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Jax deslizó su brazo alrededor de ella. Geneva se puso tensa, pero no se resistió. Y se encaminaron hacia el instituto.

Lakeesha Scott estaba sentada en un banco en el parque Marcus Garvey desde hacía una media hora, después de regresar de su trabajo de camarera en un restaurante del centro. Encendió otro Merit, pensando: «Hay cosas que hacemos porque queremos y cosas que hacemos porque tenemos que hacerlas. Es una cuestión de supervivencia».

Y lo que estaba a punto de hacer era una de esas cosas que tenía que hacer. ¿Por qué diablos no había dicho Geneva que después de todo eso se compraría un billete y se iría fuera de la ciudad para no volver nunca más?

¿Por qué no se iba a Detroit o a Alabama?

«Perdona Keesh, no podemos vernos nunca más. Estoy hablando de nunca más. Adiós».

Así, todo el puñetero problema se habría solucionado.

¿Por qué, por qué, por qué?

Y no era sólo eso: Gen tenía que ir y contarle dónde iba a estar exactamente en las próximas horas. Keesh no tenía ninguna excusa para perder de vista a la chica esta vez. Antes había mantenido su parloteo de gueto mientras hablaban por teléfono para que su amiga no se diese cuenta de que algo estaba pasando.

«Caray, qué mal me siento».

«Pero no tengo elección».

Cosas que hacemos porque tenemos que hacerlas

«Venga», se dijo Keesha. «Tienes que superarlo. Vamos. Empieza de una vez…».

Apretó el pitillo contra el suelo y se fue del parque. Primero se dirigió hacia el oeste y luego al norte por Malcolm X, pasando delante de una iglesia tras otra. Estaban en todas partes. Morris de la Ascensión, Comunidad Bethel, Iglesia Adventista de Éfeso, baptistas, muchas de éstas. Una mezquita o dos. Una sinagoga.

Y las tiendas y los almacenes: Papaya King, un herbolario, una tienda de alquiler de trajes, una oficina de cambio de cheques. Pasó delante de una compañía de taxis, con el dueño sentado en la calle, escuchando su maltrecha radio, enchufada con un largo cable en el interior de la oficina a oscuras. El hombre le sonrió con agrado. Cuánto los envidiaba Lakeesha: los reverendos ante las mugrientas fachadas de las tiendas bajo las cruces de neón, los hombres despreocupados que deslizaban los perritos en los panes recién horneados, el hombre gordo sentado en una silla barata, con su pitillo y su mierda de micrófono.

Ellos no traicionarían a nadie, pensó.

Ellos no traicionarían a quien había sido uno de sus mejores amigos durante años.

Apretó los dientes y agarró fuertemente la correa del bolso con sus gordinflones dedos rematados en uñas pintadas de negro y amarillo. Hizo como que no veía ni oía a tres chicos dominicanos.

– Pssssssst.

– Culito.

– Zorra.

– Pssssssst.

Keesh deslizó una mano en el bolso y cogió su navaja. Estuvo a punto de abrirla sólo para ver cómo se acobardaban. Estaba furiosa, pero dejó la hoja larga y afilada donde estaba, pensando que ya tendría bastantes problemas cuando llegara al instituto. Lo dejaría pasar por ahora.

– Pssssssst.

Siguió andando y abrió con manos nerviosas un paquete de chicles. Se deslizó dos de fruta en la boca, tratando de hacerse la dura.

Cabréate, chica, piensa en todo lo que ha hecho Geneva para fastidiarte, piensa en todo lo que ella es y tú nunca serás. El hecho de que la chica fuera tan lista hacía daño, que no faltara ni un puto día al instituto, que mantuviera su pequeña figura de chica blanca sin parecer una maldita enferma de sida, que se las arreglara para no despegar las piernas y convenciera a las otras chicas para que hicieran lo mismo, como unas remilgadas mamás.

Que se comportara como si fuera mejor que todas las demás.

Pero no era mejor. Geneva Settle no era más que otra hija de mamá-se-droga y papá-se-fue-de-casa.

Ella es una de nosotras.

Cabréate, porque ella te miraría a los ojos y te diría: «Tú puedes, chica, puedes hacerlo, puedes hacerlo, puedes salir de aquí, tienes todo el mundo por delante».

Pues no, hay veces en que, sencillamente, no puedes. Hay veces en que es demasiado duro, maldita sea. Hace falta ayuda para salir. Se necesita a alguien con pasta, a alguien que te cubra las espaldas.

Y de un momento a otro la ira contra Geneva le hervía por dentro y Keesh se apretó el bolso con más fuerza.

Pero no le duró mucho tiempo. La furia se desvaneció, se esfumó como si no fuera más que el polvo de talco para bebés que ella le echaba a su prima pequeña en el trasero cuando le cambiaba los pañales.

Mientras Lakeesha seguía andando aturdida camino del instituto, donde pronto llegaría Geneva Settle, se dio cuenta de que no podía confiar en la furia ni en los pretextos.

Sólo podía confiar en sobrevivir. A veces, chica, tienes que mirar un poco por ti y coger la mano que alguien te ofrece.

Cosas que hacemos porque tenemos que hacerlas

CAPÍTULO 37

En el instituto, Geneva recogió sus deberes y, qué sorpresa, su siguiente tarea de lengua era escribir un informe sobre Un hogar en Harlem, de Claude McKay, un libro de 1928, el primer best-seller escrito por un autor negro.

– ¿No puedo hacer algo sobre E. E. Cummings? -preguntó-. ¿O sobre John Cheever?

– Es nuestro apartado de afroamericanos, Gen -le señaló su profesor de lengua, sonriendo.

– Entonces Frank Yerby -sugirió-. U Octavia Butler.

– Sí, hay autores maravillosos, Gen -dijo su profesor-, pero no escriben sobre Harlem. Y eso es lo que estamos estudiando en este momento en la asignatura. Pero te di a McKay porque pensé que te gustaría. Es uno de los autores más controvertidos del Renacimiento negro. McKay fue muy criticado porque se fijó en los bajos fondos de Harlem. Escribió sobre los aspectos más sórdidos del lugar. Eso molestó a DuBois y a muchos otros pensadores de aquel tiempo. Y eso es lo que a ti te va.

A lo mejor su padre podía ayudarla con la traducción, pensó cínicamente, ya que quería tanto al barrio y su dialecto.

– Inténtalo -insistió el hombre-. Puede que te guste.

«No, no me gustará», pensó Geneva.

Se reunió con su padre a la salida del instituto. Llegaron a la parada de autobús y ambos cerraron un momento los ojos cuando un remolino de aire frío y polvoriento les envolvió. Habían alcanzado una tregua y ella había aceptado que él la llevase a un restaurante jamaicano con el que Jax había soñado durante los últimos seis años.

– ¿Y existe todavía? -preguntó ella, con frialdad.

– Ni idea. Pero encontraremos algo. Una aventura.

– No tengo mucho tiempo. -Geneva tiritaba de frío.

– ¿Dónde está ese autobús? -preguntó él.

Geneva miró al otro lado de la calle y frunció el ceño. Oh no… Ahí estaba Lakeesha. Era tan propio de ella; ni siquiera había escuchado lo que Geneva le había dicho y había ido de todos modos.

Keesh le hizo una seña con la mano.

– ¿Quién es ésa? -preguntó su padre.

– Mi amiga.

Lakeesha miró con desconcierto a Jax y luego hizo un gesto a Geneva para que cruzase la calle.

¿Qué estaba pasando? La chica sonreía, pero estaba claro que tenía alguna otra cosa en mente. Tal vez se estuviera preguntando qué hacía Geneva con ese hombre viejo a su lado.

– Espera aquí -dijo a su padre. Echó a andar en dirección a Lakeesha, que parpadeó y dio la impresión de tomar aliento. Abrió luego el bolso y rebuscó en su interior.

Geneva cruzó la calle y se detuvo en el borde de la acera. Keesha dudó y luego se adelantó.