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– No lo sé. No le vi la cara.

– ¿Voz?

– No le presté la menor atención. Normal, supongo.

– Y zapatos marrón claro, pantalones oscuros, pasamontañas oscuro. Unos chismes en una bolsa que huele a jazmín. Él también huele a jazmín. Tal vez un jabón o una loción -prosiguió Rhyme.

– ¿Chismes? -preguntó Thom-. ¿Qué quiere decir con eso?

– Chismes para usar en una violación -dijo Geneva. Una mirada a Rhyme-. No necesitan edulcorarme nada, si eso es lo que están haciendo.

– De acuerdo. -Rhyme asintió con la cabeza-. Sigamos. -Se fijó en que el rostro de Sachs se ensombrecía al ver a Cooper coger la bolsa.

– ¿Qué sucede?

– La cara sonriente. En una bolsa que contiene chismes para perpetrar una violación. ¿Qué clase de mamón enfermo haría eso?

Rhyme se quedó perplejo ante el enojo de la mujer.

– Te darás cuenta de que es una buena noticia que haya utilizado eso, ¿no, Sachs?

– ¿Una buena noticia?

– Reduce el número de tiendas que tenemos que buscar. No tan fácil como una bolsa que tuviera impreso un logotipo concreto, pero mejor que un plástico sin nada.

– Supongo que así es -dijo ella, haciendo una mueca de disgusto-. Pero aun así…

Con los guantes de látex puestos, Mel Cooper examinó la bolsa. Primero extrajo la carta de tarot. Representaba un hombre colgado cabeza abajo, de los pies, en un cadalso. Su rostro tenía una expresión de extraña pasividad. No parecía estar sufriendo. Encima de él había un doce en números romanos, XII.

– ¿Significa algo para ti? -le preguntó Rhyme a Geneva.

La chica negó con la cabeza.

– ¿Alguna clase de asunto ritual o de culto? -murmuró Cooper.

– Se me ha ocurrido algo -intervino Sachs. Cogió su teléfono móvil, e hizo una llamada. Rhyme dedujo que la persona a la que había llamado llegaría pronto-. He llamado a una especialista en ese tipo de cartas.

– Bien.

Cooper estudió la carta para ver si contenía huellas, pero no encontró ninguna. Ni tampoco encontró ningún rastro material que fuera de ayuda.

– ¿Qué más había en la bolsa? -preguntó Rhyme.

– Vamos a ver -respondió el técnico-, tenemos un rollo intacto de cinta adhesiva, un cúter, condones Trojan. Nada a lo que se pueda seguir la pista. Y… ¡bingo! -Cooper levantó un pequeño trozo de papel-. Un recibo.

Rhyme acercó su silla de ruedas y lo examinó. No tenía el nombre de la tienda; el recibo se había impreso con una calculadora. La tinta estaba desvaída.

– No nos va a servir de mucho que digamos -dijo Pulaski, y a continuación dio la impresión de estar pensando que él no debería hablar.

«¿Qué estará haciendo él aquí?», se preguntó Rhyme. «Ah, vale. Ayudando a Sellitto».

– Siento discrepar -dijo Rhyme ruidosamente-. Nos servirá de muchísimo. Compró todos los objetos que hay en la bolsa en una única tienda. Se puede comparar el recibo con las pegatinas de los precios; bueno, junto con alguna otra cosa que compró por 5,95 dólares y que no estaba en la bolsa. Tal vez la baraja de tarot. De modo que tenemos una tienda que vende cinta adhesiva, cúters y condones. Tiene que ser un bazar o una de esas tiendas en las que venden comestibles, medicamentos y otras cosas. Sabemos que no es una cadena, porque ni la bolsa ni el recibo tienen logotipo. Y es una tienda barata porque sólo tiene una calculadora, no una máquina registradora electrónica. Y eso sin tener en cuenta los bajos precios. Y la tasa de impuestos nos indica que la tienda está en… -Echó una ojeada al tique y comparó el subtotal con la cifra de impuestos-. Diablos, ¿quién sabe matemáticas? ¿Cuál es el porcentaje?

– Yo tengo una calculadora -dijo Cooper.

Geneva miró el tique.

– Ocho coma seis-dos-cinco.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó Sachs.

– Es fácil -dijo la chica.

– Ocho coma seis-dos-cinco -repitió Rhyme-. Eso es la suma del impuesto del Estado de Nueva York más el de la ciudad. Lo que coloca a la tienda en uno de los cinco municipios. -Echó una mirada a Pulaski-. ¿De modo, agente, que todavía cree que no resulta muy revelador?

– Lo he entendido, señor.

– No estoy en activo. No hace falta el «señor». De acuerdo. Anotad todo cuidadosamente y veamos qué podemos encontrar.

– ¿Yo? -preguntó vacilante el novato.

– No. Ellos.

Cooper y Sachs aplicaron toda una variedad de técnicas para extraer huellas de las pruebas: polvo fluorescente, spray Ardrox y cola volátil sobre las superficies lisas, vapor de yodo y ninhidrina sobre las porosas; algunas hacían por sí solas que se vieran las huellas, mientras que otras mostraban los resultados bajo una fuente de luz especial.

Levantando la vista hacia los miembros del equipo, a través de las enormes gafas anaranjadas, el técnico informó:

– Huellas en el recibo, huellas en las mercancías. Son todas iguales. Lo único digno de mención es que son pequeñas, demasiado pequeñas para ser de un hombre de un metro ochenta. Una mujer pequeña o una adolescente; yo diría que la cajera. También veo huellas de grasa. Yo diría que el sujeto se limpió las suyas con un paño.

Así como era difícil quitar la grasa y los restos dejados por dedos humanos, las huellas podían borrarse fácilmente mediante un breve frotado.

– Contrasta lo que hayas obtenido con el AFIS Integrado.

Cooper hizo copias de las huellas y las escaneó. Diez minutos después, el sistema de identificación de huellas dactilares automatizado había verificado que las huellas no pertenecían a nadie que estuviera fichado en las grandes bases de datos de la ciudad, ni del Estado ni federales. Cooper también las envió a algunas de las bases de datos locales que no estaban vinculadas con el sistema del FBI.

– Los zapatos -dijo Rhyme.

Sachs extrajo la impresión electrostática. Las marcas de las pisadas eran irregulares, de modo que los zapatos eran viejos.

– Del número 11 -respondió Cooper.

Había una débil correlación entre el tamaño de los pies y la estructura ósea y la estatura, aunque en los tribunales se consideraba una prueba circunstancial muy endeble. Aun así, el tamaño sugería que Geneva probablemente estaba en lo cierto en su apreciación de la estatura del hombre, alrededor de un metro ochenta.

– ¿Y qué hay de la marca comercial?

Cooper envió la imagen a la base de datos de huellas de pisadas del departamento, y obtuvo una concordancia.

– Zapatos Bass, de calle. Al menos tienen tres años. Desde entonces ya no se fabrica ese modelo.

– El desgaste del calzado nos dice que tiene el pie derecho ligeramente torcido, pero sin que padezca una cojera perceptible ni juanetes demasiado desarrollados, uñas encarnadas u otras maladies des pieds -apuntó Rhyme.

– No sabía que hablaras francés, Lincoln -dijo Cooper.

Sólo hasta donde podía ser útil en una investigación. Esa frase en particular había aparecido cuando estaba llevando el caso de los zapatos derechos desaparecidos y había hablado unas cuantas veces con un poli francés.

– ¿Cómo estamos entonces con respecto a los restos?

Cooper estaba estudiando minuciosamente las bolsas de recogida de pruebas que contenían las partículas diminutas que se habían adherido al objeto con que recogía indicios Sachs, un rodillo pegajoso, como los que se usan para quitar la pelusa de la ropa y los pelos sueltos de las mascotas. Los rodillos habían reemplazado a las aspiradoras DustBuster para recoger fibras, pelo y restos sólidos.

Poniéndose otra vez las gafas de aumento, el técnico se valió de unas pinzas de precisión para recoger los materiales. Preparó un portaobjetos y lo colocó bajo el microscopio; luego ajustó el aumento y el foco. Simultáneamente, la imagen apareció en varias pantallas planas de ordenador dispersas por toda la habitación. Rhyme giró su silla y examinó las imágenes de cerca. Vio unas motas que parecían partículas de polvo, varias fibras, unos objetos blancos hinchados y lo que parecían unos minúsculos caparazones ámbar de insectos: exoesqueletos. Cuando Cooper movió el portaobjetos, aparecieron a la vista unas pequeñas bolitas de material fibroso, esponjoso, color hueso.