Aun así, logró ponerse de pie y, en lugar de confesar sus fechorías, como haría un hombre valiente, prosiguió su cobarde huida.
«Demasiado para un informe objetivo», pensó la joven enfadada.
Logró eludir a sus perseguidores durante un rato. Pero su evasión fue sólo temporal. Un tendero negro que estaba en un porche vio al liberto y, en nombre de la justicia, le rogó que se detuviera, afirmando que había oído hablar del crimen del señor Singleton y reprochándole que hubiera traído la deshonra a la gente de color de toda la nación. Acto seguido, ese ciudadano, un tal Walker Loakes, le arrojó un ladrillo al señor Singleton con el propósito de derribarle. Sin embargo.…
Charles esquiva la pesada piedra y se vuelve hacia el hombre, gritando: «¡Soy inocente! ¡Yo no he hecho lo que dice la policía!».
La imaginación de Geneva había cogido las riendas e, inspirada por el texto, estaba reescribiendo aquella historia.
Pero Loakes hace caso omiso de las protestas del liberto y corre hacia la calle, gritando a la policía que el fugitivo se dirige hacia los muelles.
Con el corazón desgarrado y la imagen de Violet y el hijo de ambos, Joshua, en el pensamiento, el antiguo esclavo prosigue su desesperada huida hacia la libertad.
A toda velocidad, a toda velocidad…
Detrás de él viene al galope la policía montada. Delante aparecen otros jinetes, conducidos por un policía que lleva casco y empuña una pistola. «¡Alto, quédese donde está, Charles Singleton! Soy el comisario William Simins. Llevo dos días buscándole».
El liberto hace lo que le ordenan. Con los hombros hundidos, los fuertes brazos caídos y el pecho palpitante, aspira el aire rancio y húmedo del río Hudson. Por allí cerca está la oficina de los remolcadores; arriba y abajo del río ve las agujas de los mástiles de los barcos que navegan, cientos de ellos, mofándose de él con su promesa de libertad. Se inclina, jadeante, frente al enorme cartel de la Swiftsure Express Company. Charles mira fijamente al oficial que se le acerca, mientras el tac-tac-tac de los cascos del caballo resuena con fuerza en los adoquines.
«Charles Singleton, queda usted detenido por robo. O se rinde o le sometemos a la fuerza. De cualquier manera, acabará con grilletes. Si elige lo primero, no sufrirá ningún daño. Si elige lo segundo, terminará cubierto de sangre. La decisión es suya».
«¡He sido acusado de un crimen que no he cometido!».
«Repito: ríndase o morirá. Ésas son sus únicas alternativas».
«¡No, señor, tengo otra!», grita Charles. Y prosigue su huida hacia el muelle.
«¡Deténgase o disparamos!», le grita el detective Simms.
Pero el liberto salta por encima de la reja del embarcadero como el caballo que salta una cerca. Por un momento parece suspendido en el aire, y entonces cae dando vueltas desde una altura de diez metros en las turbias aguas del río Hudson, murmurando algunas palabras, tal vez una plegaria a Jesús, tal vez una declaración de amor para su esposa e hijo, pero fueran lo que fuesen, ninguno de sus perseguidores puede oírlas.
A diez metros del lector de microfichas, Thompson Boyd, de cuarenta y un años de edad, se acercó un poco a la chica.
Tiró del pasamontañas que tenía puesto sobre la cabeza, cubriéndose el rostro; ajustó los agujeros para que coincidieran con los ojos y abrió el tambor de su revólver para asegurarse de que no estuviera atascado. Ya lo había comprobado antes, pero en este trabajo uno nunca podía tener absoluta certeza. Se metió el arma en el bolsillo y extrajo la porra por un corte practicado en su gabardina oscura.
Estaba entre las estanterías de libros en la sala de la exposición de trajes, los cuales le separaban de las mesas de los lectores de microfichas. Con los dedos enguantados en látex, se presionó los ojos, que esa mañana le escocían de manera especialmente intensa. Parpadeó a causa de la molestia.
El hombre volvió a mirar a su alrededor; tampoco había nadie en el piso de abajo. Ni cámaras de seguridad ni registro de visitantes. Todo bien. Pero había algunos problemas de logística. En la enorme sala reinaba un silencio sepulcral y Thompson no podría disimular su aproximación a la chica. Ella sabría que había alguien más en la sala y podría ponerse nerviosa y en situación de alerta.
De modo que después de haber entrado en esa ala de la biblioteca y de haber cerrado la puerta con llave, se había reído con una risa abierta. Thompson Boyd había dejado de reírse hacía años. Pero era un artesano que comprendía el poder del humor -y cómo usarlo para obtener ventaja en aquella clase de trabajo-. Una risa -acompañada de una despedida cortés y de un móvil cerrándose- haría que la chica estuviera tranquila, pensó.
La estratagema pareció funcionar. Echó una mirada rápida polla larga hilera de estantes y vio a la chica, que contemplaba la pantalla del lector de microfichas. Abría y cerraba nerviosamente las manos, que le colgaban a los lados, conforme iba leyendo.
Él empezó a acercarse.
Entonces se detuvo. La chica estaba apartándose de la mesa. El hombre oyó la silla deslizándose sobre el linóleo. Caminaba hacia algún lado. ¿Se marchaba? No. Oyó el ruido del surtidor del agua y el que hacía ella al tragar un poco. Luego oyó que sacaba libros de un estante y los apilaba sobre la mesa de los lectores de microfichas. Tras una pausa, volvió otra vez hacia los anaqueles y cogió más libros. El ruido sordo al depositarlos en la mesa. Finalmente, oyó el chirrido de la silla cuando volvió a sentarse. Luego, silencio.
Thompson volvió a mirar. La joven estaba otra vez en su silla, leyendo uno de los libros de la docena que tenía apilados delante.
Con la bolsa en la que llevaba los condones, la navaja y la cinta adhesiva en la mano izquierda y la porra en la derecha, reanudó su aproximación hacia la chica.
Ya estaba casi detrás de ella, cinco metros, cuatro, conteniendo la respiración.
Tres metros. Aunque ahora la joven echara a correr, él podría abalanzarse sobre ella y agarrarla, romperle una pierna o dejarla sin sentido de un golpe en la cabeza.
Dos metros, metro y medio…
Se detuvo y silenciosamente colocó en un estante la bolsa en la que tenía los objetos para perpetrar una agresión sexual. Se aproximó unos pasos, alzando el garrote de roble barnizado.
Todavía absorta en las palabras, Geneva leía con atención, ajena al hecho de que el agresor estaba prácticamente a sus espaldas. Thompson alzó la porra y, con todas sus fuerzas, golpeó la parte superior del gorro de la chica.
Crac…
Una dolorosa vibración le mordió las manos cuando el bastón dio en la cabeza de la chica con un ruido seco.
Pero algo iba mal. El sonido y la sensación no eran los correctos. ¿Qué ocurría?
Thompson Boyd dio un salto hacia atrás cuando el cuerpo cayó al suelo y se hizo pedazos.
El torso del maniquí cayó en una dirección. La cabeza en otra. Thompson se quedó mirando fijamente durante un momento. Echó una ojeada a un lado y vio un vestido que cubría la mitad inferior del mismo maniquí, parte de la exposición de vestimentas femeninas durante el período de la reconstrucción de América.
No…
De alguna manera, ella había intuido que él era un peligro. Fue a buscar unos cuantos libros de los estantes para disimular que se levantaba con la intención de coger un maniquí. Había vestido la parte superior de éste con su propia sudadera y su gorro, y luego lo había acomodado en la silla, apuntalándolo.
Pero, ¿dónde estaba ella?
Las ruidosas pisadas de alguien corriendo respondieron a la pregunta. Thompson Boyd oyó la carrera hacia la puerta de incendios. El hombre se guardó la porra en el abrigo, sacó el arma y fue tras ella.
CAPÍTULO 2
Geneva Settle corría.
Corría para escapar. Como su antepasado Charles Singleton.