– Dame una hora o dos. -Le dio su número de teléfono. El pequeño faraón se despegó de la alambrada, recuperó su botella de whisky de la hierba y se dirigió calle abajo.
Roland Bell conducía tranquilamente su Crown Vic camuflado por la zona central de Harlem, una mezcla de edificios residenciales y comerciales. Las cadenas -Pathmark, Duane Reade, Popeyes, McDonald's- coexistían junto a tiendas familiares en las que se podían cambiar cheques, pagar facturas y comprar pelucas y extensiones de cabello auténtico, o artesanías, licores o muebles africanos. Muchos de los edificios más antiguos se veían destartalados, y no pocos tapiados o cerrados con persianas metálicas llenas de graffitis. En las calles menos transitadas había electrodomésticos en estado ruinoso a la espera de que alguien se los llevara, la basura estaba amontonada junto a los edificios y las alcantarillas, y tanto la maleza como los jardines espontáneos llenaban los solares. En las carteleras cubiertas de graffiti se anunciaban espectáculos en el Apollo y otros grandes eventos en la zona norte, mientras que cientos de octavillas cubrían las paredes y los contrachapados, pregonando los espectáculos de desconocidos maestros de ceremonias, pinchadiscos y comediantes. Había grupos de jóvenes apiñados como racimos, y algunos se quedaban mirando el coche patrulla que iba detrás del coche de Bell, con una mezcla de precaución y desdén y, a veces, con verdadero desprecio.
Pero cuando Bell, Geneva y Pulaski siguieron hacia el oeste, el ambiente cambió. Los edificios abandonados se estaban demoliendo o rehabilitando; unos carteles colocados frente a los lugares de trabajo mostraban la clase de idílicas viviendas que reemplazarían pronto a las antiguas. La calle en la que vivía Geneva, que no estaba lejos del empinado y rocoso parque Morningside y de la Universidad de Columbia, era hermosa, estaba flanqueada por árboles y tenía las aceras limpias. Los antiguos edificios estaban en excelente estado. Puede que los coches tuvieran barras antirrobo en los volantes, pero entre los vehículos protegidos por ellas se veían Lexus y Beemers.
Geneva señaló un impecable edificio de cuatro plantas de piedra rojiza, adornado con bajorrelieves y con el herraje negro brillando en el sol de la mañana.
– Ésa es mi casa.
Bell condujo el coche hasta dos portales más adelante y se detuvo en doble fila.
– ¡Hummm…! Detective -señaló Ron Pulaski-, creo que se refería al que está ahí atrás.
– Ya lo sé -dijo Bell-. Si hay algo de lo que soy partidario es de no ir publicando por ahí dónde vive la gente a la que estamos protegiendo.
El novato asintió con la cabeza, como si estuviera grabando en la memoria ese dato. Tan joven, pensó Bell. Y tanto por aprender.
– Sólo nos llevará unos minutos. Esté atento.
– Sí, señor. ¿A qué tengo que estar atento exactamente?
El detective no tenía tiempo de enseñarle al muchacho los detalles pormenorizados del oficio de guardaespaldas; su sola presencia sería suficientemente disuasoria mientras cumplía con su breve recado.
– Así aparecen los malos -dijo.
El coche patrulla que los había acompañado hasta allí se detuvo donde señaló Bell, delante del Crown Vic. El agente que iba en él volvería a toda velocidad a casa de Rhyme, con las cartas que éste quería. Un momento después llegó otro coche, un Chevy camuflado. En él iban dos agentes del cuerpo especial de protección de testigos, que se quedarían por la casa y los alrededores. Cuando Bell supo que el criminal no dudaría en disparar a cualquier transeúnte como maniobra de distracción, Bell solicitó refuerzos. Los agentes del equipo que había elegido para esa misión eran Luis Martínez, un detective tranquilo y robusto, y Barbe Lynch, una joven y perspicaz agente de paisano, nueva en ese trabajo, pero dotada de una gran intuición para percibir el peligro.
El delgado hombre de Carolina del Norte salió del coche y miró a su alrededor, abotonándose el abrigo de sport para ocultar las dos pistolas que llevaba a la cintura. Bell había sido un buen policía de pueblo y era un buen investigador de ciudad, pero cuando realmente se encontraba en su elemento era a la hora de proteger testigos. Era un don, igual que el modo en que olfateaba las presas en el campo en el que había crecido cazando. Lo que percibía iba más allá de lo evidente, como ver el destello de una mira telescópica, o escuchar el clic del seguro de una pistola, o advertir que alguien está acechando al testigo a través del reflejo en el cristal de un escaparate. Podía darse cuenta de si un hombre caminaba con un propósito, cuando toda la lógica indicaba que no tenía ninguno. O de que en apariencia alguien había aparcado mal el coche, cuando en realidad estaba en la posición perfecta para permitirle a un asesino escapar sin tener que maniobrar hacia atrás y hacia adelante. Era capaz de ver la distribución espacial de un edificio, una calle y una ventana y pensar: bien, allí es donde se escondería un hombre que quisiera hacer daño.
Pero en aquel momento no percibió ningún peligro e hizo salir del coche a Geneva Settle y la escoltó hasta el interior de la casa, haciéndoles una señal a Martínez y a Lynch para que le siguieran. Les presentó a Geneva, y luego los dos agentes volvieron a la calle para vigilar los alrededores. La chica abrió con su llave la puerta de dentro, y a continuación entraron y subieron al segundo piso, acompañados por el agente de uniforme.
– Tío Bill -llamó, golpeando la puerta-. Soy yo.
Abrió la puerta un fornido hombre de cincuenta y tantos años, con algunas manchas de nacimiento esparcidas por la mejilla. Sonrió y movió la cabeza, dirigiéndose a Bell.
– Encantado de conocerle. Me llamo William.
El detective se identificó y se estrecharon las manos.
– Cariño, ¿estás bien? Es horrible lo que te ha sucedido.
– Estoy perfectamente. Sólo que la policía va a andar rondando por aquí durante un tiempo. Creen que ese tipo que trató de agredirme podría volver a intentarlo.
En la redonda cara del hombre se reflejaba su preocupación.
– Demonios. -Luego hizo un ademán señalando la televisión-. Chiquilla, has sido el centro de las noticias.
– ¿Mencionaron su nombre? -preguntó Bell, frunciendo el ceño, intranquilo al oír aquello.
– No. Debido a su edad. Y tampoco mostraron ninguna foto.
– Bueno, algo es algo… -La libertad de prensa le parecía muy bien, pero en ocasiones a Roland Bell no le habría importado que hubiera cierta censura, sobre todo cuando se trataba de revelar las identidades y domicilios de los testigos-. Quédense aquí. Quiero comprobar que no hay nadie dentro.
– Sí, señor.
Bell entró en el piso y lo registró. La puerta de entrada tenía dos cerrojos y una barra de seguridad de acero. Las ventanas de la fachada miraban hacia las otras casas que había en la acera de enfrente. Bajó los estores. Las ventanas laterales daban a un callejón, y al otro lado de éste había un edificio. Sin embargo, el muro que se veía era de sólidos ladrillos, y no había ventanas que supusieran una posición estratégica para un francotirador. Aun así, cerró las ventanas y corrió los pestillos, y luego bajó las persianas.
El piso era grande: había dos puertas que daban al vestíbulo, una en el frente, que daba al salón, y una segunda al fondo, que daba a un lavadero. Se aseguró de que estuvieran echados los cerrojos y regresó al vestíbulo.
– Ya está -dijo. Geneva y su tío regresaron-. Parece que todo está en orden. Pero mantengan las puertas y las ventanas con los cerrojos echados y las persianas bajadas.
– Sí, señor -dijo el hombre-. Me aseguraré de que así sea.
– Traeré las cartas -dijo Geneva, dirigiéndose hacia los dormitorios.
Ahora que había revisado la seguridad del piso, Bell contempló la habitación como espacio vital. Le impactó su frialdad. Muebles blancos impecables, de piel y lino, todos cubiertos con protectores de plástico. Montones de libros, esculturas y pinturas africanas y caribeñas, y un armario para la porcelana lleno de lo que parecían una vajilla y una cristalería caras. Máscaras africanas. Muy pocas cosas que fueran sentimentales, personales. Casi ninguna fotografía familiar.