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Encontró una cabina telefónica. Llamó a la centralita de la universidad.

– Universidad de Columbia -respondió una voz.

– Con el profesor Mathers, por favor.

– Un momento.

Una voz con inflexión negra respondió:

– ¿Hola?

– ¿Profesor Mathers?

– Exacto.

De nuevo con el nombre de Steve Macy, Ashberry explicó que era un autor de Filadelfia que estaba haciendo una investigación en la Biblioteca Lehman, el complejo de Columbia dedicado a las ciencias sociales y al periodismo. (La Fundación Sanford había dado mucho dinero a bibliotecas y colegios como ésos. Ashberry había obtenido algunos beneficios de esa colaboración: podía describirlo si se lo requerían). Entonces dijo que uno de los bibliotecarios había oído que Mathers estaba investigando sobre la historia de Nueva York en el siglo XIX, en particular la época de la reconstrucción. ¿Era cierto?

El profesor lanzó una risa de sorpresa.

– Sí, en efecto. Pero no es para mí. Estoy ayudando a una estudiante de instituto. Ella está conmigo en este momento.

Gracias a Dios. La chica aún estaba allí. Puedo terminar con todo ahora y seguir con mi vida.

Ashberry dijo que había traído bastante material de Filadelfia. ¿Les interesaría, a su alumna y a él, echar un vistazo al material?

El profesor dijo que por supuesto, se lo agradeció y le preguntó cuándo le vendría bien pasarse por allí.

Cuando tenía diecisiete años, Billy Ashberry mantuvo un cúter contra el muslo de un viejo tendero para recordarle que el pago por la protección había vencido hacía tiempo. Le cortaría un centímetro por cada día de pago vencido, a menos que saldara la deuda al instante. Su voz era tan serena entonces como en ese momento, cuando le dijo a Mathers:

– Me voy esta noche, pero podría acercarme ahora. Puede hacer una copia si lo desea. ¿Tiene una fotocopiadora?

– Sí, claro.

– Estaré allí en unos minutos.

Colgaron. Ashberry buscó en la caja y quitó el seguro de la escopeta. Luego levantó la caja y se encaminó hacia el edificio, entre un remolino de hojas de otoño que giraban en pequeños círculos con la fresca brisa.

CAPÍTULO 40

– ¿Profesor?

– ¿Usted es Steve Macy? -El desaliñado profesor, que lucía una pajarita y una chaqueta de tweed, estaba sentado detrás de un montón de papeles que tapaba su escritorio.

Sonrió.

– Sí, señor.

– Soy Richard Mathers. Ella es Geneva Settle.

Una pequeña adolescente, con la piel tan oscura como la del profesor, lo recorrió con la mirada y le saludó con la cabeza. Luego clavó los ojos en la caja que él acarreaba. Era tan joven. ¿Podría realmente matarla?

Luego, una imagen de la boda de su hija en su casa de veraneo se le cruzó por la cabeza, seguida de una serie de pensamientos rápidos: el Mercedes AMG que quería su esposa, su afiliación al campo de golf de Augusta, los planes de ese día para cenar en L'Étoile, al que The New York Times acababa de dar tres estrellas.

Esas imágenes contestaron la pregunta.

Ashberry colocó la caja en el suelo. No había policías dentro, se fijó con alivio. Le dio la mano a Mathers. Y pensó: «Maldición, pueden sacar huellas dactilares de la piel». Después de los disparos tendría que tomarse un tiempo para limpiar las manos del hombre. (Recordó lo que le había dicho Thompson Boyd: cuando llega la hora de la muerte, hay que seguir a rajatabla las reglas, o dejar el trabajo).

Ashberry sonrió a la chica. No le dio la mano. Miró a su alrededor, analizando los ángulos.

– Lamento el desorden -dijo Mathers.

– Mi despacho no está mucho mejor -dijo él con una leve risa. La habitación estaba llena de libros, revistas y montones de fotocopias. En la pared había varios diplomas. Resultó que Mathers no era profesor de historia, sino de derecho. Y al parecer uno bastante conocido. Ashberry estaba mirando una fotografía del profesor con Bill Clinton y otra con el alcalde Giuliani.

Al ver esas fotos, el remordimiento volvió a brotarle en la conciencia, pero ahora no era más que un punto minúsculo en la pantalla. Ashberry se sentía tranquilo pensando que estaba en el cuarto con dos personas muertas.

Conversaron durante unos minutos; Ashberry hablaba vagamente sobre escuelas y bibliotecas de Filadelfia, evitando cualquier comentario sobre la investigación. Siguió a la ofensiva y preguntó al profesor:

– ¿Qué es exactamente lo que está investigando?

Mathers le señaló a la chica, que explicó que estaban tratando de dar con su ancestro, Charles Singleton, un liberto.

– Era bastante extraño -dijo ella-. La policía creía que había alguna conexión entre él y unos crímenes que acaban de suceder. Pero resultó que era algo disparatado, vamos, que estaban equivocados. Pero todos tenemos curiosidad por saber qué fue de él. Nadie parece saberlo.

– Echemos un vistazo a lo que usted ha traído -dijo Mathers, haciendo sitio en una mesa de centro frente a su escritorio-. Traeré otra silla.

Éste es el momento, pensó Ashberry. El corazón empezó a latirle con fuerza. Entonces recordó la navaja deslizándose dentro de la carne del muslo del tendero, cortando cuatro centímetros por los cuatro días que no había pagado, mientras casi ni oía los gritos del hombre.

Rememoró todos los días de romperse la espalda trabajando para llegar donde había llegado.

Recordó los ojos muertos de Thompson Boyd.

Se tranquilizó de inmediato.

En cuanto Mathers salió al pasillo, el banquero echó un vistazo a la ventana. El policía aún estaba en el coche, a unos ciento cincuenta metros, y el edificio era tan sólido que lo más probable era que no oyese los disparos. Con el escritorio entre él y Geneva, se agachó, rebuscando entre los papeles. Cogió la escopeta.

– ¿Ha encontrado alguna fotografía? -preguntó Geneva-. La verdad es que me gustaría ver cómo era el barrio por aquel entonces.

– Tengo algunas, creo.

Mathers regresaba.

– ¿Café? -dijo desde el pasillo.

– No, gracias.

Ashberry se volvió hacia la puerta.

¡Ahora!

Comenzó a incorporarse, sacando el arma de la caja y manteniéndola fuera del alcance de los ojos de Geneva.

Apuntó a la puerta, con el dedo en el gatillo.

Pero algo iba mal, Mathers no aparecía.

Fue entonces cuando Ashberry sintió que algo metálico le tocaba en la oreja.

– William Ashberry, queda usted detenido. Tengo un arma. -Era la voz de la chica, pero con un sonido diferente, una voz de adulta-. Ponga el arma en el escritorio. Despacio.

Ashberry se quedó helado.

– Pero…

– La escopeta. Déjela ahí. -La chica hizo presión con la pistola en la cabeza del banquero-. Soy oficial de policía. Y haré uso de mi arma de fuego.

Oh, Dios, no… ¡Todo era una trampa!

– Será mejor que haga lo que ella le dice. -Éste era el profesor, pero, por supuesto, no se trataba de Mathers. También era un agente encubierto, un policía que fingía ser el profesor. Miró a un lado. El hombre había regresado a la oficina por una puerta lateral. De su cuello colgaba una tarjeta de identificación del FBI. Él también sostenía una pistola. ¿Cómo diablos habían llegado hasta él?, se preguntaba Ashberry con fastidio.

– Y no mueva el cañón del arma ni el más mínimo milímetro. ¿Estamos todos de acuerdo?

– No volveré a decírselo -dijo la chica con voz serena-. Llágalo ahora mismo.

Ashberry pensó en su abuelo, el gánster, pensó en el tendero que gritaba, pensó en la boda de su hija.

¿Qué haría Thompson Boyd?

Sigue las reglas al pie de la letra y date por vencido.

De ninguna manera. Ashberry se acuclilló y dio media vuelta, como un rayo, alzando el arma.