Aquel mismo día, Coy creyó ver de nuevo a Horacio Kiskoros. Volvían al “Carpanta” cargados con la compra, y bajo los muros del antiguo fuerte de Navidad, junto al cementerio de barcos, él echó un vistazo alrededor. Lo hacía a menudo, por instinto, cada vez que se hallaban en tierra. Aunque Tánger parecía indiferente a las amenazas de Nino Palermo, Coy seguía teniéndolas en cuenta, y no olvidaba el último encuentro con el argentino en la playa de Águilas. El caso es que caminaba hacia el espigón a cuyo extremo estaba amarrado el “Carpanta”, en pos de Tánger y del Piloto, cuando vio a Kiskoros al pie de la torre vieja. O creyó verlo. Aquél era paso frecuentado por los pescadores que iban al rompeolas, pero la silueta que se destacó en el contraluz ceniciento, entre la torre y el puente desmontado del “Korzeniowski”, no tenía aspecto de pescador: menuda, pulcra, con algo parecido a un Barbour verde.
– Ése es Kiskoros -dijo.
Tánger se detuvo, desconcertada. Ella y el Piloto se habían vuelto a mirar hacia donde indicaba, pero ya no había nadie. De cualquier modo, pensó Coy, LBLTL: Ley de Blanco, Líquido y en Tetrabrik suele ser Leche. Así que Barbour, enano y por allí, sólo podía tratarse de Kiskoros. Además, cuando los malos rondan, lo normal es que tarde o temprano alguno asome la oreja. Dejó las bolsas en el suelo. En ese momento no llovía, y las rachas de sudoeste cálido que bajaban silbando por las laderas de San Julián rizaban bajo sus pies el agua de los charcos cuando chapoteó corriendo hacia la torre. Seguía sin haber nadie cuando llegó, pero estaba seguro de haber visto al héroe de Malvinas; y su desaparición brusca lo reafirmaba en la idea. Echó un vistazo entre las planchas cortadas a soplete, los hierros retorcidos que tenían la arena de herrumbre, y quedándose bien quieto aguzó el oído. Nada de nada. El metal resonó inseguro con sus pasos cuando trepó por una escalerilla del puente desguazado del paquebote, manchándose las manos de óxido. Los restos de lluvia goteaban del techo, empapando las maderas podridas del suelo; algunas cedían bajo su peso, así que procuró mirar dónde ponía los pies. Bajó por el otro lado, hasta la panza abierta del bulkcarrier a medio desguazar, con los mamparos interiores sucios de grasa negra y seca: aquello era un laberinto de hierro viejo, de chatarra amontonada por todas partes. Rodeó la base de una de las grúas y penetró en el barco a través de un corredor inclinado, donde el agua formaba charcos en el suelo contra las brazolas. Sus sentidos tensos, en estado de alerta, acusaron la tristeza opresiva de toda aquella desolación intensificada por la luz sucia que se filtraba desde el exterior. Al otro lado de una cámara desguarnecida y vacía, con todos los cables retirados y hechos montones en un rincón, se asomó a la cavidad oscura de una bodega. Dejó caer un trozo de metal, y el eco siniestro rebotó al fondo, entre las planchas invisibles. Imposible bajar sin una linterna. Entonces oyó un ruido a su espalda, en el extremo del corredor; así que, con el corazón dándole sacudidas en el pecho, contenido el aliento hasta dolerle la mandíbula, volvió sobre sus pasos: el Piloto estaba allí, ceñudo y tenso, empuñando un barrote de hierro de tres palmos; y Coy blasfemó entre dientes, a medio camino entre la decepción y el alivio. Tánger aguardaba detrás, apoyada en un mamparo, las manos en los bolsillos y expresión sombría. En cuanto a Kiskoros, si de veras se trataba de él, había volado.
Se quitó los auriculares cuando el lejano reloj del ayuntamiento daba siete campanadas. El dong-dong-dong parecía rematar las últimas notas. Dong. Bebió un sorbo de limonada y siguió mirando a Tánger, dormida sobre la cama revuelta. La claridad gris tamizaba sombras al trasluz de las sábanas que le cubrían las rodillas, el torso y la cabeza. Dormía sobre un costado, una mano extendida y otra entre las piernas dobladas, la cintura y los muslos al descubierto, de espaldas a la luz incierta del amanecer; y la curva de sus caderas desnudas era el escorzo por donde resbalaban claridad y sombras modelando piel moteada, hoyuelos de la carne, hendiduras y curvas. Inmóvil en la mecedora, Coy observaba los detalles de la escena: el rostro oculto, el cabello entre las sábanas arrugadas que definían la consistencia de los hombros y la espalda; la cintura al descubierto, el ensanchamiento de las caderas y la línea interior de los muslos vistos desde atrás, el bello zigzag de las piernas flexionadas, las plantas de los pies. Y en especial aquella mano dormida cuyos dedos asomaban aprisionados entre los muslos, muy cerca de la insinuación del vello púbico, dorado y con tonos oscuros.
Se puso en pie y caminó silencioso, acercándose a la cama para fijar mejor aquello en su memoria. Al hacerlo, el espejo del armario al fondo reflejó un fragmento de la escena: la otra mano de Tánger extendida sobre la almohada, el apunte de una rodilla, el cuerpo modelado bajo la sábana; y también el mismo Coy integrado allí mediante la porción de su cuerpo que se reflejaba en el azogue del cristaclass="underline" un brazo y una mano, el contorno de su cadera desnuda, la certeza física de que la imagen no pertenecía a otro ni era un juego de espejos de su memoria. Lamentó no tener a mano una cámara fotográfica para retener los detalles. Así que se esforzó por grabar en su retina aquel misterio semidesvelado que lo obsesionaba; la intuición del momento mudable, brevísimo, que tal vez lo explicara todo. Había un secreto, y el secreto estaba a la vista, apenas disimulado en lo obvio. Otra cuestión era aislarlo y comprender; pero sabía que no iba a disponer de tiempo, y que en un instante los dioses ebrios y caprichosos, que ignoraban su propia facultad de crear mientras soñaban, bostezarían despertándose, y todo iba a esfumarse como si no hubiera existido jamás. Tal vez ya no se repitiera nunca con tanta evidencia, pensó desolado, ese momento fugaz: el relámpago de lucidez consoladora capaz de poner las cosas en su sitio, de equilibrar vacío, horror y belleza. De reconciliar al hombre reflejado en el espejo con la palabra vida. Pero Tánger empezaba a moverse bajo las sábanas; y Coy, que se sabía a pique de rozar la clave del enigma, sintió que, como en una foto imperfecta, entre la escena y el observador se interponía ya una décima de segundo de más o de menos, como el desajuste de una imagen imposible de resolver. Y en el espejo, más allá del escorzo de su propio cuerpo y de la mujer tendida en la cama, los barcos bajo la lluvia fueron otra vez reflejos de naves negras en un mar milenario.
Entonces ella despertó, y con ella despertaron todas las mujeres del mundo. Despertó tibia y soñolienta, el cabello revuelto y pegado a la cara cubriéndole los ojos, la boca entreabierta. La sábana se deslizó por sus hombros y por la espalda descubriendo el brazo extendido, la línea de la axila hacia los músculos dorsales, el tenso arranque de un seno comprimido bajo el peso del cuerpo. Ahora la espalda tostada por el sol, con la marca más clara del bañador, aparecía en toda su extensión hasta más abajo de la cintura mientras arqueaba los riñones, desperezándose como un animal hermoso y tranquilo, deslumbrados los ojos por la claridad sucia de la ventana; descubriendo la proximidad de Coy con una sonrisa primero desconcertada y luego cálida, al cabo repentinamente seria, grave, consciente de su desnudez y de la observación de que había sido objeto. Y al fin, el desafío: el giro lento y deliberado ante los ojos del hombre, despojada por completo de las sábanas, boca arriba, una pierna extendida y la otra doblada en ángulo, impúdica, la mano junto al sexo sin llegar a ocultarlo, las líneas del vientre convergiendo hacia la cara interior de los muslos como señales sin retorno, la otra mano abandonada sobre las sábanas. Inmóvil. Y siempre la mirada firme, calma, sus ojos fijos en el hombre que la observaba. Luego, tras unos instantes, ella se deslizó a un lado hasta quedar de rodillas ante el espejo, mostrándole por atrás la desnudez de la espalda y las caderas. Allí, acercando los labios al cristal, dejó escapar el aliento hasta empañarlo; y sin apartar sus ojos de Coy, o de la imagen de Coy, imprimió la huella de su boca en el vaho que empañaba el reflejo. Eso fue lo que hizo. Después se levantó y, poniéndose por el camino una camiseta, fue a sentarse al otro lado de la mesa, junto a la fuente con frutas; peló con los dedos una naranja entera y empezó a comérsela sin separar los gajos, mordiendo la pulpa que se le derramaba por los labios, la barbilla y las manos. Coy fue a situarse frente a ella, sin decir palabra, y de vez en cuando Tánger lo miraba del mismo modo que cuando estaba tendida en la cama, los dedos y la boca teñidos del jugo de la naranja, con la diferencia de que ahora sonreía un poco, apenas. Sonreía y luego se llevaba las muñecas a la boca para chupar el jugo que le corría hasta los codos, y la naranja deshecha entre sus dedos desaparecía en sus labios, y la lengua lamía los espacios entre los dedos, de nuevo los restos de pulpa en las palmas, de nuevo las muñecas. Entonces Coy movió la cabeza como si negase algo. La movió a un lado y a otro antes de suspirar igual que si se le escapara un quejido triste, resignado. Después rodeó la mesa sin apresurarse, atrajo hacia sí a la mujer, y tal como estaba, sentada, con la camiseta sólo alzada hasta las caderas, el sabor de naranja en la boca, buscó el camino de Ítaca en la otra orilla de aquel mar viejo y gris como la memoria.