No pasaron más de diez minutos antes de que sonara el teléfono.
– Comando: responder -espetó Rhyme a su sistema de control de reconocimiento de voz.
– Por favor, con el detective Rhyme.
– Sí, soy yo.
– Habla el analista Phillips, de la calle 9. -Se refería a la calle 9 de Washington. El cuartel general del FBI.
– ¿Tiene algo para nosotros? -preguntó Rhyme con tono de querer ir al grano.
– Y gracias por habernos llamado tan pronto -añadió rápidamente Sachs. A veces no tenía más remedio que intervenir para suavizar la brusquedad de Rhyme.
– No se preocupe, señora. Bueno, al principio vi que eso que me han mandado ustedes era bastante extraño. Así que lo reenvié a análisis de materiales. Ellos lo han resuelto. Tenemos una certeza del noventa y siete por ciento con respecto a qué es la sustancia.
«¿Hasta qué punto era peligroso el explosivo?», se preguntó Rhyme.
– Adelante. ¿Qué era?
– Algodón de azúcar.
Esa canción no la conocía. Pero había un buen número de explosivos de última generación que tenían una velocidad de detonación de diez mil metros por segundo, diez veces la velocidad de una bala. ¿Se trataba de uno de ellos?
– ¿Cuáles son sus características? -preguntó.
Una pausa.
– Sabe bien.
– ¿Y eso?
– Es dulce. Sabe bien.
– ¿Lo que usted quiere decir es que es verdadero algodón de azúcar, como el que se compra en cualquier parque? -preguntó Rhyme.
– Sí, ¿qué otra cosa iba a querer decir?
– Olvídelo. -Suspirando, el criminalista siguió con su interrogatorio-: ¿Y el ácido úrico provenía de su zapato porque había pisado alguna meada de perro en la acera?
– No podemos decir en dónde la pisó -dijo el analista, exhibiendo toda la precisión de la que hacen gala los federales-. Pero la muestra arroja positivo en el test de orina canina.
Rhyme le dio las gracias al hombre y cortó la comunicación. Se volvió hacia su equipo.
– ¿Palomitas de maíz y algodón de azúcar en los zapatos todo junto? -caviló Rhyme-. ¿En dónde le sitúa eso?
– ¿En un partido de béisbol?
– Los equipos de Nueva York no han jugado en casa últimamente. Creo que nuestro sujeto estuvo andando por algún barrio en el que había habido un mercadillo o rastrillo el día anterior, o algo así. -Preguntó a Geneva-: ¿Has estado en alguna feria recientemente? ¿Podría ser que el tipo te hubiera visto allí?
– ¿Yo? No. La verdad es que no voy a ferias.
Rhyme se dirigió a Pulaski.
– Ya que ha terminado con el asunto de los bichos, agente, llame a quien sea necesario y averigüe todos los permisos que se hayan concedido para montar ferias, mercadillos, festivales, fiestas religiosas, lo que sea.
– Eso está hecho -dijo el novato.
– ¿Qué más tenemos? -preguntó Rhyme.
– Unas escamillas en el soporte del lector de microfichas, en el lugar en que lo golpeó con el objeto contundente.
– ¿Escamillas?
– Partículas de barniz, supongo, provenientes de lo que sea el objeto que haya utilizado.
– De acuerdo. Confróntalas con Maryland.
El FBI tenía una enorme base de datos de muestras de pintura actuales y antiguas situada en uno de sus complejos en Maryland. Se utilizaba sobre todo para buscar concordancias entre restos de pintura y coches. Pero también había cientos de muestras de barniz.
Tras otra llamada de Dellray, Cooper envió a los federales el análisis de compuestos y otros datos sobre las escamillas de esmalte, obtenidos mediante el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa. En unos minutos sonó el teléfono, y el analista del FBI informó de que el barniz correspondía a un producto que se vendía exclusivamente a fabricantes de accesorios para artes marciales, como nunchakus y bastones de lucha. Añadió la desalentadora noticia de que la sustancia no contenía trazas que la identificaran con un fabricante y de que se vendía en grandes cantidades, lo que significaba que era virtualmente imposible seguirle la pista.
– De acuerdo, tenemos un violador con un nunchaku, unas balas ingeniosas, una cuerda ensangrentada… Este hombre es una pesadilla andante.
Sonó el timbre de la puerta, y un momento después Thom hizo pasar a una mujer de unos veintitantos años, a la que traía rodeándole los hombros con el brazo.
– Miren quién está aquí -anunció el asistente.
La delgada mujer tenía el cabello morado y de punta, y un rostro bonito. Sus pantalones elásticos y su jersey revelaban un cuerpo atlético, el cuerpo de una artista, como sabía Rhyme.
– Kara -saludó Rhyme-. Me alegro de verte. Deduzco que tú eres la especialista a la que ha llamado Sachs.
– Hola. -La joven abrazó a Sachs, saludó a los demás y cogió las manos de Rhyme. Sachs le presentó a Geneva, que la estudió con una expresión de reserva.
Kara (era su nombre artístico, nunca revelaba el verdadero) era una ilusionista y artista que había ayudado a Rhyme y a Sachs, en calidad de asesora, en un reciente caso de homicidios en el que un asesino había utilizado sus habilidades de mago y prestidigitador para acercarse a sus víctimas, matarlas y huir.
Vivía en Greenwich Village, pero, explicó, había ido a visitar a su madre, que vivía en una residencia en la zona norte de la ciudad, cuando la había llamado Sachs. Durante un rato estuvieron poniéndose al día de sus vidas -Kara estaba montando un espectáculo que iba a presentar en el Performance Warehouse del Soho y estaba saliendo con un acróbata.
– Necesitamos tu experta opinión -dijo Rhyme cuando terminaron de charlar.
– Por supuesto -dijo la joven-. Todo lo que esté a mi alcance…
Sachs le explicó los pormenores del caso. La joven frunció el ceño y susurró un «lo siento» dirigido a Geneva cuando oyó lo del intento de violación.
La estudiante se limitó a encogerse de hombros.
– Traía esto consigo -explicó Cooper, extrayendo de la bolsa de los objetos destinados a la violación la carta de tarot del hombre colgado y exhibiéndola en alto.
– Hemos pensado que quizá tú podrías decirnos algo al respecto.
Kara había explicado a Rhyme y a Sachs que el mundo de la magia estaba dividido en dos bandos: los artistas, que no pretendían hacerle creer a nadie que tenían habilidades sobrenaturales, y los que afirmaban que tenían poderes ocultos. Kara no soportaba a estos últimos -ella era sólo una artista-, pero como resultado de la experiencia acumulada en tiendas de magia, en las que había trabajado para poder pagarse un techo y el sustento, sabía algunas cosas acerca del arte adivinatorio.
– De acuerdo, el tarot es un viejo método de adivinación que se remonta al Antiguo Egipto. La baraja de naipes de tarot se divide en los arcanos menores, que se corresponden con las cincuenta y dos cartas de las barajas francesas ordinarias, y los arcanos mayores, que van desde el cero hasta el veintiuno. Representan algo así como el viaje a través de la vida. El hombre colgado es la carta número doce de los arcanos mayores. -Sacudió la cabeza-. Pero hay algo que no tiene sentido.