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– ¿No van a dejarme hacer una llamada? ¿Acaso no se les concede eso a los detenidos? -espetó.

El corpulento detective suspiró. Gesticuló señalando el teléfono. La chica se dirigió hacia éste, miró su agenda y marcó un número.

– Wesley Goades -dijo Rhyme.

Geneva ladeó la cabeza mientras estaba llamando.

– Estudió en Harvard. Ah, y también demandó al ejército. Derechos de los homosexuales, creo -le dijo a Rhyme, y prestó atención al teléfono-. Con el señor Goades, por favor… ¿Podría decirle que le ha llamado Geneva Settle? He sido testigo de un crimen, y la policía me tiene retenida. -Dio la dirección de la casa de Rhyme y agregó-: Es en contra de mi voluntad y…

Rhyme le echó una mirada a Sellitto.

– Está bien -concedió Sellitto alzando la mirada.

– Espere un momento -dijo Geneva por teléfono. Luego se volvió hacia el corpulento detective, que le sacaba varias cabezas-. ¿Puedo ir al instituto?

– Para hacer el examen. Eso es todo.

– Son dos.

– De acuerdo. Los dos condenados exámenes -farfulló Sellitto. Dirigiéndose a Bell, le dijo-: Quédate con ella.

– Como un perro de presa, dadlo por hecho.

Geneva le dijo a su interlocutor al teléfono:

– Dígale al señor Goades que no se preocupe. Ya lo hemos solucionado. -Colgó.

– Pero primero quiero esas cartas -dijo Rhyme.

– Trato hecho. -Se colgó del hombro su bolso.

– Usted -ladró Sellitto a Pulaski-, vaya con ellos.

– Sí, señor.

Después de que Bell, Geneva y el novato se hubieron marchado, Sachs miró hacia la puerta y soltó una carcajada.

– Vaya, a eso llamo yo una chica con carácter.

– Wesley Goades -sonrió Rhyme-. Creo que se lo estaba inventando. Probablemente ha llamado al teléfono de la hora y la temperatura. -Señaló con la cabeza la pizarra de las pruebas-. Sigamos con todo esto. Mel, tú ocúpate de lo relacionado con las ferias callejeras. Y quiero que se envíen los datos y el perfil que tenemos hasta ahora al VICAP, el programa de análisis de crímenes violentos, y al NCIC, el centro nacional de información sobre crímenes. Quiero que sondeen todas las bibliotecas y escuelas de la ciudad para ver si ese individuo que habló con Barry también los llamó a ellos y les hizo preguntas sobre Singleton o sobre esa revista, Coloreds' Weekly Illustrated. Ah, y averigüen quién fabrica bolsas con caras sonrientes.

– Eso es mucho pedir.

– Oye, ¿sabes qué? También la vida es mucho pedir. Luego envía una muestra de la sangre de la cuerda al CODIS.

– Yo pensaba que no creías que fuera un crimen sexual. -El CODIS era la base de datos que contenía el ADN de delincuentes sexuales identificados.

– Las palabras clave aquí son «yo creo», Mel. Y no «tengo la puta certeza».

– ¡Y después hablan de su humor! -dijo Thom.

– Otra cosa… -Se acercó con la silla de ruedas y examinó las fotos del cuerpo del bibliotecario y el diagrama del lugar de los disparos que había dibujado Sachs-. ¿A qué distancia de la víctima estaba la mujer? -le preguntó a Sellitto.

– ¿Quién? ¿La transeúnte? Calculo que a unos cinco metros, a un lado.

– ¿Quién fue alcanzado por el primer disparo?

– Ella.

– ¿Y los disparos que impactaron en el bibliotecario dieron todos en el blanco muy juntos?

– Verdaderamente apretados. A unos centímetros. Ese tipo sabe disparar.

– Lo de la mujer no fue un fallo. Le disparó a propósito -masculló Rhyme.

– ¿Qué?

El criminalista se dirigió a la mejor tiradora de pistola que había en la habitación.

– Sachs, cuando tú disparas rápidamente, ¿cuál de los tiros es el más certero?

– El primero. En ése aún no has tenido que vértelas con el retroceso del arma.

– La hirió intencionadamente, apuntando a un gran vaso sanguíneo, para quitarse de encima a todos los agentes que pudiera y tener así la posibilidad de huir -sentenció Rhyme.

– ¡Dios! -dijo Cooper entre dientes.

– Decídselo a Bell. Y a Bo Haumann y a su personal del servicio de urgencias. Hacedles saber a qué clase de criminal nos enfrentamos, alguien a quien no le importa hacer blanco con inocentes.

SEGUNDA PARTE. El rey del graffiti

CAPÍTULO 8

El hombre corpulento caminaba por la acera, en Harlem, pensando en la conversación telefónica que había tenido hacía una hora. Le había puesto contento, le había puesto nervioso, le había puesto alerta. Pero sobre todo pensaba: a lo mejor, finalmente, las cosas mejoran.

Bueno, se merecía un incentivo, algo que le ayudara a recuperarse.

Últimamente, Jax no había tenido mucha suerte. Por supuesto, se había alegrado de haber salido del sistema penitenciario. Pero los dos meses transcurridos desde que había salido de la cárcel habían sido un hueso duro de roer: solo y sin que nada, en justicia, le lloviera del cielo. Pero ese día era diferente. La llamada en relación con Geneva Settle podría cambiar su vida para siempre.

Iba caminando por la parte alta de la Quinta Avenida, en dirección al parque de St. Ambrose, con un cigarrillo en la comisura de los labios. Disfrutando del frío aire otoñal, disfrutando del sol. Disfrutando del hecho de que la gente de por allí le evitara. En parte era por su gesto adusto. Y en parte por su tatuaje carcelario. También por la cojera. (Aunque, a decir verdad, la suya no era una cojera de tío duro, de chulo, no era una cojera de matón del tipo «a mí se me respeta»; era una cojera del tipo «joder, me han disparado». Pero eso no lo sabía nadie).

Jax vestía como había vestido siempre: vaqueros, una chaqueta hecha jirones y unos aparatosos zapatos de trabajo, de piel muy gastada. En el bolsillo llevaba un enorme fajo de billetes, así como un cuchillo con mango de asta, un paquete de cigarrillos y un llavero con la única llave de su pequeño apartamento de la calle 136. Sus dos habitaciones contaban con una cama, una mesa, dos sillas, un ordenador de segunda mano y cacharros de cocina comprados en un rastro. Era poco mejor que su última residencia en un correccional del Estado de Nueva York.

Se detuvo y miró alrededor.

Allí estaba, el tío flacucho de piel pardusca, un hombre que podría tener desde treinta y cinco años hasta sesenta. Estaba apoyado en la alambrada poco firme que rodeaba aquel parque del corazón de Harlem. Detrás de él, brillaba con el sol el cuello húmedo de una botella de whisky o de vino que estaba medio escondida entre la hierba amarillenta.

– ¿Qué passsa, colega? -preguntó Jax, encendiendo otro cigarrillo mientras se acercaba resueltamente y se detenía.

El tipo flacucho le hizo un guiño. Miró el paquete que le ofrecía Jax. No tenía claro de qué iba la cosa, pero de todas maneras cogió un cigarrillo y se lo guardó en el bolsillo.

– ¿Tú eres Ralph? -prosiguió Jax.

– ¿Y tú quién eres?

– Amigo de DeLisle Marshall. Estaba con él en el pabellón S.

– ¿Lisie? -El tipo flacucho se tranquilizó un poco. Apartó la vista de aquel hombre que podía partirle en dos y vigiló el mundo desde la posición estratégica de la alambrada-. ¿Lisie ha salido?

Jax se echó a reír.

– Lisie le pegó cuatro tiros en la cabeza a un miserable hijo de puta. Habrá un negro en la Casa Blanca antes de que Lisie salga.

– A algunos les dan la condicional -dijo Ralph, tratando de ocultar sin éxito el hecho de haber sido pillado poniendo a prueba a Jax-. ¿Y qué se cuenta Lisie?

– Te envía saludos. Me dijo que te buscara. Él responde por mí.

– Responde por ti, responde por ti. De acuerdo. Dime, ¿cómo es su tatuaje? -El pequeño y flacucho Ralph, con su flacucha y pequeña perilla, estaba recuperando un poco su bravuconería. Estaba poniéndole a prueba otra vez.