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Rhyme frunció el ceño.

– Pero el robo fue, bueno, ¿cinco años después de que escribiera esto? ¿Por qué crees que esta carta significa que no era culpable?

– Lo que afirmo -dijo Geneva-, es que no parece que fuera un ladrón, ¿no? No parece que fuera alguien que robaría dinero de un fondo educativo para los antiguos esclavos.

– Eso no prueba nada -dijo Rhyme sencillamente.

– Yo creo que sí. -La chica volvió a mirar la carta y la alisó con la mano.

– ¿Qué es eso de los tres quintos de hombre? -preguntó Sellitto.

Rhyme recordaba algo de la historia de América. Pero a menos que la información fuera relevante para su carrera de criminalista, la desechaba como un lastre inútil. Sacudió la cabeza.

Geneva lo explicó:

– Antes de la guerra civil, a los esclavos se les contaba como tres quintos de persona a efectos de la representación en el Congreso. No fue una maléfica conjura de los confederados, como uno podría pensar; fue el norte el que inventó esa regla. Querían que los esclavos no contaran, porque si no el sur tendría más representantes en el Congreso y en el colegio electoral. El sur quería que se les contara como personas íntegras. La regla de los tres quintos fue una solución de compromiso.

– Se les contaba para la representación -señaló Thom-, pero aun así, no podían votar.

– Ah, por supuesto que no -puntualizó Geneva.

– Exactamente igual que las mujeres, dicho sea de paso -terció Sachs.

En ese momento, a Rhyme no le interesaba en absoluto la historia social de América.

– Me gustaría ver las otras cartas. Y quiero encontrar otro ejemplar de esa revista, Coloreds' Weekly Illustrated. ¿Qué número es?

– El del 23 de julio de 1868 -dijo Geneva-. Pero me ha costado lo mío encontrarla.

– Veré qué puedo hacer -señaló Mel Cooper. Y Rhyme oyó el traqueteo de vagón de tren que producían sus dedos sobre el teclado.

Geneva miraba su maltrecho Swatch.

– De verdad, yo…

– Hola a todos -saludó una voz de hombre desde la puerta. Vestido con abrigo sport de tweed, camisa azul y vaqueros, el detective Roland Bell entró en el laboratorio. Agente de policía en su Carolina del Norte natal, Bell se había mudado a Nueva York hacía unos años por motivos personales. Tenía un revoltijo de cabellos castaños, ojos tiernos, y su carácter era tan tranquilo que a veces sus compañeros de trabajo de la ciudad sentían una punzada de impaciencia cuando compartían tareas, aunque Rhyme sospechaba que la razón por la que a veces se movía lentamente no era la herencia sureña, sino su naturaleza meticulosa, derivada de la importancia de su trabajo en el Departamento de Policía de Nueva York. La especialidad de Bell era la protección de testigos y de otras víctimas potenciales. Sus operaciones no las llevaba a cabo ninguna unidad oficial en el departamento, pero aun así ésta tenía un nombre: BPCT, acrónimo de Brigada de Protección del Culo de los Testigos.

– Roland, ésta es Geneva Settle.

– Hola, señorita -dijo, arrastrando las vocales, y le estrechó la mano.

– No necesito un guardaespaldas -replicó la joven con firmeza.

– No se preocupe; no me interpondré en su camino -dijo Bell-. Tiene mi palabra de honor de que así será. Estaré tan fuera de la vista como una garrapata oculta en la hierba. -Miró a Sellitto-. Bien, ¿a qué nos enfrentamos?

El voluminoso detective narró los pormenores del caso y lo que sabían hasta aquel momento. Bell no frunció el ceño ni sacudió la cabeza, pero Rhyme se dio cuenta de que tenía la mirada fija, lo cual era una señal de preocupación. Pero una vez que Sellitto hubo terminado, Bell volvió a poner la cara de andar por casa y le formuló a Geneva unas cuantas preguntas sobre ella y su familia para hacerse una idea de cómo ajustar los distintos aspectos de la protección. La chica respondió dubitativamente, como si le fastidiara hacer el esfuerzo.

Finalmente Bell terminó, y Geneva dijo con impaciencia:

– De verdad, he de irme. ¿Podría llevarme alguien a casa? Les traeré las cartas de Charles. Pero luego tengo que ir al instituto.

– El detective Bell te llevará a casa -dijo Rhyme y luego agregó, con una risa-: Pero en cuanto al instituto, creí que habíamos acordado que te tomarías el día libre. Podrás hacer un examen de recuperación.

– No -dijo ella con firmeza-. Yo no acordé eso. Usted dijo: «Vamos a aclarar algunas cuestiones y luego ya veremos».

No había muchas personas que le respondieran a Lincoln Rhyme citándole sus propias palabras. Éste refunfuñó.

– Haya dicho lo que haya dicho, creo que tú tendrás que quedarte en casa, ahora que sabemos que el autor del crimen puede estar todavía detrás de ti. Es una cuestión de seguridad.

– Señor Rhyme, tengo que hacer esos exámenes. En mi instituto, los exámenes de recuperación… a veces no se convocan, se pierden los exámenes, y una se queda sin créditos. -Geneva se aferraba con rabia a una presilla vacía de sus vaqueros. Estaba muy flacucha. Rhyme se preguntó si sus padres serían unos de esos maniáticos de la salud y si la tendrían a dieta de avena orgánica y tofu. Parecía ser que muchos profesores se inclinaban hacia esa tendencia.

– Llamaré al instituto ahora mismo -dijo Sachs-. Les diremos que ha habido un incidente y…

– Realmente quiero ir -dijo Geneva en voz baja, con los ojos clavados en los de Rhyme-. Ahora mismo.

– Sólo queremos que te quedes en casa uno o dos días, hasta que averigüemos algo más. O -agregó Rhyme con una risa- hasta que demos con su culo.

Se suponía que eso iba a ser gracioso, que la iba a conquistar hablándole como los adolescentes. Pero se arrepintió instantáneamente de sus palabras. No había sido auténtico con ella, había actuado así porque era joven. Era como las personas que iban a visitarle y que se mostraban demasiado ruidosas y jocosas porque él era tetrapléjico. Sólo conseguían cabrearle.

Como se había cabreado ella con él.

– La verdad es que les agradecería que me llevaran, si no les importa. O cogeré el tren. Pero tengo que irme ya, si es que quieren esas cartas -dijo la chica.

Irritado por tener que estar librando esa batalla, Rhyme contestó tajantemente.

– Tengo que decir que no.

– ¿Me presta su teléfono?

– ¿Para qué? -preguntó el detective.

– Tengo que llamar a un hombre.

– ¿A un hombre?

– Al abogado que he mencionado. Wesley Goades. Trabajaba para la mayor empresa de seguros del país y ahora dirige un bufete en Harlem.

– ¿Y quieres llamarle? -preguntó Sellitto-. ¿Para qué?

– Porque quiero preguntarle si ustedes pueden impedirme que vaya al instituto.

– Es por tu propio bien -se mofó Rhyme.

– Creo que soy yo la que debería decidirlo, ¿no?

– Tus padres, o tu tío.

– No son ellos los que tienen que aprobar el curso la próxima primavera.

Sachs soltó una risa. Rhyme la fulminó con la mirada.

– Sólo serán un día o dos, señorita -dijo Bell.

Geneva hizo como que no le había oído y prosiguió:

– El señor Goades logró que pusieran en libertad a John David Colson después de haber estado diez años preso en Sing-Sing por un asesinato que no cometió. Y ha demandado a Nueva York, quiero decir, al mismísimo Estado, dos o tres veces. Ganó todos y cada uno de los juicios. Y acaba de llevar un caso al Tribunal Supremo, sobre los derechos de los indigentes.

– Ése también lo ganó, ¿no? -preguntó Rhyme secamente.

– Generalmente gana. De hecho, no creo que haya perdido nunca.

– Esto es una locura -farfulló Sellitto, frotándose distraídamente una mancha de sangre de su americana-. Eres una niña…

Fue un error decir eso.

Geneva le miró con hostilidad.