un eje nordeste-sudoeste. El casco, yaciendo sobre la banda de estribor, estaba enterrado en arena y sedimentos hasta el combés, con la cubierta podrida y llena de adherencias marinas todavía intacta a popa. Hacia proa, toda la tablazón, el forro de la cubierta y los baos habían desaparecido, y de la arena asomaban algunos extremos de las cuadernas del buque, semejantes a costillas de un mondo esqueleto. Cuando en las siguientes inmersiones Coy y el Piloto exploraron el resto del “Dei Gloria”, pudieron comprobar que aproximadamente el tercio posterior de éste se encontraba al descubierto, con destrozos que hubieran sido mayores en otras aguas y en otra posición. El combés aparecía hundido en una confusión de maderas, aglomerados de hierro podrido por la corrosión, arena y sedimentos, que se amontonaba hacia la proa deshecha y enterrada. Era evidente que, al inclinarse el bergantín mientras se hundía, los diez cañones de hierro de la cubierta y todos los objetos pesados se habían desplazado hacia adelante; y allí, con el tiempo, aquel peso había hecho ceder la tablazón, hundiéndola en la arena. Ésa era la causa de que la popa se encontrase un poco alta y con menos destrozos, aunque muchos baos y cuadernas habían cedido y la arena se amontonaba entre el maderamen podrido. Podía distinguirse el muñón del palo mayor roto en el combate, una pirámide de tablas petrificadas en forma de caseta de tambucho, dos portas de cañón en la regala de babor, y el codaste que conservaba, todavía sujeto por pernos de bronce mohoso y lleno de filamentos e incrustaciones, restos de la pala del timón.
Habían tenido suerte, explicó Tánger la primera noche mientras se balanceaban fondeados sobre el naufragio, reunidos en torno a la carta de Urrutia y los planos del “Dei Gloria”, a la menguada luz de la lámpara de la camareta, celebrando el hallazgo con una botella de blanco Pescador que el Piloto conservaba a bordo. Habían tenido mucha suerte por varias razones; y la principal era que el bergantín se fue a pique de proa y no de popa, dejando más accesible la cámara del capitán, donde solían guardarse los objetos valiosos. Lo más probable era que las esmeraldas, si estaban a bordo en el momento de hundirse, se encontraran allí o en el sollado contiguo, reservado al pasaje. El hecho de que la popa no estuviese completamente enterrada facilitaba la tarea, porque buscar bajo la arena habría requerido mangueras de extracción y un equipo más complejo. En cuanto al estado de conservación, óptimo después de tanto tiempo en el fondo del mar, se debía a la cresta rocosa tras la que se hallaba el pecio, con los canales naturales y las piedras que lo resguardaban de la acción del oleaje, los sedimentos marinos y las redes de los pescadores. También la corriente suave de agua fría que circulaba desde el cabo de Palos había atenuado la acción de los teredos, los gusanos marinos devoradores de madera que encontraban condiciones favorables en aguas cálidas. Por todo ello, el trabajo que tenían por delante se presentaba agotador, pero no imposible. A diferencia de los arqueólogos que investigaban naufragios, ellos no tenían que conservar nada; podían permitirse cualquier destrozo necesario para llegar antes a su objetivo. No había medios técnicos ni tiempo para miramientos. De modo que al día siguiente, actuando en paralelo al trabajo de Tánger sobre los planos desplegados en los mamparos y en la mesa de cartas del “Carpanta”, Coy y el Piloto emplearon toda una jornada de inmersiones sucesivas en tender una driza blanca que iba de proa a popa del barco hundido, siguiendo la aparente línea de crujía. Luego, moviéndose con precaución entre las maderas rotas y las incrustaciones calcáreas que podían cortar como cuchillos, cruzaron de dos en dos metros drizas más cortas, perpendiculares a ambos lados de la línea longitudinal y lastradas con plomos en los extremos; y de ese modo hicieron una división del pecio en segmentos cuya correspondencia Tánger había trazado con regla y lápiz sobre los planos del bergantín. Así establecieron rudimentarios puntos de identificación entre la realidad y el papel, situando abajo cada parte del casco según figuraba a escala 1:55 en los planos suministrados por Lucio Gamboa. El día que el barómetro empezó a descender y los partes meteorológicos los decidieron a resguardarse en Cartagena, habían logrado ya calcular la posición del sollado de popa, la camareta y la cámara situadas bajo la toldilla. La cuestión principal residía en averiguar el estado interior de la cámara del capitán Elezcano; si la tablazón interior resistía la presión de los sedimentos y la podredumbre de la madera, y era posible desplazarse por dentro una vez descubierto el modo de entrar, o si todo estaba tan aplastado y revuelto que sería necesario empezar desde arriba, rompiendo y desescombrando hasta descubrir los doce metros cuadrados que, junto al espejo de popa, ocupaba el habitáculo del capitán.
La lluvia seguía cayendo tras los cristales y Charlie Parker se apagaba en aquel paisaje con su saxo, arropado camino del sueño eterno por el piano de Dizzy Gillespie. Era Tánger quien le había regalado a Coy esa grabación, tras comprarla en una tienda de música de la calle Mayor. Estaban sentados en la puerta del Gran Bar con el Piloto, después de dar un paseo bajo la lluvia hasta el Museo Naval de la ciudad y aprovisionarse de camino en tiendas de efectos náuticos, supermercados, ferreterías y droguerías, con dinero que ella sacó de un cajero automático, tras dos intentos que la obligaron a reducir la cifra por falta de liquidez. Yo también estoy buceando con la reserva, dijo sarcástica mientras se guardaba la cartera con la tarjeta de crédito en un bolsillo de atrás de sus tejanos. Habían podido comprar lo necesario, desde herramientas a productos químicos, y las compras se hallaban en bolsas entre las patas de las sillas mientras el toldo de lona del bar los protegía de la llovizna cálida, que barnizaba la calle dando aspecto melancólico a los miradores vacíos de los edificios modernistas cuyos bajos, que Coy recordaba animados por viejos cafés, se habían convertido en lúgubres oficinas bancarias. Y estaban allí los tres, tomando aperitivos y mirando pasar impermeables y paraguas mojados, cuando Tánger dejó el diario local sobre la mesa -lo tenía abierto por la página de entradas y salidas de buques, observó Coy-, se puso en pie y fue hasta la tienda de música que estaba junto a Revistas Mayor, frente a la librería Escarabajal. Volvió con un paquete en la mano y lo puso frente a Coy sin decir toma, para ti, ni decir nada. Dentro había dos CD dobles con los masters de los ochenta temas que Charlie Parker había grabado para los sellos Dial y Savoy entre 1944 y 1948. Y, dadas las circunstancias, él no pudo menos que apreciar el gesto. El viejo Parker valía una pasta.