– Bien, Parker -dijo Sachs-. Muy sutil, pero bueno.
Una leve risa se escuchó desde el altavoz del teléfono.
– Te diré, Amelia, que todos los que estamos en el negocio hemos estado estudiando bastante en detalle el asunto del árabe en estos últimos años.
– Y ése es el motivo por el que crees que es un hombre.
– ¿Cuántas mujeres árabes criminales has visto?
– No muchas… ¿Algo más?
– Consígueme otras pruebas y las compararé si quieres.
– Lo haremos llegado el caso. -Rhyme dio las gracias a Kincaid y cortaron la llamada. Sacudió la cabeza, mirando con atención la pizarra de las pruebas. Luego dejó escapar una risa burlesca.
– ¿Qué piensas, Rhyme?
– Sabéis lo que planea el tipo, ¿verdad? -preguntó el criminalista con voz inquietante.
Sachs asintió.
– No está planeando robar en la empresa importadora de joyas. La hará explotar.
– Exacto.
– Claro, ahí están los informes que teníamos sobre terroristas que buscaban objetivos israelíes en la zona -dijo Dellray.
– El vigilante que había en la acera de enfrente del museo dijo que todos los días recibían despachos de joyas desde Jerusalén…
Vale, me encargaré de evacuar el lugar y registrar todo el edificio -señaló Sachs. Echó mano de su móvil. Rhyme miró la tabla de las pruebas y dijo a Sellitto y a Cooper-: Falafel y yogur… y una furgoneta de reparto. Averiguad si hay algún restaurante cerca de la joyería que sirva comida de Oriente Próximo y, si encontráis alguno, cuál de ellos hace repartos y a qué hora. Y qué tipo de furgoneta usan.
Dellray sacudió la cabeza.
– Media ciudad come esas cosas. Puedes conseguir gyros y falafel en cualquier rincón de la ciudad. Están… -Pero el agente se detuvo al cruzarse con la mirada de Rhyme-. ¡Carritos!
– Ayer había una media docena en los alrededores del museo. -dijo Sellitto.
– Perfecto para vigilar -espetó Rhyme-. Y qué buena tapadera. El individuo les abastece todos los días, de modo que nadie le presta atención. Quiero saber quién abastece a los vendedores ambulantes. ¡En marcha!
De acuerdo con las autoridades sanitarias, sólo dos empresas surtían de comida de Oriente Próximo a los carritos que vendían en las aceras alrededor de la importadora de joyas. Irónicamente, la más grande pertenecía a dos hermanos judíos con familia en Israel, practicantes todos ellos; estaban fuera de toda sospecha.
La otra compañía no era la propietaria de los carritos, pero vendía gyros, kebabs y falafel, junto con los condimentos y los refrescos (al igual que perritos de carne de cerdo, prohibidos por la religión, pero siempre lucrativos), a docenas de carros en el Midtown. El centro de operaciones era un restaurante de la calle Broad, cuyos dueños contrataban a un hombre para hacer los repartos en la ciudad.
Rodeados por Dellray y una docena de agentes y policías, esos propietarios resultaron cooperadores en extremo -casi hasta las lágrimas-. El nombre de su encargado de reparto era Bani al Dahab, y era de Arabia Saudí, y su visado había vencido hacía mucho tiempo. Había sido una especie de profesional en Jeddah y había trabajado de ingeniero durante un tiempo en Estados Unidos, pero cuando se convirtió en ilegal comenzó a aceptar cualquier trabajo: unas veces cocinando y otras haciendo repartos a carritos y otros restaurantes de comida de Oriente Próximo en Manhattan y Brooklyn.
La joyería había sido evacuada y registrada palmo a palmo -no se había hallado ningún dispositivo- y un vehículo localizador de emergencia había salido en busca de la furgoneta de reparto de Al Dahab, que, de acuerdo con lo dicho por los dueños, podía estar en cualquier punto de la ciudad. El hombre tenía la libertad de decidir su propio esquema de reparto.
Era en momentos como ése cuando Rhyme habría paseado, de haber sido capaz. ¿Dónde diablos estaba el tipo? ¿Está dando vueltas con una furgoneta cargada de explosivos en ese mismo instante? Tal vez había renunciado a la joyería e iba en busca de otro objetivo: una sinagoga o la oficina de las líneas aéreas El-Al.
– Traigamos aquí a Boyd, presionémosle un poco -espetó-. ¡Quiero saber dónde diablos está ese tipo!
Fue en ese instante cuando sonó el teléfono de Mel Cooper.
Luego el de Sellitto, seguido por el de Amelia Sachs.
Por último, el teléfono del laboratorio central comenzó a trinar.
Quienes llamaban eran distintas personas, pero el mensaje era virtualmente el mismo.
La pregunta de Rhyme sobre el paradero del hombre de las bombas acababa de ser respondida.
Sólo murió el conductor.
Lo cual, considerando la fuerza de la explosión y el hecho de que la furgoneta estaba en la intersección de la Novena Avenida y la calle 54, rodeada de otros coches, fue un auténtico milagro.
Cuando explotó la bomba, la dirección del estallido fue hacia arriba, principalmente, a través del techo y las ventanas. Esparció fragmentos metálicos de munición y cristales, hiriendo a un buen número de personas. Pero el mayor daño se había limitado al interior de la E250. Dando sacudidas, la furgoneta en llamas había llegado al borde de la acera, donde chocó contra un poste de luz. Un equipo de la estación de bomberos de la calle 8 apagó con rapidez las llamas y mantuvo a la muchedumbre fuera del área de peligro. En lo que respecta al conductor, no había ni la menor esperanza de salvarlo; las dos partes más grandes de lo que había quedado de él estaban separadas por varios metros de distancia.
La brigada de bombas había despejado el lugar y ahora la principal tarea de la policía consistía en esperar al médico forense y al equipo especializado en los escenarios del crimen.
– ¿Qué es ese olor? -preguntó el detective de Midtown. Al oficial, alto y de calvicie incipiente, le echaba para atrás el hedor, cuyo origen atribuyó a carne humana quemada. El problema era que olía bien.
Uno de los detectives de la brigada de bombas rio ante la cara del detective.
– Gyros.
– ¿Qué es lo que gira? -preguntó el detective.
– Mire. -El policía de la brigada de bombas alzó una tira de carne asada con sus manos cubiertas por los guantes de látex. La olió.
– Sabroso.
El detective de Midtown se rio sin revelar cuán cerca estaba de vomitar.
– Es cordero.
– Es…
– El conductor estaba haciendo reparto de carne. Era su trabajo. La parte trasera de la furgoneta estaba llena de carne y falafel y otras mierdas de ésas.
– Ah. -Pero el detective seguía sintiendo ganas de vomitar.
Fue entonces cuando un Camaro SS, rojo y brillante -un coche de película-, dio un patinazo hasta detenerse en mitad de la calle, rozando con el morro el precinto amarillo de la policía. Descendió una impresionante pelirroja, que echó un vistazo rápido al escenario y luego hizo un gesto de saludo al detective.
– Hola -dijo él.
La mujer colocó el auricular en su Motorola y saludó con la mano al autobús del equipo de la policía científica. Inspiró hondo varias veces. Luego asintió.
– Aún no he recorrido el escenario -dijo en dirección al micrófono-, pero por el olor, Rhyme, diría que lo tenemos.
Fue entonces cuando el detective, alto y calvo, tragó saliva y dijo:
– Oiga, vuelvo en un segundo. -Y corrió hasta el Starbucks más cercano con la esperanza de alcanzar a tiempo los servicios.