– El gorro que le puso al maniquí -prosiguió- hizo que la fuerza del golpe se extendiera. Y el lector de microfichas está hecho añicos también.
– Bueno, tráeme algunos pedazos de lo que él golpeó. Podría haber alguna impresión sobre ellos -pidió Rhyme.
– Por supuesto.
Se oían voces de fondo en casa de Rhyme.
– Termina y regresa pronto aquí, Sachs -dijo en un tono extraño, inquieto.
– Ya casi he acabado -le contestó-. Voy a hacer la cuadrícula en el recorrido de la huida… Rhyme, ¿qué sucede?
Silencio. Cuando él volvió a hablar, sonaba aún más incómodo.
– Tengo que dejarte, Sachs. Parece que tengo visita.
– ¿Quién…?
Pero él ya había cortado la comunicación.
La mujer de blanco, la profesional, había desaparecido de la ventana de la biblioteca.
Pero Thompson Boyd ya no estaba interesado en ella. Desde su posición estratégica, veinte metros por encima de la calle, miraba a un poli mayor, que se aproximaba a unos testigos. El hombre era de edad madura, de porte pesado y vestía un traje arrugadísimo. Thompson también conocía a esa clase de oficiales. No eran brillantes, pero eran como el bulldog al que se parecían. No había nada que los detuviera en su camino hacia el meollo del asunto.
Cuando el poli gordo hizo un gesto con la cabeza a otro hombre, un negro alto de traje marrón, que salía del museo, Thompson abandonó su puesto de observación y descendió las escaleras a toda prisa. Se detuvo antes de llegar a la planta baja, sacó su revólver del bolsillo y se aseguró de que no tuviera nada atascado en el cañón o el tambor. Se preguntó si habría sido eso, el ruido producido al abrir y cerrar el tambor en la biblioteca, lo que había alertado a la chica de que él era una amenaza.
Aunque no parecía haber nadie cerca, revisó su revólver en absoluto silencio.
Aprende de tus errores.
Seguir las reglas al pie de la letra.
El revólver estaba bien. Se lo escondió en el abrigo, bajó por el oscuro hueco de la escalera y salió por el vestíbulo que estaba en el otro extremo, en la calle 56, y luego se encaminó hacia un callejón que lo llevó otra vez al museo.
No había nadie vigilando la entrada en el otro extremo del callejón, en la 55. Sin que nadie percibiera su presencia, Thompson aminoró el paso y se dirigió hacia un gran contenedor de basura verde, abollado, que apestaba a comida podrida. Miró hacia la calle. Se había reabierto al tráfico, pero varias decenas de personas de las oficinas y tiendas cercanas permanecían en las aceras, esperando ver algo emocionante que contarles a sus compañeros de oficina y familiares. La mujer de blanco -la serpiente del beso mortífero- aún estaba allí arriba. Fuera había dos coches patrulla y una furgoneta de la policía científica, así como tres polis de uniforme, dos de civil y el detective gordo del traje arrugado.
Thompson agarró el arma firmemente. Un disparo era una manera muy poco competente de matar a alguien. Pero a veces, como en aquel momento, no quedaba otra elección. Si uno tenía que disparar, las reglas dictaminaban que apuntara al corazón. Nunca a la cabeza. El cráneo era lo suficientemente sólido como para desviar una bala en muchas circunstancias, y además era relativamente pequeño y difícil de alcanzar.
Siempre al pecho.
Los penetrantes ojos azules de Thompson se posaron sobre el pesado poli del traje arrugado en el momento en que éste miraba un pedazo de papel.
Impasible, Thompson apoyó el revólver sobre su antebrazo izquierdo y apuntó cuidadosamente, con pulso firme. Hizo cuatro rápidos disparos.
El primero le dio en el muslo a una mujer que estaba en la acera.
Los otros dieron en el blanco buscado, alcanzando a la víctima exactamente donde Thompson había apuntado. Los tres puntos minúsculos aparecieron en el centro del pecho; se habían convertido en tres rosetones de sangre en el momento en que el cuerpo cayó al suelo.
Frente a él había dos chicas y, aunque sus cuerpos eran del todo opuestos, lo primero en que se fijó Lincoln Rhyme fue en lo distintos que eran sus ojos.
La gordita -vestida con ropa chillona y bisutería reluciente, con uñas largas y anaranjadas- tenía unos ojos que danzaban como insectos frenéticos. Incapaz de mirar a Rhyme o a ninguna otra cosa durante más de un segundo, hizo un vertiginoso recorrido visual del laboratorio: el instrumental científico, los vasos de precipitado, los productos químicos, los ordenadores y los monitores, los cables que había por todas partes. También las piernas y la silla de ruedas de Rhyme, por supuesto. Mascaba chicle haciendo ruido.
La otra chica, bajita, flacucha y con aire de muchacho, rezumaba cierta calma. Miraba a Lincoln Rhyme con los ojos clavados en él. Echó un vistazo a la silla de ruedas, y luego volvió a mirarle a él. El laboratorio no le interesaba.
– Geneva Settle -dijo la tranquila agente de policía, Jennifer Robinson, señalando a la chica delgada, la de la mirada firme. Robinson era amiga de Amelia Sachs, quien había dispuesto que fuera ella la que llevara a las chicas hasta allí en coche desde la comisaría de Midtown North-. Y su amiga -prosiguió Robinson-. Lakeesha Scott. Tira el chicle, Lakeesha.
La chica le dedicó una mirada de fastidio, pero metió la goma mascada en alguna parte de su enorme bolso, sin molestarse en envolverla.
– Geneva y ella fueron juntas al museo esta mañana -explicó la mujer policía.
– Sólo que yo no vi nada -dijo Lakeesha precavidamente.
Rhyme se preguntó si la chica grandullona estaría nerviosa como consecuencia de lo sucedido, o si se sentía incómoda porque él era un lisiado. Probablemente, ambas cosas.
Geneva llevaba una camiseta gris, pantalones holgados y zapatillas de deporte, lo cual, supuso Rhyme, debía de ser la moda entre los estudiantes de instituto. Sellitto había dicho que la chica tenía dieciséis años, pero parecía más joven. Mientras que el peinado de Lakeesha estaba formado por una infinidad de delgadas trenzas doradas y negras, tan tirantes que se le veía el cuero cabelludo, Geneva llevaba el cabello muy corto.
– Les he explicado a las chicas quién es usted, capitán -dijo Robinson, utilizando un tratamiento que había perdido vigencia hacía unos años-. Y que les va a hacer algunas preguntas sobre lo que ha ocurrido. Geneva quiere regresar al instituto, pero le he dicho que tendrá que esperar.
– Estoy de exámenes -señaló Geneva.
Lakeesha hizo un chasquido con la lengua a través de sus blancos dientes.
Robinson prosiguió.
– Los padres de Geneva no se encuentran en el país. Pero regresarán en el primer vuelo. Un tío suyo vive con ella mientras ellos están fuera.
– ¿Dónde están? -preguntó Rhyme-. Tus padres.
– Mi padre está en Oxford dando clases en un simposio.
– ¿Es profesor?
La joven asintió con la cabeza.
– De literatura. En Hunter.
Rhyme se censuró a sí mismo por haberse sorprendido de que una jovencita de Harlem pudiera tener unos padres intelectuales y trotamundos. Se sentía enfadado por haber encasillado a la chica en un estereotipo, pero sobre todo le dolió el orgullo por haber hecho una deducción errónea. Era cierto que vestía como una pandillera, pero debería haber supuesto que la chica tenía raíces académicas; había sido atacada por la mañana temprano mientras se encontraba en la biblioteca, no haraganeando en una esquina o viendo la tele antes de ir al instituto.
Lakeesha sacó un paquete de cigarrillos de su bolso.
– Aquí no… -empezó a decir Rhyme.
Entonces Thom entró por la puerta.
– … se puede fumar. -Le quitó el paquete a la chica y se lo volvió a meter en el bolso. Imperturbable ante el hecho de que hubieran aparecido dos adolescentes durante su turno, Thom sonrió.