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– ¿De dónde ha salido eso?

Sachs inspeccionó el rótulo.

– Dos fuentes: del suelo cerca de la mesa en la que se sentaba Geneva, y de al lado del contenedor de basura desde donde el atacante disparó a Barry.

Los restos materiales hallados en lugares públicos eran a menudo pruebas inútiles, porque había demasiadas probabilidades de que correspondieran a desconocidos sin relación alguna con el crimen. Pero la presencia de restos similares en dos lugares diferentes en los que había estado el criminal sugería que provenían de éste.

– Gracias a Dios -farfulló Rhyme-, por la sabiduría de crear zapatos de pisada profunda.

Sachs y Thom se miraron entre sí.

– ¿Os estáis preguntando a qué se debe mi buen humor? -preguntó Rhyme, sin dejar de mirar la pantalla-. ¿Es ésa la razón de vuestra mirada de reojo? Puedo ponerme contento de vez en cuando, ¿sabéis?

– De higos a brevas -masculló el asistente.

– Alerta de frases hechas, Lon. ¿Has cogido ésa? Ahora, volvamos a los restos. Sabemos que provienen de él. ¿Qué son? Y ¿pueden guiarnos hasta su escondite?

Los científicos forenses se enfrentan a una tarea piramidal cuando analizan las pruebas. El trabajo inicial -y generalmente el más sencillo- es identificar una sustancia; averiguar que una mancha marrón, por ejemplo, es sangre, y si es humana o animal, o si un pedazo de plomo es un fragmento de bala.

La segunda tarea es clasificar esa muestra, es decir, colocarla en una subcategoría, como determinar que la sangre es 0 positivo o que la bala de la que quedó el fragmento es calibre 38. Determinar que la prueba cae dentro de una clase particular puede ser de cierto valor para la policía y para la parte acusadora en caso de que el sospechoso pueda ser relacionado con pruebas de una clase análoga -su camisa tiene una mancha de sangre del tipo 0 positivo o posee un arma calibre 38-, aunque esa conexión no sea concluyente.

La tarea final, y la meta última de todo científico forense, es vincular las pruebas con un individuo, relacionar de manera incuestionable un fragmento particular de prueba con un lugar o un ser humano único: el ADN de la sangre que hay en la camisa del sospechoso corresponde a la víctima, la bala tiene una marca única que sólo podría ser producida por su arma.

El equipo se encontraba en ese momento en la base de esa pirámide forense. Las hebras, por ejemplo, eran fibras de alguna clase, eso lo sabían. Pero en Estados Unidos se fabrican anualmente más de mil fibras diferentes, y se usan más de siete mil pigmentos para teñirlas. Aun así, el equipo pudo reducir el abanico de posibilidades. Los análisis de Cooper revelaron que las fibras dejadas por el asesino eran de origen vegetal -no animal ni mineral-, y eran gruesas.

– Apostaría a que es cuerda de algodón -sugirió Rhyme.

Cooper asintió con la cabeza mientras consultaba una base de datos de fibras de origen vegetal.

– Ajá, así es. Aunque de tipo genérico. No está vinculada a ningún fabricante en particular.

Una fibra no contenía pigmentos, pero la otra estaba manchada por algún tipo de sustancia. Era marrón, y Cooper pensó que la mancha podía ser de sangre. Un test con el método de la fenolftaleína reveló que lo era.

– ¿Será suya? -se preguntó Sellitto.

– ¿Quién sabe? -respondió Cooper, mientras seguía examinando las muestras-. Pero definitivamente, es humana. Si sumamos eso a la compresión y a los extremos fracturados, yo conjeturaría que es una cuerda destinada a estrangular. Ya lo hemos visto antes. Podría ser el arma con la que intentaba perpetrar el asesinato.

El objeto contundente podría simplemente haber estado destinado a dominar a la víctima, más que a matarla (es un trabajo engorroso y torpe golpear a alguien hasta la muerte). También tenía un revólver, pero de usarlo, habría hecho demasiado ruido, si es que quería que el asesinato se produjera en silencio para poder escapar. Una cuerda para estrangular tenía más sentido.

Geneva suspiró.

– ¿Señor Rhyme? Mi examen.

– ¿Examen?

– En el instituto.

– Ah, claro. Sólo un minuto… Quiero saber a qué clase de bicho pertenece ese exoesqueleto -prosiguió Rhyme.

– Oficial -dijo Sachs a Pulaski.

– ¿Sí, señ… detective?

– ¿Qué tal si nos ayuda un poco con esto?

– Desde luego.

Cooper imprimió una imagen en colores del pedacillo de exoesqueleto y se la tendió al novato. Sachs hizo que se sentara ante uno de los ordenadores y tecleó los comandos para conectarse a la base de datos de insectos. El Departamento de Policía del Estado de Nueva York era uno de los pocos del mundo que tenía no sólo una vasta biblioteca con información sobre insectos, sino además un entomólogo forense en su nómina. Tras una breve pausa, la pantalla comenzó a llenarse de imágenes en miniatura de partes de insectos.

– ¡Hombre! ¡Hay montones! Yo nunca he hecho esto antes. -Frunció los ojos mientras iban pasando los archivos.

Sachs reprimió una sonrisa.

– No es como en CSI, ¿verdad? -preguntó-. Usted sólo haga avanzar despacio las imágenes y busque algo que crea que coincida. «Despacio» es la palabra clave.

– Se cometen más errores en el análisis forense debido a que los técnicos van demasiado deprisa que por cualquier otra razón -afirmó Rhyme.

– No lo sabía.

– Ahora ya lo sabe -dijo Sachs.

CAPÍTULO 6

Analizad con el cromatógrafo de gases esas gotas blancas de ahí -ordenó Rhyme-. ¿Qué demonios son?

Mel Cooper despegó varias muestras de la cinta y las pasó por el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa, el instrumento por excelencia de todo laboratorio forense, que separa los restos desconocidos en sus partes componentes y las identifica. Los resultados tardarían unos quince minutos, y mientras esperaban que estuviera listo el análisis, Cooper encajó los pedazos de la bala que el médico de urgencias le había sacado de la pierna a la mujer que había recibido el disparo del asesino. Sachs había informado de que el arma tenía que ser un revólver, no una pistola automática, ya que en el lugar desde el que se habían hecho los disparos, fuera del museo, no habían quedado casquillos de bronce expulsados por el arma.

– ¡Qué barbaridad! -musitó en voz baja Cooper mientras examinaba los fragmentos con un par de pinzas finas-. El arma es pequeña, una 22. Pero son disparos de mágnum.

– Bien -asintió Rhyme. Se alegró porque la poderosa versión mágnum de la bala calibre 22 era una munición rara y, por lo tanto, iba a ser más fácil seguirle la pista. El hecho de que el arma fuera un revólver lo hacía aún más infrecuente, lo que significaba que deberían ser capaces de encontrar fácilmente al fabricante.

Sachs, que era una tiradora competente con la pistola, ni siquiera tuvo que buscarlo.

– El único que conozco es North American Arms. Puede que sea su modelo Black Widow, pero yo creo que debe ser el Mini-Master. Tiene un tambor de unos diez centímetros. Es más preciso y los disparos dieron todos en el blanco.

Rhyme se dirigió al técnico, que estaba estudiando minuciosamente lo que tenía sobre la mesa de trabajo.

– ¿Qué quieres decir con «barbaridad»?

– Échale un ojo a esto.

Rhyme, Sachs y Sellitto se acercaron. Cooper estaba empujando pedacitos de metal manchados de sangre con las pinzas.

– Parece que las fabricó él mismo.

– ¿Municiones explosivas?

– No, algo casi tan malvado como eso. O tal vez peor. La bala tiene una fina cubierta exterior de plomo. Dentro, el proyectil se rellenó con estas cosas.