Jax agarró a la orientadora del brazo y gritó a Geneva:
– Está con ellos, nena. ¡Quieren hacerte daño! ¡Sal, corre!
– No, papá, ¡estás loco! No puedes…
Pero la confirmación llegó un segundo después, cuando la mujer sacó una pistola del bolsillo. La dirigió hacia el pecho de su padre y apretó el gatillo. Jax parpadeó con estupefacción y se echó hacia atrás, agarrándose la herida.
– Oh. Oh, mi… -murmuró.
Geneva dio un respingo cuando la mujer le apuntó con la pistola plateada. Justo cuando disparó, su padre le dio un puñetazo en la mandíbula y la dejó inconsciente. Geneva notó el calor y partículas de pólvora en la cara, pero el tiro había errado. Había volado la ventanilla trasera del coche, convirtiéndola en miles de pequeños cubos de cristal.
– ¡Corre, nena! -dijo su padre entre dientes y se derrumbó sobre el salpicadero.
Al suelo con ella, rajadla, rajad a esa zorra…
Sollozando, Geneva se arrastró fuera del coche a través de la ventanilla rota y cayó al suelo. Se levantó como pudo y echó a correr por la rampa que conducía hacia la tenebrosa zona de demolición.
CAPÍTULO 38
Alina Frazier -la mujer que se hacía pasar por la orientadora Patricia Barton- no tenía la sangre fría de su compañero. Thompson Boyd era puro hielo. Nunca perdía la calma. Pero Alina siempre había sido emotiva. Estaba furiosa y no dejaba de maldecir mientras trepaba por encima del cuerpo del padre de Geneva y salía trastabillando al callejón, mirando a derecha e izquierda en busca de la chica.
Furiosa porque Boyd estaba en la cárcel, furiosa porque la chica se le escapaba.
Respiró hondo y miró a ambos lados del callejón. ¿Dónde estaría la pequeña zorra?
Un destello gris a su derecha: Geneva gateaba por detrás de un contenedor oxidado azul y desaparecía por la zona de obras. Jadeando, la mujer emprendió la persecución. Era una mujer corpulenta, sí, pero también fuerte y se movía con rapidez. Puedes dejar que la cárcel te ablande o que te convierta en una piedra. Ella había elegido lo segundo.
Frazier había sido pandillera a principios de los noventa, la líder de un grupo de chicas que vagaba por Times Square y el norte del East Side, donde los turistas y los residentes -que sí sospecharían de un grupo de chicos adolescentes- no se inquietaban por unas cuantas chicas bulliciosas con bolsas de Daffy Dan y Macy's. Es decir, hasta que aparecían los cuchillos y las pistolas y las tías ricas perdían el dinero y las joyas. Tras una temporada en el reformatorio, las cosas fueron a peor y acabó cumpliendo condena por homicidio involuntario -aunque debería haber sido por asesinato, pero el joven fiscal lo echó todo a perder-. Al salir de la cárcel, volvió a Nueva York. Allí conoció a Boyd a través del hombre con quien vivía. Luego, cuando Frazier rompió con su pretendiente, Boyd la llamó. Al principio ella pensó que se trataba de uno de esos tipos blancos a los que les ponen las chicas negras. Pero cuando aceptó la invitación a tomar un café, Boyd ni siquiera se le insinuó. Sólo se dedicó a examinarla con aquellos ojos extraños e inexpresivos y le dijo que le sería útil tener a una mujer en sus trabajos. ¿Le interesaba?
«¿Trabajos?», preguntó ella, pensando en drogas o en armas.
Pero él le explicó en un susurro cuál era su línea de trabajo.
Ella parpadeó.
Luego, él añadió que ganaría cincuenta mil dólares por unos días de trabajo.
Una pequeña pausa. Luego una sonrisa.
– De puta madre.
Sin embargo, por el asunto de Geneva Settle sacarían cinco veces más. Lo cual le pareció un precio justo, pues era el asesinato más difícil de su carrera. Como la intentona del museo de la mañana del día anterior no había funcionado, Boyd la llamó pidiéndole ayuda (le ofreció otros cincuenta mil extra si ella misma mataba a la chica). A Frazier, siempre la más inteligente de sus pandillas, se le ocurrió hacerse pasar por orientadora educativa y consiguió una identificación falsa. Empezó a llamar a las escuelas públicas de Harlem, solicitando hablar con cualquier profesor de Geneva Settle. Y recibió una docena de variaciones sobre la frase «Disculpe, no está matriculada en este instituto». Hasta que dio con el instituto Langston Hughes, donde un empleado de oficina había dicho que sí, que ésa era su escuela. Entonces Frazier se puso un traje de oficina barato, se colgó la identificación sobre su imponente pecho y entró en el instituto como si aquel lugar le perteneciera.
Allí oyó hablar de los misteriosos padres de la chica, del apartamento de la calle 118 y -a través del detective Bell y los otros policías- de la casa en Central Park West y de quién estaba a cargo de su vigilancia. Y le había pasado toda esa información a Boyd para ayudarle en la preparación del asesinato.
Había vigilado el apartamento de la chica cerca de Morningside hasta que se hizo demasiado arriesgado debido a los guardaespaldas de Geneva. (Era lo que estaba haciendo esa tarde cuando un coche patrulla apareció por allí, pero resultó que no estaban buscándola a ella).
Frazier había hablado con un guardia de Langston Hughes para que éste le proporcionara el vídeo de seguridad del patio del instituto, y con esa disculpa se las había arreglado para entrar en la casa del tullido, donde finalmente consiguió más información sobre la chica.
Pero habían cogido a Boyd -él había repetido hasta la saciedad que esos polis eran muy buenos- y ahora dependía de Alina Frazier terminar el trabajo si quería el resto de los honorarios, los 125.000 dólares.
Casi sin aliento, la mujerona se detuvo a unos diez metros más abajo en la rampa que conducía al último nivel de la excavación. Entrecerrando los ojos por los rayos del sol del oeste, trataba de ver hacia dónde se había ido la pequeña zorra. Maldita seas, déjate ver.
Otro movimiento. Geneva trataba de avanzar hacia el extremo opuesto, arrastrándose deprisa por el suelo, usando las mezcladoras de cemento, las aplanadoras, las vigas apiladas y otros suministros para ocultarse. La chica desapareció detrás de un barril de aceite.
Frazier se fue hacia la sombra para ver mejor. Apuntó hacia el centro del barril y disparó, provocando un fuerte ruido al dar en el metal.
Le pareció que se levantaba una nube de polvo justo al lado del contenedor. ¿Le había dado a la chica también?
Pero no, Geneva se levantó y fue corriendo hasta un montón de escombros: ladrillos, piedras, tuberías. Justo cuando saltaba detrás, Frazier disparó otra vez.
La chica rodó hasta el otro lado de la pared con un grito agudo. Algo se había expandido en el aire. ¿Tierra y polvo de piedras? ¿O sangre?
¿Le había dado Frazier a la chica? Era una buena tiradora. Ella y su ex novio, un traficante de armas de Newark, se pasaban las horas matando ratas en edificios abandonados de las afueras de la ciudad para probar la calidad de sus productos. Creyó que esta vez había dado en el blanco. Pero no podía esperar mucho tiempo para averiguarlo; la gente habría escuchado los disparos. Algunos harían caso omiso, seguro, y otros pensarían que aún había trabajadores usando maquinaria pesada. Pero al menos uno o dos buenos ciudadanos estarían llamando ya al 911.
«Bueno, vete a saber…».
Empezó a descender con cuidado por la rampa, tratando de no caerse, era muy inclinada. Pero entonces comenzó a sonar el claxon de un coche en el callejón, detrás y por encima de ella. Era de su propio coche.
«Maldición», pensó furiosa, «el padre de la chica todavía está vivo».
Frazier dudó. Luego tomó una decisión: ya era hora de salir de allí. Acabar de una vez con el padre. Era probable que el disparo hubiera alcanzado a Geneva y que no sobreviviera mucho tiempo. Y aunque no estuviese herida, podría ir a por ella más tarde. Habría infinidad de oportunidades.