– No, no era un hombre bomba. Debe de haber explotado por accidente. El chico era descuidado. Demasiado ansioso, ya saben. No hacía las cosas siguiendo las reglas. Probablemente la preparó demasiado pronto.
– ¿Y cómo le conoció?
– Él me llamó. Consiguió mi nombre a través de alguien de la cárcel, una conexión por medio de la Nación del Islam.
Así había sido, entonces. Rhyme se preguntó cómo un guardia de una cárcel de Texas podía haberse liado con terroristas islámicos.
– Están locos -dijo Boyd-. Pero tienen dinero esos árabes.
– ¿Y Jon Earle Wilson? ¿Era quien hacía las bombas?
– Jonny, sí señor. -Sacudió la cabeza-. ¿También saben de él? Tengo que reconocer que ustedes son muy buenos.
– ¿Dónde está Wilson?
– Eso no lo sé. Nos dejábamos mensajes desde teléfonos públicos en un buzón de voz. Y nos encontrábamos en la calle. Nunca intercambiamos más de una decena de palabras.
– El FBI hablará con usted sobre Al Dahab y las bombas. Nosotros ahora queremos interrogarle acerca de Geneva. ¿Hay alguien más que pretenda hacerle daño?
Boyd sacudió la cabeza.
– Por lo que Al Dahab me dijo, trabajaba solo. Sospecho que hablaba con algunas personas en Oriente Próximo. Pero aquí no. No confiaba en nadie. -El acento texano, lento y arrastrado, aparecía y desaparecía, como si Boyd hubiera estado haciendo esfuerzos por quitárselo de encima.
– Si está mintiendo, si le pasa algo a Geneva, nosotros nos aseguraremos de que usted sea un desgraciado el resto de su vida -dijo Sachs con voz inquietante.
– ¿De qué manera? -preguntó Boyd, al parecer con curiosidad sincera.
– Asesinó al bibliotecario, al doctor Barry. Atacó y trató de matar a oficiales de la policía. Podría recibir varias cadenas perpetuas. Y además estamos investigando la muerte de una chica, ayer, en la calle Canal. Alguien la empujó hacia un autobús cerca de la calle Elizabeth, de donde estaba escapando usted. Estamos mostrando su fotografía entre los posibles testigos. Usted se irá para siempre.
Encogimiento de hombros.
– No importa mucho.
– ¿No le importa? -preguntó Sachs.
– Sé que ustedes no me entienden. Y no les culpo. Pero no me importa la cárcel. No me importa nada. Ninguno de ustedes puede hacerme realmente nada. Ya estoy muerto. Matar a alguien no supone un problema para mí, salvar una vida no me importa. -Miró a Amelia Sachs; ella le estaba clavando los ojos-. Entiendo esa mirada. Se está preguntando qué tipo de monstruo soy. Pues bien, la verdad es que ustedes me han hecho lo que soy.
– ¿Nosotros?
– Claro que sí, señora… Ustedes saben cuál es mi profesión.
– Oficial encargado de ejecuciones -dijo Rhyme.
– Sí, señor. Le diré algo sobre ese tipo de trabajo: puede encontrar los nombres de todos los seres humanos ejecutados legalmente en Estados Unidos. Que son muchos. Y puede encontrar los nombres de todos los gobernadores que esperaron hasta medianoche para conmutarles la pena si podían hacerlo. Puede encontrar los nombres de todas las víctimas que los condenados asesinaron, y la mayoría de las veces de sus parientes más cercanos. ¿Pero saben cuál es el nombre que nunca encontrarán? -Miró entonces a los oficiales que le rodeaban-. El nuestro, el de los que apretamos el botón. Los ejecutores. Estamos olvidados. Todo el mundo piensa cuánto afecta a los familiares de los condenados la pena capital. O a la sociedad. O a las víctimas de las familias. Por no hablar de la mujer o el hombre que denigran como un perro en el proceso. Pero nadie gasta ni un minuto en nosotros, los ejecutores. Nadie se para a pensar qué nos pasa a nosotros.
»Día tras día, viviendo con nuestra gente: hombres, mujeres también, por supuesto, que van a morir, conociéndolos. Hablando con ellos. De todo lo que existe bajo el sol. Oyendo al negro preguntarle a uno cómo es que el blanco que cometió exactamente el mismo crimen que él sale con vida, o quizá mejor que con vida, pero él tiene que morir. El mexicano que jura que no violó ni mató a esa chica. Sólo estaba comprando una cerveza en un Seven-Eleven y vino la policía y lo siguiente que sabe es que está en el corredor de la muerte. Y después de llevar un año bajo tierra hacen un examen de ADN y se dan cuenta de que realmente se habían equivocado de hombre, y de que era inocente.
»Claro, hasta los culpables son seres humanos. Se vive con ellos todos los días. Uno es decente con ellos porque ellos son decentes con uno. Uno los va conociendo. Y luego… luego uno los mata. Los mata uno mismo, solo. Con sus propias manos, pulsa el botón, tira del interruptor… Eso le cambia a uno.
»¿Saben lo que se dice? Seguro que lo han oído alguna vez. El muerto que anda. Se supone que se refieren al preso. Pero somos nosotros. Los verdugos. Somos hombres muertos.
– ¿Y su novia? ¿Cómo pudo dispararle? -murmuró Sachs.
Boyd se quedó en silencio. Por primera vez, algo nubló su rostro.
– Lo pensé antes de disparar. Esperaba tener esa sensación de que no debía hacerlo. Que ella significaba demasiado para mí. La dejaría libre, la dejaría huir, arriesgaría algo. Pero… -sacudió la cabeza-. No ocurrió. La miré y sólo me sentí entumecido. Entonces supe que lo lógico era dispararle.
– ¿Y si las niñas hubieran estado en casa en lugar de ella? -preguntó Sachs a media voz-. ¿Habría matado a alguna para escapar?
Boyd pareció considerarlo un momento.
– Pues bien, creo que sabemos que eso habría funcionado, ¿no? Ustedes se hubiesen detenido a salvar a una de las chicas en lugar de seguirme a mí. Como una vez me dijo mi padre: es sólo cuestión de dónde pones la coma de los decimales.
Pareció que la oscuridad se borraba de su rostro, como si finalmente hubiera recibido alguna respuesta o llegado a alguna conclusión tras una reflexión que hubiera estado ocupándole durante mucho tiempo.
El hombre colgado… A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, que se aceptarán las cosas tal como son.
Miró a Rhyme.
– Ahora, si no les importa, creo que es hora de que vuelva a casa.
– ¿A casa?
Miró a todos con curiosidad.
– A la cárcel.
Como si hubiera podido referirse a algún otro sitio.
Padre e hija bajaron del tren C en la calle 135 y comenzaron a andar hacia el este, hacia el instituto Langston Hughes.
Ella no quería que fuera, pero él había insistido en protegerla, y lo mismo creían el señor Rhyme y Bell, el detective. Además, pensó ella, él tenía que volver a Buffalo al día siguiente y ella se consideraba capaz de tolerar una o dos horas más con él.
Jax señaló hacia el metro.
– Me encantaba escribir en los trenes de la línea C. Es muy bonito pintar… Sabía que mucha gente lo vería. Una vez hice uno completo en 1976. Ese año era el bicentenario. Con aquellos enormes buques en la ciudad. Mi dibujo era uno de esos barcos junto con la Estatua de la Libertad. -Jax se rio-. Las autoridades municipales de transportes no hicieron limpiar ese vagón hasta pasada una semana, me dijeron. Quizá fue sólo porque estaban ocupados, pero a mí me gusta pensar que fue porque a alguien le gustó lo que pinté y por eso lo mantuvieron más tiempo de lo normal.
Geneva gruñó. Estaba pensando que ella tenía una historia que contarle a él. Una calle más adelante podía ver los andamios de la construcción frente al edificio donde trabajaba antes de que la despidieran. Su padre no sabía que su trabajo consistía en borrar los graffitis de los edificios rehabilitados. Y quizás hasta había quitado alguno suyo. Se sintió tentada de decírselo. Pero no lo hizo.
En la primera cabina telefónica en funcionamiento que hallaron en el Frederick Douglass Boulevard, Geneva se detuvo y buscó algunas monedas. El padre le ofreció su móvil.