«Yo solo, no», añadió, pero en silencio.
– ¡Y no me lo habías dicho! -Ella le dio una palmada en el brazo.
– Eso no lo he sentido.
Rieron.
– Es increíble, Rhyme -susurró ella y le abrazó fuerte-. Lo has hecho. Realmente lo has hecho.
– Lo intentaré de nuevo. -Rhyme miró a Sachs, luego a su mano.
Paró un momento, luego envió una explosión de energía desde su mente, a través de los nervios, hasta su mano derecha. Cada dedo se crispó un poco. Y luego, tan torpe como un potro recién nacido, su mano se deslizó a través de varios centímetros de manta, tan altos como el Gran Cañón, y se apoyó firmemente sobre la muñeca de Sachs. Cerró el pulgar y el dedo índice a su alrededor.
Con los ojos llenos de lágrimas, ella rio de satisfacción.
– ¿Qué te ha parecido? -dijo él.
– ¿De modo que seguirás con los ejercicios?
Asintió.
– ¿Pediremos cita para el examen con el doctor Sherman? -preguntó Sachs.
– Supongo que podemos. A menos que aparezca alguna otra cosa. Hemos estado muy ocupados últimamente.
– Pediremos cita para el examen -dijo ella con firmeza.
Apagó la luz y se echó junto a él. Algo que él podía percibir, pero no sentir.
En silencio, Rhyme se puso a mirar el techo. Cuando la respiración de Sachs se regularizó, Rhyme se inquietó, consciente de una extraña sensación que le cosquilleaba en el pecho, donde no debía tener ninguna. Al principio pensó que era una sensación imaginaria. Luego, alarmado, se preguntó si acaso no sería el comienzo de un ataque de disreflexia, o algo peor. Pero se dio cuenta de que no, eso era algo completamente distinto, algo que no estaba relacionado con nervios, músculos u órganos. Científico siempre, analizó la sensación empíricamente y notó que era similar a lo que había sentido cuando Geneva Settle se enfrentó con la mirada al abogado del banco. Similar también a la sensación de cuando leía sobre la misión de Charles Singleton de buscar justicia en la taberna Potters' Field esa terrible noche de julio de hacía tantos años, o sobre su pasión por los derechos civiles.
Entonces, de pronto, Rhyme comprendió lo que estaba sintiendo: era orgullo. Del mismo modo que había estado orgulloso de Geneva y de su ancestro, estaba orgulloso de su propio logro. Enfrentándose a los ejercicios y, esa noche, poniéndose a prueba a sí mismo, Lincoln Rhyme había afrontado lo aterrador, lo imposible. El que hubiera recuperado o no algún movimiento era irrelevante; la sensación venía de lo que sin duda había conseguido: integridad, la misma integridad de la que había escrito Charles. Se dio cuenta de que ninguna otra cosa -ni los políticos ni los demás ciudadanos ni el propio cuerpo- pueden hacer de uno tres quintos de hombre; era sólo la decisión de verse a sí mismo como una persona completa o parcial y vivir la vida acorde a ello.
Al reflexionar sobre todas estas cosas supuso que esa comprensión era tan irrelevante como el pequeño movimiento que había recobrado en la mano. Pero eso no importaba. Pensó en su profesión: en cómo una minúscula escama de pintura lleva hasta un coche que lleva hasta un párking donde una leve huella de pisada señala una puerta que revela una fibra de un abrigo con una huella dactilar en el botón de la manga: la única superficie de la que el criminal se olvidó de borrar su huella.
Al día siguiente, un equipo táctico llama a su puerta.
Y así se ha servido a la justicia, se ha salvado una víctima, una familia se ha reunificado. Todo gracias a una minúscula partícula de pintura.
Pequeñas victorias: eso era lo que el doctor Sherman había dicho. Pequeñas victorias… A veces es a lo único a lo que uno puede aspirar, reflexionó Lincoln Rhyme, mientras sentía que le invadía el sueño.
Pero a veces es lo único que uno necesita.
Nota del autor
Los autores son tan buenos como los amigos y los compañeros profesionales que los rodean, y yo soy extremadamente afortunado de estar rodeado por un conjunto en verdad maravilloso: Will y Tina Anderson, Alex Bonham, Louise Burke, Robby Burroughs, Britt Carlson, Jane Davis, Julie Reece Deaver, Jamie Hodder-Williams, John Gilstrap, Cathy Gleason, Carolyn Mays, Emma Longhurst, Diana Mackay, Tara Parsons, Carolyn Reidy, David Rosenthal, Marysue Rucci, Deborah Schneider, Vivienne Schuster, Brigitte Smith y Kevin Smith.
Un agradecimiento especial, como siempre, a Madelyn Warcholik.
Para aquellos lectores que estén hojeando guías con la esperanza de dar un paseo por Gallows Heights, pueden dejar de buscar. Si bien mi descripción de la vida en Manhattan en el siglo XIX es precisa en otros puntos y, en efecto, existía un número de esas aldeas en el norte del West Side, que últimamente han sido tragadas por el ensanche de la ciudad, Gallows Heights y los nefandos hechos que describo son sólo producto de mi imaginación. El extraño nombre servía a mi propósito, y me imaginé que Boss Tweed y sus compinches del Tammany Hall no se preocuparían de que añadiera algunos otros crímenes a su cosecha. Después de todo, como diría Thompson Boyd: «Es sólo cuestión de dónde se pone la coma de los decimales».
Jeffery Deaver