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Con el detective Bell a su lado, Geneva entró en la sala que hacía de laboratorio en la casa del señor Rhyme, en la planta baja. Miró a su padre; él la observaba con esos grandes ojos de perrito faldero que tenía.

Maldita sea. La joven desvió la mirada.

– Tenemos algunas noticias. El hombre que contrató a Boyd está muerto -dijo Rhyme.

– ¿Muerto? ¿El ladrón de joyerías?

– Las cosas no son lo que parecían -respondió Rhyme-. Estábamos, bueno, yo estaba equivocado. Pensaba que, quienquiera que fuese, era alguien que quería robar en la joyería. Pero no, quería volarla en pedazos.

– ¿Terroristas?

Rhyme señaló con la cabeza un archivador de plástico que Amelia sostenía. Dentro había una carta, dirigida al New York Times. Decía que volar la joyería era otro paso en la guerra santa contra el Israel sionista y sus aliados. Era el mismo tipo de papel que la nota que exigía matar a Geneva y del plano de la calle 55 Oeste.

– ¿Quién es él? -preguntó ella, tratando de recordar una furgoneta y a un hombre de Oriente Próximo en la calle del museo hacía menos de una semana. Pero no pudo.

– Un saudí ilegal -dijo el detective Sellitto-. Trabajaba para un restaurante del centro. Los dueños están bastante asustados, por supuesto. Pensaban que nosotros pensábamos que ellos eran una tapadera de Al Qaeda o algo parecido. -Chasqueó la lengua-. Lo que podría ser cierto. Seguiremos investigando. Pero por lo que sabemos hasta ahora están limpios: son ciudadanos que llevan varios años aquí, hasta tienen dos hijos en el ejército. Yo diría que en estos momentos son un puñado de gente bastante nerviosa.

El aspecto más importante acerca del hombre de las bombas, siguió diciendo Amelia, era que ese hombre, Bani al Dahab, no parecía estar asociado con ningún sospechoso de terrorismo. Las mujeres con quienes había salido en los últimos tiempos y sus compañeros de trabajo dijeron que no recordaban que estuviera conectado con gente que pudiera formar parte de una célula terrorista, y que la mezquita a la que asistía era religiosa y políticamente moderada. Amelia había registrado su apartamento en Queens y no había encontrado ninguna otra prueba o conexión con otras células. Pero aun así se estaban investigando sus llamadas telefónicas, para comprobar vínculos posibles con otros fundamentalistas.

– Bien, seguiremos examinando las pruebas -dijo Rhyme-, pero estamos un noventa por ciento seguros de que trabajaba solo. Eso significa que probablemente estás a salvo.

Rhyme acercó la silla hacia la mesa de las pruebas y observó unas bolsas con metal y plástico quemados. Se dirigió a Cooper.

– Añade esto a la tabla, Meclass="underline" el explosivo es TOVEX, y tenemos piezas del receptor, el detonador, el revestimiento, el cable, parte de la cápsula fulminante. Todo contenido en una caja de UPS remitida a la joyería, a la atención del director.

– ¿Y por qué habrá explotado antes de lo previsto? -preguntó Jax Jackson.

Rhyme explicó que era muy peligroso usar en la ciudad una bomba con mando a distancia, pues había demasiadas ondas de frecuencia en el ambiente: de detonadores de demoliciones, de walkie-talkies y otros cientos de fuentes.

– O a lo mejor quería matarse. O se enteró de que Boyd había sido arrestado o de que la joyería estaba siendo registrada por sospecha de bomba. Y quizás pensó que era una cuestión de tiempo el que dieran con él -añadió Sellitto.

Geneva se sentía inquieta, confundida. Todas esas personas que la rodeaban, de pronto le parecieron extrañas. La razón por la que antes se habían conocido ya no existía. Y con respecto a su padre, era más extraño para ella que los policías. Geneva quería volver a su habitación del sótano de Harlem con sus libros y sus planes para el futuro, la universidad, sus sueños de Florencia y París.

Pero entonces se dio cuenta de que Amelia la estaba mirando con atención. La mujer policía se dirigió a ella.

– ¿Y qué piensas hacer ahora?

Geneva miró a su padre. ¿Qué podría pasar? Tenía un padre, era cierto, pero era un ex convicto que ni siquiera estaría en la ciudad con ella. La pondrían una vez más en una casa de acogida.

Amelia le lanzó una ojeada a Lincoln Rhyme.

– Hasta que las cosas se aclaren, ¿por qué no nos atenemos a nuestro plan y mantenemos a Geneva aquí durante un tiempo?

– ¿Aquí? -preguntó la chica.

– Tu padre debe regresar a Buffalo y encargarse de algunos asuntos allí.

Para Geneva, vivir con su padre no era una posibilidad, ni en Buffalo ni en ningún otro sitio. Pero eso no lo dijo.

– Es una idea excelente. -Eso venía de Thom-. Creo que es eso lo que haremos. -Su voz era firme-. Te quedarás aquí.

– ¿Te parece bien? ¿Estás de acuerdo? -preguntó Amelia a Geneva. Ella no estaba segura de por qué querían que se quedara. Al principio, desconfió. Pero tuvo que recordarse una y otra vez que, después de vivir sola durante tanto tiempo, la desconfianza la perseguía como una sombra. Pensó en otra regla de las vidas como la suya: «Cuando encuentres una familia, cógela».

– Claro -dijo entonces.

Esposado, Thompson Boyd fue conducido hasta el laboratorio y dos guardias le depositaron frente a los oficiales y a Rhyme. Geneva estaba arriba, en su habitación, cuidada en ese momento por Barbe Lynch.

El criminalista no acostumbraba a encontrarse cara a cara con el criminal. Para él, un científico, la única pasión de su trabajo era el juego en sí, la búsqueda, no la encarnación física del sospechoso. No sentía ningún deseo de regodearse con el hombre o la mujer que hubiera capturado. Las excusas y las súplicas no le conmovían; las amenazas no le preocupaban. Pero ahora quería asegurarse por completo de que Geneva Settle estaba a salvo. Quería evaluar por sí mismo al agresor.

Boyd tenía la cara vendada y amoratada debido a su confrontación con Sachs durante la detención. Miró a su alrededor el laboratorio, el equipamiento, las tablas de la pizarra. La silla de ruedas.

No había rastro de emoción en él, ningún parpadeo de sorpresa o interés. Ni siquiera cuando saludó con la cabeza a Sachs. Como si hubiera olvidado que ella le había golpeado en la cabeza con una piedra.

Alguien le preguntó a Boyd qué se sentía cuando uno estaba sentado en una silla eléctrica. Dijo que no se sentía nada. Que sólo se sentía «algo parecido a un entumecimiento». Decía eso muchísimo los últimos días. Que se sentía entumecido.

– ¿Cómo me han encontrado? -preguntó Boyd.

– Por un par de cosas -respondió Rhyme-. Primero, escogió la carta de tarot incorrecta para dejar como prueba. Me dio la pauta de las ejecuciones.

– El hombre colgado -dijo Boyd, asintiendo-. Está en lo cierto. Nunca lo pensé. Sólo me pareció una carta siniestra. Para despistarlos, ya sabe.

Rhyme siguió.

– Aunque lo que nos reveló su identidad fue esa costumbre suya.

– ¿Costumbre?

– Silba.

– Silbo, sí. Pero trato de no hacerlo mientras trabajo. Aunque a veces se me escapa. Entonces hablaron con…

– Sí, con alguna gente de Texas.

Boyd asintió y miró a Rhyme frunciendo la vista, con los ojos enrojecidos.

– ¿Entonces sabían lo de Charlie Tucker? Esa caricatura de ser humano. Atormentando a mi gente durante sus últimos días en la tierra, diciéndoles que iban a arder en el infierno. Todas esas patrañas sobre Jesús y demás.

Mi gente

– ¿Bani al Dahab ha sido la única persona que le ha contratado? -le preguntó Sachs.

Parpadeó sorprendido; parecía ser la primera emoción verdadera que expresaba su rostro.

– ¿Cómo…? -Pero guardó silencio.

– La bomba explotó antes de tiempo. O el tipo se suicidó.

Una negativa con la cabeza.