Geneva acababa de visitar a su padre en el Hospital Presbiteriano de Columbia e iba de camino al instituto Langston Hughes. Había terminado su redacción sobre Un hogar en Harlem. Al final resultó que no era un libro tan malo (pero seguía prefiriendo haber escrito sobre Octavia Butler; demonios, ¡esa mujer sí que sabía escribir!) y estaba bastante contenta con su trabajo.
Especialmente guay era que lo había escrito en un procesador de textos, en uno de los ordenadores Toshiba del laboratorio del señor Rhyme; Thom le había enseñado a usarlo. En el instituto, los pocos ordenadores que funcionaban estaban siempre tan requeridos que no se podía estar más de quince minutos en uno, y menos aún usarlo para escribir un trabajo entero. Y para encontrar datos o investigar sólo tenía que minimizar el Word y entrar en Internet. Un milagro. Lo que de otro modo le hubiera llevado dos días escribir, pudo terminarlo en unas horas.
Cruzó la calle y se dirigió al atajo a través del patio de la escuela primaria PS 288, que le ahorraba unos cuantos minutos de la caminata entre la estación de tren de la calle 8 y el Langston Hughes. El alambrado de alrededor del patio del instituto proyectaba una sombra cuadriculada sobre el asfalto gris pálido. La joven, delgada como era, pudo deslizarse a través del intersticio de la puerta, que hacía ya tiempo había sido dilatado lo suficiente para que pasasen un niño y una pelota de baloncesto. Era temprano, el patio estaba desierto. Había recorrido tres metros cuando oyó una voz que la llamaba del otro lado del alambrado.
– ¡Eh, amiga!
Geneva se detuvo.
Lakeesha estaba de pie en la acera, vestida con unos pantalones verdes y estrechos, una larga blusa naranja muy ceñida en las tetas, el bolso de los libros colgando, la bisutería y las trenzas brillando al sol. Su rostro tenía la misma expresión ensombrecida de la semana anterior, cuando esa condenada zorra de Frazier trató de matarla a ella y a su padre.
– Hola, chica, ¿dónde te has metido?
Keesh miró con desconfianza hacia la hendidura en el alambrado; jamás podría pasar por ahí.
– Acércate.
– Nos vemos en el instituto.
– No. Quiero que hablemos a solas.
Geneva dudó. El rostro de su amiga le decía que era algo importante. Se deslizó fuera por la hendidura y caminó hasta la corpulenta chica. Comenzaron a andar lentamente, la una al lado de la otra.
– ¿Dónde te has metido últimamente, Keesh? -preguntó Geneva con extrañeza-. ¿Dejas las clases?
– No me encuentro bien.
– ¿La regla?
– No, no es eso. Mi madre ha mandado una nota. -Lakeesha miró a su alrededor-. ¿Quién era el tío viejo ese que estaba contigo el otro día?
Geneva abrió la boca para mentir, pero en lugar de eso dijo:
– Mi padre.
– ¡No!
– Palabra -dijo Geneva.
– Vivía en Chicago, o algo así, me dijiste.
– Mi madre me mintió. Estaba en la cárcel. Le soltaron hace un par de meses y vino a buscarme.
– ¿Dónde está ahora?
– En el hospital. Le han herido.
– ¿Está bien?
– No. Pero se pondrá bien.
– ¿Y él y tú? ¿Tenéis buen rollo?
– Puede ser. Apenas le conozco.
– Mierda, que aparezca así, de repente, debe de haber sido una cosa extraña.
– Tienes razón, chica.
Finalmente, la corpulenta muchacha disminuyó la velocidad. Luego se detuvo. Geneva miró los ojos evasivos de su amiga y observó cómo su mano desaparecía en el bolso, como si fuera a sacar algo.
Una vacilación.
– Toma -susurró rápido la chica, alzando la mano y llevándola hacia delante. Entre sus dedos, que acababan en uñas pintadas a cuadros blancos y negros, había un collar de plata y un corazón en el extremo de la cadena.
– Pero eso es… -empezó a decir Geneva.
– Lo que me regalaste el mes pasado por mi cumpleaños.
– ¿Me lo estás devolviendo?
– No puedo quedármelo, Gen. Además, andas mal de pasta. Lo puedes empeñar.
– Pero tú estás mal de la cabeza, chica. Ni que fuera de Tiffany's.
Las lágrimas colmaban los grandes ojos de Keesh, la parte más bonita de su cara. Bajó la mano.
– Me mudo la próxima semana.
– ¿Te mudas? ¿Adónde?
– BK.
– ¿A Brooklyn? ¿Toda tu familia? ¿Los mellizos también?
– No. No va nadie de mi familia. -La chica no dejaba de mirar la acera.
– ¿De qué va todo esto, Keesh?
– Tengo que contarte lo que ha sucedido.
– No estoy de ánimo para dramas, chica -le soltó Geneva-. ¿De qué estás hablando?
– Se trata de Kevin -continuó diciendo Lakeesha con voz suave.
– ¿Kevin Cheaney?
Keesh afirmó con la cabeza.
– Lo siento, chica. Él y yo, estoy enamorada. Encontró ese sitio adonde se muda. Me voy con él.
Geneva se quedó callada durante unos instantes.
– ¿Era con quien estabas hablando cuando te llamé la semana pasada? -preguntó.
La chica asintió.
– Escucha, yo no quería que pasara, pero ha pasado. Tienes que entenderlo. Se da ese algo entre él y yo. Nunca había sentido nada igual. Sé que tú le querías. Estabas tan contenta el día que te acompañó a casa. Sé todo eso, pero seguí adelante. Chica, llevo mucho tiempo preocupada, pensando que tenía que decírtelo.
Geneva sintió un escalofrío en el alma, pero no tenía que ver con el enamoramiento hacia Kevin, que se había desvanecido en el instante en que mostró su verdadero ser en la clase de matemáticas.
– Estás embarazada, ¿verdad?
No me encuentro bien…
Keesh bajó la cabeza y miró el collar que oscilaba como un péndulo.
Geneva cerró los ojos por un momento.
– ¿De cuánto estás?
– De dos meses.
– Ponte en contacto con algún médico. Iremos a la clínica, tú y yo. Vamos a…
Su amiga frunció el ceño.
– ¿Por qué iba a hacer eso? No es como si no quisiera tener un hijo suyo. Él me dijo que si yo se lo pedía, usaría preservativo, pero realmente quiere tener un bebé conmigo. Dijo que sería una parte de los dos.
– Es mentira, Keesh. Te está manipulando.
Su amiga le lanzó una mirada furibunda.
– Qué cruel eres.
– No, palabra, chica. Está fingiendo. Te está manipulando por alguna razón. -Geneva se preguntó qué podría querer él de ella. No podía ser por las calificaciones, no en el caso de Keesh. Probablemente sería por dinero. Todos en el instituto sabían que ella trabajaba duramente en sus dos empleos y que ahorraba lo que ganaba. Los padres también tenían ingresos. Su madre había trabajado para Correos durante años y el padre tenía un empleo en la CBS y otro, por la noche, en el hotel Sheraton. Su hermano también trabajaba. Kevin debe de haber pensado en la pasta de toda la familia.
– ¿Le has prestado dinero?
Su amiga bajó la mirada. No dijo nada. Significaba que sí.
– Teníamos un acuerdo tú y yo. Nos graduaríamos e iríamos a la universidad.
Lakeesha se enjugó las lágrimas de las mejillas con su rechoncha mano.
– Gen, estás chiflada. ¿En qué planeta vives? Hablamos, tú y yo, de la universidad y de buenos curros, pero en mi caso, eso es hablar por hablar. Tus trabajos son los mejores y haces los exámenes y siempre eres la primera en todo. Sabes que yo no soy así.
– ¿No eras tú la que iba a tener éxito con tus negocios? ¿Te acuerdas, chica? Yo seré una pobre profesora en algún sitio, comiendo atún de lata y cenando copos de maíz. Tú eras la que ibas a dar el batacazo. ¿Qué pasa con tu tienda? ¿Y tu show en la tele? ¿Tu club?
Keesh sacudió la cabeza, y con ella su melena de trenzas.
– Mierda, chica, eran sólo sueños. Nunca haré nada de eso. A lo máximo que puedo aspirar es a hacer lo que hago ahora: servir ensaladas y hamburguesas en Friday's. O a hacer trenzas y extensiones hasta que pase la moda. Que, si quieres saber mi opinión, supongo que será dentro de seis meses.