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• Móvil simulado. El asesinato parecía ser ritual. Colocaron velas en el suelo, a los pies de la víctima, y dibujaron un pentagrama en la tierra. Pero la investigación sobre la vida de la víctima y el perfil del delito llevó a los investigadores a la conclusión de que estas pruebas estaban amañadas para desorientar a la policía. No se pudo establecer otro móvil.

• No se recogieron huellas dactilares; el sospechoso usó guantes de látex.

Estatus: caso abierto.

– ¿Cuál es el siguiente caso? -preguntó Rhyme.

Cooper desplazó el texto hacia abajo.

Incidente dos: homicidio en Cleveland, Ohio. Caso 2002-34554F (Policía Estatal de Ohio). Hace tres años, un empresario de cuarenta y cinco años de edad, Gregory Tallis, fue hallado muerto en su piso, asesinado a tiros.

Elementos similares a los del caso de SD 109:

• Víctima reducida mediante golpes en la parte posterior de la cabeza con objeto contundente.

• Huellas de zapatos del sospechoso idénticas a las de los zapatos marca Bass, con pie derecho apuntando hacia afuera.

• Causa de muerte: tres disparos en el corazón. Calibre pequeño, probablemente 22 o 25, similar al del caso actual.

• No fueron halladas huellas dactilares relevantes; el sospechoso utilizó guantes de látex.

• A la víctima le habían quitado los pantalones y le habían insertado una botella en el recto, con la aparente intención de hacer creer que había sido víctima de una violación homosexual. El forense de la Policía Estatal de Ohio encargado de realizar el perfil llegó a la conclusión de que el escenario era amañado. Estaba previsto que la víctima declarara como testigo en un inminente juicio contra el crimen organizado. Los registros bancarios señalan que el abogado defensor retiró cincuenta mil dólares en efectivo una semana antes del asesinato. De todas maneras, no se le pudo seguir el rastro al dinero. Las autoridades suponen que fue la remuneración pagada a un asesino a sueldo para que asesinara a Tallis. Estatus: caso abierto, pero inactivo debido a pruebas traspapeladas.

Pruebas traspapeladas, pensó Rhyme… ¡Santo Dios! Miró la pantalla.

– Amañar pruebas para aparentar un falso móvil, y otra agresión ritual simulada. -Sacudió la cabeza mirando la carta de tarot del hombre colgado-. Primero reduce a sus víctimas con la porra, luego las estrangula o las dispara, guantes de látex, zapatos Bass, el pie derecho… Seguro, podría ser nuestro muchacho. Y da la impresión de que es un pistolero a sueldo. De ser así, probablemente tendremos dos criminales: el sujeto y quienquiera que le haya contratado. De acuerdo, quiero todo lo que tengan en Texas y Ohio sobre estos dos casos.

Cooper hizo algunas llamadas. Le informaron de que las autoridades de Texas revisarían el expediente y se lo enviarían en cuanto fuera posible. En Ohio, sin embargo, un detective confirmó que ese expediente estaba entre los cientos de casos congelados que se habían traspapelado durante una mudanza a unas instalaciones nuevas, hacía dos años. Lo buscarían. «Pero», añadió el hombre, «no se queden esperándolo de brazos cruzados». Rhyme hizo una mueca de disgusto ante esta noticia y le dijo a Cooper que les instara a buscar el expediente si era posible.

Un momento después sonó el teléfono móvil de Cooper y éste cogió la llamada.

– ¿Piola?… Sí, prosiga. -Tomó unas notas, dio las gracias al que había llamado y luego colgó-. Eran los de tráfico. Finalmente han localizado toda la información relativa a permisos extraordinarios para ferias o mercadillos lo suficientemente grandes como para tener que cerrar calles, y que tuvieron lugar durante los dos últimos días. Dos en Queens: una asociación de vecinos y una entidad de camaradería de la colectividad griega. Un festival en Brooklyn por el Día de la Hispanidad, y otro en Little Italy. Éste fue el más importante. En Mulberry Street.

– Deberíamos enviar equipos a los cuatro barrios -dijo Rhyme-. Peinar la zona recorriendo todos los baratillos que utilicen bolsas de caritas sonrientes, que vendan condones, cinta adhesiva para tuberías y cúters, y que usen una caja registradora barata o una calculadora. Y darle a los equipos una descripción del criminal y ver si algún cajero lo recuerda.

Rhyme miraba a Sellitto, que tenía la vista fija en un pequeño punto oscuro en la manga de la americana. Otra mancha de sangre de los disparos de esta mañana, supuso. El corpulento detective no se movía. Puesto que, de los presentes, él era el agente de mayor rango, era a él a quien correspondía llamar a la USU y a la Jefatura de Patrullas y organizar los equipos de investigación. Sin embargo, parecía no haber oído al criminalista.

Rhyme le echó una mirada a Sachs, que asintió con la cabeza y llamó a la central para acordar con los agentes quiénes integrarían cada equipo. Cuando colgó, vio que Rhyme tenía la vista fija en la pizarra de las pruebas, con el ceño fruncido.

– ¿Qué sucede?

Rhyme no respondió de inmediato; estaba meditando sobre qué, exactamente, era lo que sucedía. Entonces se dio cuenta. Gallina en corral ajeno…

– Creo que necesitamos ayuda.

Uno de los problemas más difíciles al que se enfrentan los criminalistas es al hecho de no conocer el territorio que pisan. Un analista del lugar del crimen sólo es bueno en la medida en que conoce la zona en la que habitan los sospechosos: geología, sociología, historia, cultura popular, trabajo… todo.

Lincoln Rhyme estaba pensando en lo poco que sabía del mundo en el que vivía Geneva Settle: Harlem. Bueno, había leído las estadísticas, por supuesto: la mayor parte de la población era una mezcla a partes iguales de negros africanos (tanto inmigrantes de hace muchos años como recientes) e hispanos negros y no negros (sobre todo portorriqueños, dominicanos, salvadoreños y mexicanos), seguidos por los blancos y algunos asiáticos. Había pobreza y había bandas, drogas y violencia -especialmente concentradas alrededor de las viviendas de protección oficial-, pero buena parte del barrio era, en términos generales, seguro, mucho más que muchas zonas de Brooklyn, el Bronx o Newark. Harlem tenía más iglesias, mezquitas, organizaciones comunitarias y grupos de padres comprometidos que cualquier otro barrio de la ciudad. El lugar había sido una meca de los derechos civiles de los negros, y de la cultura y las artes negras e hispanas. Ahora era el centro de un nuevo movimiento: por la igualdad fiscal. Había cientos de proyectos de rehabilitación económica que estaban teniendo lugar en la actualidad, y los inversores de todas las razas y nacionalidades se apresuraban a meter dinero en Harlem, aprovechándose, en particular, del bullente mercado inmobiliario.

Pero éstos eran los datos del New York Times, los datos del Departamento de Policía de Nueva York. A Rhyme no le servían para comprender por qué un asesino a sueldo quería matar a una adolescente de ese barrio. Su investigación de SD 109 estaba seriamente obstaculizada por esta limitación. Le ordenó a su teléfono que hiciera una llamada, y el software le conectó obedientemente con un número de la oficina central del FBI.

– Aquí Dellray.

– Fred, soy Lincoln. Necesito de nuevo un poco de ayuda.

– ¿Te echó una mano mi simpático colega del distrito?

– Ajá, por supuesto que lo hizo. También los de Maryland.

– Me alegra oír eso. Espera un momento. Déjame que saque a alguien zumbando de aquí.

Rhyme había estado varias veces en la oficina de Dellray. El cubil del alto y desgarbado agente negro en el edificio de los federales estaba repleto de obras literarias y libros de filosofía esotérica, así como de percheros con las diversas vestimentas que usaba cuando estaba trabajando de incógnito, aunque ya no hacía mucho trabajo de campo. Irónicamente, era en esos percheros donde uno podía encontrar trajes Brooks Brothers del FBI, camisas blancas y corbatas a rayas. La vestimenta normal de Dellray era, para decirlo amablemente, extraña. Chándales y sudaderas junto con americanas deportivas; y para sus trajes prefería el verde, el azul y el amarillo. Al menos evitaba los sombreros, con los que seguro que parecería un proxeneta salido de una película de los años setenta sobre conflictos raciales.